En la estación de autobuses de Laredo, Texas, las luces de un vehículo de la Patrulla Fronteriza dibujan las siluetas de varias mujeres y niños que descienden apresuradamente. Con desgastadas ropas y papelería en sus manos, forman una fila para introducirse al edificio bajo la endurecida mirada de un agente que
rápido se marcha.
En el grupo está una madre hondureña y sus dos pequeñas hijas. Las tres, por primera vez, experimentan cierta libertad desde que fueron arrestadas y llevadas a un centro de procesamiento del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, tras cruzar en balsa el Río Bravo. Debido a la saturación de estos pabellones a lo largo de la frontera sur, el gobierno les otorga un permiso temporal para internarse al país, mientras una corte federal resuelve su caso.
Hace casi siete años que Nolvia Janeth Cárcamo Cáceres no ve a su esposo Walter Pérez. Su hija Maylin, de ocho años, no le conoce, y Daniela, de diez, apenas lo recuerda.
Desde Juticalpa, en la provincia de Olancho, Honduras, esta paupérrima familia emprendió un largo camino de 49 días antes de subir al autobús, del lado americano, que la llevará de Laredo hasta Stamford, Connecticut, en un trayecto por carretera que supera las 50 horas de viaje.
Son las nueve de la noche cuando los voluntarios de una iglesia las aborda para ofrecerles alimentos. Entre sus escasas pertenencias, Nolvia Janeth tiene apuntado el teléfono de Walter, establecido ilegalmente en el noreste de la Unión Americana, siempre bajo el riesgo de ser deportado por las autoridades de Migración.
Junto a sus hijas toma asiento, espera un turno y observa a su alrededor a otras mujeres centroamericanas con niños envueltos en cobijas y acostados en el suelo. A pesar del cansancio, Maylin y Daniela sacan fuerzas para jugar. Al mismo tiempo su madre llena unos documentos con datos de su esposo.
Desde el mediodía que las tres no han comido, pero lo más importante ahora es contactar a Walter para que pague los pasajes. Mario Navarro, un voluntario, le presta su celular.
Con la ayuda de Mario como traductor, esta madre recibe indicaciones sobre la ruta y las veces que tendrá que transbordar cruzando ocho Estados de la Unión Americana. Pero aún con todos los detalles parece confundida. No conoce de ciudades ni el idioma.
El reportero de Hora Cero le pregunta si aceptaría que las oriente durante todo el camino a cambio de compartir su historia y documentar el reencuentro familiar. Sin dudarlo, Nolvia Janeth accede.
Pasan los minutos y Walter ya compró los boletos a larga distancia. Minutos después la mujer y sus hijas vuelven a formarse para recibir uno de los platos de comida que ha donado la comunidad de Laredo.
A RECUPERAR
LAS FUERZAS
Daniela arribó enferma, con tos y alta temperatura; batalla para sostener la mirada. Pero pudo más el hambre y prueba un bocado de pollo frito. Maylin, su hermana menor, también se alegra al ver la comida, mientras Nolvia Janeth agradece el gesto con una sonrisa.
Posteriormente los voluntarios les regalan unas mudas de ropa y calzado para el largo viaje que estar por iniciar. Desde que salieron de su población hace varias semanas, han cambiado poco sus prendas de vestir.
Las niñas rápido se pusieron los tenis sin calcetas. Los de Daniela no tienen agujetas. Se sienten cómodas, y eso es lo importante. Su madre conservó las sandalias y un saco de pana color mostaza. Se acerca la medianoche del viernes 4 de julio. Paradójicamente es Día de la Independencia en Estados Unidos, aunque para ellas la verdadera libertad comenzó al abandonar Honduras.
Nolvia Janeth cuenta al periodista que en la estación migratoria de Weslaco, Texas, donde permanecieron cuatro días, los indocumentados duermen apilados y, a falta de un espacio, algunos se mantienen parados por horas. El cansancio se profundiza por la ausencia de nutrientes suficientes. Un taco de harina, por persona, es la ración que las autoridades ofrecen tres veces al día, sólo eso.
La madre prefería comer lo menos posible de este alimento típico mexicano, para repartirlo entre sus niñas que tenían horas sin ingerir algo sólido. Esa la noche, la cena en la central de autobuses de Laredo fue un bálsamo.
