En la calle Marco Polo de la colonia Treviño en Monterrey existe una estampa que se ha vuelto una rareza en la zona metropolitana: un grupo de niños persiguen sueños detrás de un balón como antaño, poniendo el ejemplo de que no toda la diversión está en las nuevas tecnologías.
En los barrios de Monterrey y su área metropolitana era común encontrar grupos de niños divirtiéndose en las calles, ya fuera jugando al futbol, escondidas, al ‘voto’, pocitos o con el ‘tirabolitas’, un objeto hecho con la punta de una botella, un globo y ligas.
Esa estampa se ha perdido con el paso de los años, y más aún en una sociedad donde la tecnología va ganando terreno a juegos tradicionales como el trompo, el yoyo o las canicas.
Al contrario que la mayoría de los infantes, quienes gustan de entretenerse con celulares, tabletas y consolas de videojuegos, en la calle Marco Polo y Galeana de la colonia Treviño en Monterrey existe un grupo de amigos que muestra esa sociedad que está en peligro de extinción.
Osmar, Ismael, Jean Carlos, Arturo, Iram, Christopher, Gael, Dilan, Andrew y Usiel conforman un equipo de pequeños futbolistas que no sólo sueñan con convertirse en jugadores profesionales, sino en doctores o ingenieros.
Lo que tienen en común es que corren detrás de un balón persiguiendo sus sueños.
Esta es una “palomilla” de niños que no sólo se divierten jugando al futbol por las tardes, sino que también alegran la cuadra del barrio Treviño con su simpatía, ocurrencias y buen humor.
Por las mañanas asisten a la escuela -la mayoría cursa el tercer o cuarto grado de primaria-, después del mediodía regresan a casa, se alimentan, hacen su tarea y en punto de las 18:00 horas esperan al exterior del negocio de su vecino, Ramiro Hernández Valero, ‘El Inge’.
Cuando su amigo cierra las puertas del local que oferta pesticidas y otros venenos para exterminar las plagas, ellos ya se encuentran listos para abordar una camioneta y dirigirse a las canchas ubicadas en la colonia Céntrika a jugar una ‘cascarita’ de futbol y seguir detrás de la pelota.
A bordo de una Ranger que ya ha visto sus mejores días recorren las pintorescas calles donde abundan talleres mecánicos, peluquerías, tienditas, estanquillos de comida y hasta ‘table dances’, con la ilusión de llegar al campo y patear el balón, que casi siempre termina ponchado.
“Empecé a correr por las tardes en el parque de Céntrika. Un día se me ocurrió invitarlos y a la fecha se ha vuelto algo casi obligatorio, como una tradición”, comentó Hernández Valero.
La seguridad en el traslado es muy importante, y aunque tiene el consentimiento de los padres, siempre los acompañan el abuelo y el tío Edgar, quien no puede faltar para asegurarse de que su descendencia no resulte con percances.
“Los más pequeños se suben en la cabina y los demás se van en la caja, claro que hay reglas: no pueden ir brincando, además que manejo a una velocidad moderada.
“La gente ya los identifica, nos ven pasar por las calles y los saludan, es algo muy peculiar”, indicó.
Aunque Ramiro no vive en el barrio, cuando cierra no le apura llegar a su domicilio en Ciudad Guadalupe, pues prefiere sacrificar unas horas de descanso con tal de ver a sus pequeños amigos felices.
“A veces sí me habla mi hija y me pregunta en dónde estoy para que pase por ella a la universidad, y le digo que ando con los ‘chiquillos’. Entonces ella me tiene que esperar, claro, no siempre sucede eso”, comentó.
Cuando no tienen oportunidad de asistir a la cancha, piden prestadas dos mini porterías hechas con tubos de fierro y transforman la calle Marco Polo en un estadio de Primera División.
“En la esquina hay un taller, los muchachos que trabajan ahí tienen unas porterías que utilizan cuando están en su hora de comida, pero cuando estos chiquillos las piden, se las prestan con gusto”, platicó.
Corren de un lado a otro imaginándose el graderío lleno de personas alentándolos para ganar algún campeonato; la magia se interrumpe cuando un auto cruza por el lugar y tienen que hacer las porterías a un lado para darle paso.