En su avejentado bolso la hondureña de 37 años de edad aún conserva una lempira (la moneda de su país, más como recuerdo que algo de valor). Aparte lleva un billete de 20 pesos mexicanos (poco más de un dólar), y 20 dólares que le dio un pasajero.
Sin más dinero, la mujer morena y sus hijas reciben unas provisiones para el camino: galletas, papas fritas, cajas chicas de cereal y jugos. Fue un regalo de buena fe, pero insuficientes para un cansado trayecto de tres mil 196 kilómetros, de varios días sobre ruedas.
Su autobús parte la mañana siguiente. A lo lejos se escuchan los estruendos de los fuegos artificiales por la fiesta del Día de la Independencia. Son cerca de las once de la noche. Hace unos minutos salió la corrida hacia Houston donde se fueron varias familias centroamericanas por la línea de Greyhound.
En esta central camionera no hay agentes de la Patrulla Fronteriza que los quiera deportar. Sólo se observan empleados, viajeros comunes y los mismos voluntarios de las iglesias asistiendo a los migrantes, originarios en su mayoría de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y de países
sudamericanos como Ecuador.
Otros que pudieron dormir en el duro suelo, se levantan para abordar su autobús. De ese modo Nolvia Janeth encuentra un reducido espacio para recostarse con sus hijas, justo a un costado de la sala de espera. Desenrosca una frazada
–que ya fue usada– y las cubre. Se ignora por qué razón, pero duermen con los zapatos puestos en sus cansados pies.
El sueño las vence. No transcurre mucho tiempo y la mujer despierta de manera intermitente para preguntar la hora. Teme que su autobús salga sin ellas. Observa a las niñas todavía dormidas. Echa una mirada a los documentos de Migración y vuelve a acomodarse.
MOMENTO DE PARTIR
Las horas de la madrugada avanzan, el estridente ruido de los camiones aumenta y está por amanecer. Nolvia Janeth abre los ojos, se los talla y pide a sus adormecidas hijas que se alisten para empezar la travesía. Después de viajar casi dos meses desde Honduras hacia México, en dos intentos, uno de ellos frustrado, resta el último tramo, el que soñaron juntas. El esperado reencuentro.
Con los boletos de abordar en sus manos empieza a despedirse de quienes la ayudaron en la central de autobuses. Toma las pocas cosas que lleva y escucha cuando se anuncia la salida de las seis y media de la mañana. El primer destino es San Antonio, Texas, a 253 kilómetros de Laredo y de la frontera con México.
A falta de un peine, la mujer acomoda con los dedos el pelo de Maylin y Daniela, y dialoga con otras madres migrantes que llevan a sus hijos, niños y adolescentes. Todas se preguntan de dónde proceden y a dónde van. Y llega la hora de subir a la unidad 6543, estacionada en el andén cuatro.
Como un testigo a la última parte del trayecto, el reportero se sube al autobús. No fue difícil convencer
a Nolvia Janeth de que la prensa mundial está pendiente de este éxodo de familias centroamericanas divididas por el tiempo y la pobreza, considerado por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, como una “crisis humanitaria”.
Las tres se acomodan en los asientos 37 y 38. Con curiosidad miran a la cámara fotográfica del otro lado del pasillo; las hermanas sacan del morral unas frituras, mientras su madre dice sentirse como protagonista de un cuento.
Para llegar hasta aquí, relata, sufrieron experiencias buenas y malas, desde dejar la patria y parte de la familia.
Cuando la confianza relaja a Nolvia Janeth, empieza a contar su experiencia como indocumentada. Fue a comienzos de mayo que organizó su salida de Juticalpa para su primer intento de llegar a la frontera norte de México. Ese viaje se interrumpió, como la velocidad del Greyhound al arribar al punto de revisión de la Patrulla Fronteriza.
La chofer del autobús habla con los pasajeros, en inglés y en español. Las niñas, curiosas, se asoman atentas por encima de los asientos. Y todos tienen a la vista los papeles y sus identificaciones. Es la garita migratoria de Cotulla, en la autopista 35; un agente sube a la unidad para revisarlos de manera individual.
Al llegar con Nolvia Janeth, Maylin y Daniela, el uniformado sacude la mano y pasa de largo, cuando ve que son migrantes centroamericanas. Con aparente enfado, apenas observó la bolsa transparente de los papeles y siguió su camino en el pasillo. De aquí en adelante no habrá más agentes fronterizos en el viaje.
Los malestares de Daniela no atenúan. La niña trae la nariz
congestionada, seguramente por el clima frío del autobús al cual no están acostumbradas. Nadie lleva medicamento y habrá que esperar la próxima parada.
Todavía es temprano y las tres retoman el sueño. No despiertan antes de llegar a San Antonio, cuando la operadora al volante les avisa.
Los altos edificios destacan en el horizonte y las menores, risueñas, miran por las ventanas y los señalan con los dedos. Su madre es menos emotiva. La chofer anuncia a los pasajeros que disponen de un breve receso para ir al baño y comprar comida. –¿Pero para cuánto les alcanzará 20 dólares, lo único que lleva Nolvia Janeth?– pensó el reportero.
La madre desciende para conseguir medicinas para su hija mayor que, dice, son efectivas para bajar la temperatura del cuerpo. Desembolsa cuatro dólares y le quedan 16 para las siguientes 53 horas de camino.
Con los estragos del periplo emprendido desde Honduras, atravesando México y llegando al sur de Texas, Daniela y Maylin han perdido peso y se han enfermado. Las tres acumulan semanas enteras de mala alimentación y desgaste físico. La familia regresa al autobús y ocupa sus mismos asientos.
Para las niñas no hay otra distracción que colorear en un cuaderno y observar el paisaje. A Nolvia Janeth le extraña que en México los autobuses lleven pantallas y pongan películas; en Estados Unidos no. Una de las ingratitudes del primer mundo, como para ellas también lo es haber sido procesadas, aunque no tuvo otra opción.
UNA CRISIS
EN CARNE PROPIA
La hondureña cuestiona al reportero: –¿Ustedes sabían que nosotros dormíamos en el piso?, ¿Se veía eso en la televisión?–. Se refiere al pabellón migratorio de Weslaco, Texas, donde las tuvieron retenidas por varios días. No fue fácil.
Enseguida enseña un diminuto paquete, que lleva dentro un pliego de papel metálico parecido al celofán, denominado “survival rescue blanket”. Es una manta que le entregó la “migra” para que se cubrieran durante las noches en el frío centro de retención.
Nolvia Janeth se acuerda que al terminarse la comida, a los 15 minutos, sus hijas le decían: –¡Mami tengo hambre!–. Pero muy poco, o más bien nada, podía hacer.
Con sufrimiento dejaron su Patria donde la población padece escasez de trabajo, pobreza y delincuencia. –Eso todo mundo lo sabe–, se lamenta.
En ruta a Dallas, Texas, la mujer empieza a esbozar sus primeras sonrisas, sobre todo cuando compara las notorias diferencias de esta moderna ciudad y Juticalpa, donde la vida que llevaba era menos ajetreada.
Su jornada cotidiana consistía en llevar a las niñas a la escuela, prepararles de comer y ponerlas a hacer la tarea. Por las tardes veía las telenovelas mexicanas.
Nolvia Janeth estudió hasta el sexto grado de primaria y, pese a nacer en una familia de escasos recursos, en su mesa no faltaban frijoles, arroz y queso. Otras veces comían el “tapado”, platillo típico hecho a base de varias carnes: de res, cerdo, pollo, pescado y verduras.
Son las dos de la tarde, en siete horas de camino desde Laredo, Dallas ya está a la vista. Su esposo se fue en el año 2007 a buscar fortuna. Encontró trabajo como mecánico en Stamford, Connecticut.
Durante años, Walter puntualmente envió dinero para los gastos de la semana de su familia en Honduras. Pese a los miles de kilómetros, su esposa sacó a Maylin y Daniela adelante, hasta que llegó el momento de planear el reencuentro atravesando Centroamérica, internándose en México y llegando a Estados Unidos.
Las tres ya están rodando dentro del autobús en un mundo que mucho tiempo soñaron: de caminos asfaltados, imponentes rascacielos, verdes praderas, jardines perfectamente cortados y casas de madera que sólo habían visto en películas.
Es Dallas, otra atmósfera para ellas, de prosperidad, de auge. Las niñas se sorprenden con la diversidad étnica, un vaivén de rubios, hispanos, asiáticos y afroamericanos que caminan en los pasillos de la central de autobuses.