Mientras tanto, sus vecinos admiran como juegan sin importarles nada. Sólo son ellos y el balón corriendo sobre una calle adornada con un viejo estanquillo donde venden tacos y gorditas y un improvisado taller mecánico, que se encuentra casi al llegar a la calle Galeana.
Sobre esa misma arteria hay una antigua mueblería que elabora artículos para oficina y una peluquería de las de otros tiempos, a donde sólo los abuelos acudían a recortarse el bigote y la barba, y ahora es la más visitada por la gente del barrio.
Las casas de las familias que habitan en el lugar muestran una arquitectura que ya no se ve en las nuevas edificaciones, y que le da ese toque de barrio antiguo que nació con la creación de empresas como Cervecería Cuauhtémoc y Vidriera Monterrey.
Con la huella que deja el paso de los años esos hogares lucen la historia del Monterrey de otros tiempos y, mejor aún, todavía albergan los sueños de algunos de sus ciudadanos.
Los pequeños detallaron que el futbol de la calle tiene sus propias reglas: si el balón se introduce debajo de un automóvil estacionado se pide mano para sacarlo, no importando salir lleno de grasa.
La cancha se extiende hasta la banqueta, no hay árbitro, tampoco existe el fuera de lugar y el partido finaliza cuando todos están cansados, y aunque un equipo vaya ganando 6 goles por 0, el juego siempre se define con el último gol.
“La mayoría son primos y se ven como hermanos, pero siempre trato de inculcarles el respeto, pues no falta el roce de niños cuando se desborda la pasión”, apuntó “El Inge”.
Agregó que además de practicar algunos valores, aprenden la importancia de ejercitarse y se olvidan de los aparatos electrónicos que comúnmente utilizan para hacer tarea, pues no todo el día se divierten.
Pese a que la mayoría de los infantes le va al equipo de los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León, aún no habían tenido el gusto de pisar el Estadio Universitario, alentar a su equipo y ver a su gran ídolo: André Pierre Gignac.
“Me gustaría poder entrar al Volcán y vivir todo lo que pasan en la televisión. Creo que sería algo muy ‘chido’, y más si vamos todos”, señaló Jean Carlo Martínez.
El único Rayado es Ismael Antonio, sin embargo, la fama del francés Gignac lo envolvió y se ha convertido en su jugador favorito; por otra parte, al pequeño de ocho años le gustaría ser tan famoso como el jugador de los Tigres, pero en la cantada.
“Mi jugador favorito es Gignac”, comentó con cierta pena antes de correr hacia el balón que le había lanzado uno de sus amigos.
Además de inculcar la cultura del ejercicio y la vida sana, “El Inge” asegura que el deporte los mantiene alejados de las malas ideas y los vicios de la calle, alejados de la delincuencia.
UN PREMIO
A SUS SUEÑOS
Luego de que se diera un adelanto de la historia de estos niños en las redes sociales, las reacciones no se hicieron esperar y fue el alcalde de Monterrey, Adrián De la Garza Santos, quien cumplió el sueño de la “palomilla” de poder conocer el Estadio Universitario.
De la Garza Santos les regaló las entradas para que, acompañados de su amigo “El Inge” y su abuelo Edgar, conocieran El Volcán en plena erupción.
Fue en el partido contra los Xolos de Tijuana en la jornada 16 cuando los infantes de la Treviño visitaron la casa de los Tigres por primera vez, llevándose un grato sabor de boca, pues ese día los felinos vencieron a los perros aztecas 3 goles por 0.
La historia comenzó en la calle Marco Polo e hizo pausa en el Volcán, ya que los protagonistas desean seguir escribiéndola y transmitir el ejemplo a otros niños de la mancha urbana.
Eran las 18:00 horas del pasado sábado 29 de abril cuando todos estaban con la sonrisa de oreja a oreja; un día después se celebraría el Día del Niño y el alcalde de Monterrey les había adelantado el regalo.
Estaban desesperados por conocer las entrañas del estadio y ver a sus ídolos recorrer la cancha de extremo a extremo.
El último en llegar fue Iram Cepeda. Su madre lo encaminó a Marco Polo y Galeana, de donde se dirigió hacia la parada del camión en la calle Guerrero.