A estas alturas el hambre vuelve a apretar y resulta complicado disuadirla, pero Nolvia Janeth no lleva mucho dinero. Le quedan 16 dólares y todavía restan 50 horas de carretera. Hay que hacer rendir lo que lleva. Cambian de camión, continúan el trayecto y también la charla.
A mediados de mayo se enteró en las noticias que desde Centroamérica una nube humana empezó a desplazarse a los territorios de Norteamérica. Que mujeres y niños estaban cruzando la frontera de Estados Unidos con permiso especial. Que eran muchos extranjeros retenidos en las estaciones migratorias, pero aún así se arriesgaron a unirse al éxodo. “¡Venirte para acá!, le dijo su esposo Walter por teléfono.
Durante su travesía por México las tres caminaron y caminaron por horas; de noche y de día; esperaron y esperaron por horas para tomar un autobús de pasajeros y durmieron en albergues de migrantes con gente que lo mismo era buena, como desconocida.
Nolvia Janeth y sus hijas experimentaron atravesar cinco países, dos de ellos como indocumentadas. De algo está segura: –De saber que Maylin y Daniela iban a trajinarse tanto, quizá no hubiera salido de Honduras–.
El miedo fue siempre su acompañante: en Centroamérica por las pandillas, y en México por el narcotráfico. Quiso huir de la delincuencia para intentar vivir tranquila con Walter y sus pequeñas. Estaba dispuesta a hacer lo imposible por lograrlo.
Cansadas por el viaje y de nuevo con hambre, Maylin saca de la bolsa de la comida una cajita de cereal, mientras su mamá evade hablar sobre la persona que Walter contactó para acompañarlas en el trayecto.
Especialmente en Centroamérica, la figura del “coyote” no está asociada al tráfico de humanos, sino a un “facilitador” en la búsqueda por tener una mejor calidad de vida de quienes se aventuran a viajar hacia Estados Unidos. De acuerdo a testimonios de otras migrantes hondureñas, por un adulto el pago es del orden de los siete mil dólares (unos 95 mil pesos mexicanos), y por un niño cinco mil (alrededor de 67 mil pesos).
LA RUTA DEL REENCUENTRO
A la mujer comienza a gustarle Estados Unidos sin conocer más allá de dos centrales de autobuses y lo que puede observar por la ventanilla. Es 5 de julio y la noche anterior supo que su itinerario incluía históricas y exuberantes ciudades: Little Rock, en Arkansas; Memphis y Nashville, en Tennessee, Louisville, en Kentucky; y Cincinnati, Columbus y Cleveland, en Ohio.
También faltará por ver los paisajes del Estado de Pennsylvania; pasando por Newark, en New Jersey, y la imponente ciudad de New York. Y será Stamford, en Connecticut, la última parada. Tan lejana, pero tan cerca.
A medida que el autobús se adentra en la Unión Americana la fisonomía del camino y el clima cambia. De la superficie semidesértica de la frontera, a una de vegetación más densa. Hace menos calor, aunque el otoño esté muy lejos.
Han transcurrido diez horas desde que Nolvia Janeth y sus hijas partieron de Laredo, Texas. Transitan por la autopista número 30, cerca de Texarkana, Arkansas, y es aquí donde reconoce que tiene sentimientos encontrados:
De felicidad porque ella, Maylin y Daniela se reunirán con Walter. Y de nostalgia porque tal vez ya no vuelva a ver a su madre. La dejó en Juticalpa, su tierra y la de sus antepasados. Al menos esta mujer hondureña alcanzó a despedirse, fue doloroso. Le pidió la bendición y acudió también a la tumba de su padre.
Las niñas ya van fatigadas, molestas de ir torcidas en los incómodos asientos. Una y otra vez cabecean involuntariamente. No concilian un sueño profundo. Se despiertan. Preguntan cuánto falta para llegar. Nolvia Janeth ha ido perdiendo el sentido de las horas. –Ya mero–, las tranquiliza. Enseguida ella quiere saber cuánto falta.
En Honduras no alcanzó a disfrutar la camioneta de doble tracción que meses atrás le mandó su esposo de Estados Unidos, y será su suegro quien tendrá la custodia. Aunque parece no importarle, nunca aprendió a manejar. La primera vez que hizo el intento chocó contra una cerca de madera. Sonríe.
Los recuerdos de Juticalpa se agolpan en su mente. Como el día cuando llorando abrazó a su mamá y se despidió de ella. Acostumbraba a quedarse a platicar con las vecinas después de llevar a las niñas a la tienda y a un cibercafé, para entablar contacto con su esposo por Internet.
Sus noches también eran tristes. Sin Walter, sin trabajo y sin comodidades, Nolvia Janeth lloraba. Las lágrimas se confundían con el sudor de las lentas y calurosas horas de la región centro oriental
de Honduras.
Al menos en Estados Unidos no encenderá todos los días insecticida que, con humo, ahuyenta los zancudos. Ahora dormirán con
aire acondicionado. La capital, Tegucigalpa, se ubica a unas tres horas en carretera.
Para ella la mayoría de las comunidades hondureñas se parecen: predominan las casas con techos
de lámina y calles de terracería, allanadas por las ruedas de las camionetas Toyota, que allá son mayoría.
Empapado por un clima exótico de lluvias, en el Estado de Olancho proliferan los árboles frutales, los ríos caudalosos y cerros atestados de vegetación tropical. En cuanto a la gente casi todos viven igual, con limitaciones y con miedo. La inseguridad a gran escala.
Con muchos planes en su cabeza, Nolvia Janeth sacó a sus hijas de la primaria para este largo viaje. Daniela cursaba el quinto grado, y Maylin, la menor, el tercero. No pudo traerse los papeles de la escuela, pero los va a solicitar por mensajería. Sólo carga las actas de nacimiento.
UN CAMINO
DE ALTIBAJOS
A mediados de mayo, cuando salieron de su casa, juntaron pocos cambios de ropa para el camino, los documentos y las 10 mil lempiras (unos 475 dólares) que le mandó Walter para iniciar el recorrido. Sin especificar cuanto, pagaron a un “muchacho” que las guió por Honduras, El Salvador y Guatemala. Un par de días después estaban cruzando en lancha el Río Suchiate, en la porosa frontera sur mexicana, donde seguirían la ruta solas.
Conforme avanzaron de un país a otro canjearon las divisas: de lempiras a colones; de colones a quetzales, de quetzales a pesos. Para dólares ya no alcanzó el trueque. En este éxodo centroamericano, madre e hijas se unieron a mujeres con niños que tenían a la frontera norte de México como un mismo destino.
Cuando llegó a Tapachula, Chiapas, Nolvia Janeth encontró un refugio para dormir. Consiguió cama y comida que compartió junto a otras familias; intercambió algunas anécdotas, pero guardó las distancias. Su prioridad era siempre cuidar celosamente a Maylin y Daniela, de día y más de noche.
Levantarse temprano era su prioridad. En el suroeste mexicano el transporte foráneo es un negocio fructífero y también un servicio escaso. Los indocumentados se pelean por obtener un asiento. En Arriaga, Chiapas, esa vorágine se desinfla, y el flujo migratorio por autobús o taxi es menor.
La ola humana se divide para subirse a “La Bestia”, el ferrocarril carguero que utilizan aquellos con menos recursos económicos. Otros, como Nolvia Janeth, Maylin y Daniela, corrieron con más suerte. Walter había solventado los pasajes de autobús.
Para esta familia hondureña llegar hasta la frontera sur estadounidense no sería algo sencillo. La “migra” mexicana continuaba deportando gente en esos días de mayo de 2014.
Una noche, cuando había menor vigilancia antimigrante, decidieron movilizarse ciudad por ciudad para llegar lo más pronto posible al norte del país. En Oaxaca también hicieron escala y durmieron.
En vez de seguir por Veracruz optaron por Puebla, dos Estados mexicanos de cruce constante de migrantes centroamericanos. Nolvia Janeth escuchó que estaba más tranquilo, que no asaltaban tanto y no corrían peligro de ser secuestradas por traficantes de personas. Pero no resultó así. Una noche fueron detenidas por agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), retenidas por 24 días en un módulo de repatriación, y después fueron deportadas a Honduras.
Son las nueve de la noche todavía del 5 de julio. El sonido del autobús arrulla a Maylin y Daniela. Nolvia Janeth sigue contando su historia, mientras el siguiente punto del trayecto es Little Rock, Arkansas.