“Ya quiero ver jugar a Gignac y a Nahuel. Si los tuviera enfrente les diría que jueguen bien”, comentó Iram sin saber que ese día los Tigres vencerían a los Xolos.
“Si yo los tuviera enfrente lloraría”, interrumpió Andrew cuando Iram todavía no terminaba de decir que les pediría que entregaran todo en la cancha.
Osmar se quedó con las ganas de conocer al francés que porta el número 10 de Gignac, pero no con las ganas de vivir un juego de sus estrellas dentro del recinto que los ha visto más de cinco veces campeón.
“Me imagino que ha de estar con ganas; en la tele se ve bien chido”, expresó Osmar con cierta incertidumbre.
Ismael también tenía la ilusión de ver jugar a su estrella favorita y verlo meter varios goles, sin embargo esa tarde no vería la magia del francés.
“Yo voy a gritar con todas mis fuerzas: ‘La U, la U, la U’”, aseguró Cristopher que lo haría con muchas ganas para acompañar a la multitud que alienta a los universitarios cada 15 días.
Antes de salir del barrio, la madre de Ismael Posada le dio dinero para que se comprara lo que se le antojara antes de entrar al recinto de los Tigres; eso lo detuvo por un momento, pero después corrió para alcanzar a sus compañeros.
En la parada del camión no esperaron por más de un minuto y luego abordaron la pesera de la ruta 320 que los llevaría hasta la Avenida Universidad, donde se ubica el estadio de los auriazules.
Bajaron de la unidad y la sonrisa cada vez parecía hacerse más grande, pues el tiempo se acortaba para ver a las estrellas que ellos imaginan ser cada vez que juegan en la pintoresca calle Marco Polo.
“Espérense, espérense”, de pronto gritó uno de los infantes mientras se detenía en un puesto de ‘semillitas’, las tradicionales semillas de calabaza que la mayoría de los aficionados compra cuando asiste a los estadios.
Playeras, gorras, balones, elotes, fritos, semillas, cocas, hot dogs y demás artículos, es lo que se puede encontrar sobre la calle Pedro de Alba en Ciudad Universitaria.
Al reanudar su marcha miraban con asombro la gran cantidad de puestos de comida y otros productos que se ofertan en el exterior del inmueble, y dan una pequeña muestra de lo que son los mercados rodantes en el exterior de los recintos deportivos.
Caminando se comían las uñas de las manos y el nerviosismo se sentía a flor de piel, sobre todo cuando miraban los rostros pintados de azul y amarillo de otros aficionados.
Faltaban unos cuantos minutos para las 19:00 horas, tiempo en que iniciaría el penúltimo juego de los Tigres en la temporada regular, y que además sería clave para ver si lograban entrar a la liguilla.
Jean Carlo y Cristopher auguraron la victoria de los de casa con 4 goles por cero, pero fueron Osmar y Andrew quienes atinaron al marcador, al decir que los Tigres se impondrían 3 goles por cero contra los de Tijuana.
Al ingresar buscaron lugares pero no encontraron; ya era tarde y muchos llegaron desde temprana hora para acaparar los asientos.
Sin embargo, cuando unos aficionados se enteraron de su historia, les cedieron sus asientos y además les compartieron refrescos, pizzas y hamburguesas, tratando de premiarlos por conservar esa tradición de los niños de antes.
Transcurrieron los minutos y con el desarrollo del partido se incrementaron las emociones en cada gol que cantaban con el corazón de niños.
Ya no estaban en la calle Marco Polo imaginando las graderías, ahora eran ellos los que se encontraban alentando a sus estrellas; ya no estaban en un sueño, estaban pisando las entrañas de El Volcán.
Casi con lágrimas en los ojos cantaron cada una de las porras que los Libres y Lokos utilizan para dar fuerza a los de San Nicolás. Salieron afónicos, pero muy contentos de ver su sueño hecho realidad.
Fue el premio del alcalde de Monterrey, Adrián de la Garza, por saber que aún existen niños sin malicia que juegan en las calles como los infantes de antes, correteando un balón sin tener en sus manos la tecnología que hoy envuelve y ‘pierde’ a la mayoría.
El Club de Futbol Monterrey quiso hacer lo mismo, pero lamentablemente la palomilla no tuvo la oportunidad de asistir al Coloso de Acero y ser atendidos como estrellas en un palco VIP.