Después de su primer intento de llegar a Estados Unidos, consumada la repatriación, la madre se desmoralizó y su sentimiento se lo hizo saber a Walter, que en todo ese tiempo no supo de ellas, hasta que su teléfono volvió a sonar, escuchando la mala noticia.
Habían pasado 32 días y Nolvia Janeth decidió intentarlo de nuevo. No descansaría en reunir a su familia tras siete años de alejamiento. En la Unión Americana también radican dos hermanas y quería verlas de nuevo.
Y otra vez se repitió el viaje hacia Guatemala; sin tomar la ruta de El Salvador llegaron a Chiapas, Oaxaca y Puebla. El plan fue cambiado escogiendo un horario diferente para evitar ser detenidas nuevamente por los agentes mexicanos de Migración. La suerte jugó su favor y Nolvia Janeth, Maylin y Daniela lograron pasar los retenes. Veracruz y Tamaulipas serían sus últimas escalas antes de ver la frontera de Texas con México.
En ese segundo intento sumaron otros ocho días: desde Ciudad Hidalgo, Chiapas, hasta Reynosa, Tamaulipas, donde llegaron a la Casa del Migrante. Contactaron de nuevo a Walter, planeando el tan ansiado y soñado cruce a Estados Unidos.
El rumor que se convirtió en un manifiesto generalizado las llenó de confianza: el gobierno norteamericano prácticamente había abierto sus fronteras a mujeres y niños. Para Nolvia Janeth y sus hijas todo se centró en dos objetivos: atravesar el peligroso Río Bravo y entregarse a las autoridades de la Patrulla Fronteriza.
EL CRUCE
A ESTADOS UNIDOS
A las siete de la noche del 30 de julio las tres salieron del albergue acompañadas por otros indocumentados. La mayoría harían lo mismo, se aproximaron al límite entre México y Estados Unidos y esperaron un turno para atravesar el caudal en una balsa. La cuota del “pollero” local fue de 20 dólares por persona, su último dinero. Un billete de 20 pesos mexicanos y una lempira la guardó de fetiche.
Avanzaron tierra adentro, silenciosas. Tres horas después los migrantes fueron hallados debajo de unos mezquites por agentes de la Border Patrol; los subieron a un contingente de tres camionetas y fueron trasladados a un centro de procesamiento. Nadie opuso resistencia.
Nolvia Janeth, Maylin y Daniela veían que los detenidos aumentaban día a día. Unos salían y otros entraban para tomarles las fotografías y las huellas dactilares. Como extranjeros fueron enviados a “corrales” dentro del edificio de Aduanas y Protección Fronteriza sin equipaje, sólo con sus papeles y las ropas puestas.
Los agentes, cansados y cumpliendo triples turnos, pasaban horas y horas elaborando expedientes. Ella pudo ver papás con hijos, no solamente mujeres, aunque eran minoría. En cuatro días de detención entablaron amistades, rostros que con escasa probabilidad volverían a ver.
Antes de subir al autobús en Laredo, Texas, Nolvia Janeth llevaba en su bolsa el permiso condicionado que les permitía entrar a Estados Unidos para reunirse con Walter. Y una fecha impresa en las hojas: 2 de agosto, la cita con una corte federal que resolverá su situación legal.
Corren las horas, es Memphis, Tennessee, y hay que volver a bajar del autobús. Veinte minutos para asear la unidad. Los pasajeros descansan, van al sanitario y compran alimentos. En esta central se topan con otras familias hispanas; también hay de mayoría afroamericana que las miran con curiosidad.
Las niñas piden comida. De los dólares que llevan de regalo desde Laredo, la madre hondureña saca los últimos 16 para pedirles dos órdenes de pollo y café. Y sobraron seis. Sin saber casi nada, o nada, del idioma inglés, con varias señas se hace entender. Mientras las despachan, las tres miran de forma curiosa un montón de llaveros colgados en la pared con la imagen del cantante Elvis Presley. Fue en esta ciudad donde se hizo mundialmente famoso; ellas ignoran quién fue y por qué tantos souvenir.
Ya es de madrugada del 6 de julio, y Stamford, Connecticut, todavía está lejos. Falta la mitad del recorrido. Nashville, Tennessee, es la siguiente parada.
La comida les dio energía. Maylin bromea con su hermana que suelta una carcajada. Daniela ya no tiene temperatura alta, se nota agotada, pero su salud mejora. A Nolvia Janeth le gustó mucho el pollo frito y también las papas. Hace tiempo que no comían a satisfacción, y sus caras lo reflejan.
Distantes de Walter, las fiestas de cumpleaños de Maylin y Daniela han sido agridulces, pero tienen la esperanza de que pronto será un recuerdo. “Vamos a ver a mi papi”, dicen, al tiempo que juegan con un muñeco de peluche del pato Donald vestido de Santa Claus. Suben al camión, se terminan su comida, el chofer apaga las luces y retoman el camino, ahora por la carretera 40.
Amanece en Nashville y las tres migrantes hondureñas van dormidas. Los colorados rayos del sol en la mañana rebotan en sus rostros. El cansancio les impide tener
ánimo para contemplar los espectaculares edificios de la capital tennessiana. En el receso no descienden del camión que hace paradas en las ciudades más importantes.
Horas después despiertan, poco antes de arribar a Louisville, en Kentucky. El hambre vuelve, sacan las frituras de un bolso y como postre unos chocolates.
Su resistencia a poner sus pies en el piso duró poco, pues deben bajar de la unidad para ser aseada. Antes, ellas revisan los asientos para no olvidar lo poco que llevan consigo. Son 20 minutos de pausa y Nolvia Janeth consigue una almohada para que descansen Maylin y Daniela. Han pasado las últimas 28 horas incómodamente sentadas con dolores en el cuello.
Vuelven al camino y las horas de viaje. Al exterior sólo ven árboles y más árboles, faltando poco para entrar al Estado de Ohio. Mirando por la ventana sus ojos no alcanzan a digerir la inmensidad de Estados Unidos ni el heterogéneo estilo de vida que exhibe; apacible en el campo; ajetreado en los suburbios, y frenético en los núcleos urbanos. Cincinnati, una de las grandes urbes norteamericanas, no es la excepción.
Al llegar, las niñas perciben de entrada un ambiente interracial que atrae su atención, de personas con diferentes colores de piel, donde los blancos aquí también piden limosna.
Transbordar es un deber, pero la espera se alarga: la diferencia de horarios del Centro y Este, que es de una hora, provoca confusión y el autobús de inmediato se marcha. Hay que aguardar la siguiente unidad.
OTRO PAiS,
OTRO AMBIENTE
Hay tiempo de sobra para salir a las calles de Cincinnati, dos horas. A unas cuadras de la estación camionera Maylin señala con su dedo un restaurante bohemio. Con poco dinero en el bolsillo madre e hijas aceptan la comida que invita el reportero. Ensalada y pizza al puro estilo estadounidense.
Acostumbrados a no ver hispanos sentados en las mesas, sólo del otro lado de la cocina, los clientes anglosajones miran con rareza a las tres mujeres centroamericanas, alimentándose de forma despreocupada. Llama también la atención el sonido de la cámara fotográfica que capta esa escena.
Nolvia Janeth prefirió la pizza que los vegetales con aderezos extraños para su boca. En su país se come distinto, y ya quiere llegar para cocinarle a Walter la comida que tanto le gusta.
Toma una botella con agua para darle a Daniela una pastilla. No quiere que le regrese la fiebre. Después se sientan en la plaza de enfrente para reposar la comida. Aquí acceden a ser entrevistadas con la cámara de video encendida que llama la atención de Daniela y Maylin.
Muchas, ya perdió la cuenta, han sido las veces que Nolvia Janeth ha soñado en abrazar a su esposo Walter, un reencuentro que seguramente será especial. El día que anheló por años.
Maylin también soñó estar con su padre y con nuevos juguetes.
–Diga a la cámara cuánto quiere usted a su papi–, le pide su mamá. –¡Muchísimo!–, responde.
–Lo abrazaremos mucho, muy fuerte. Le diremos que lo amamos mucho–, añade Nolvia Janeth.
Ella aceptará lo que venga, porque “si Dios quiere que yo esté aquí, entonces me van a dejar aquí. Y si Dios quiere que me vaya, pues me voy a ir”.
Si no son repatriadas, sus hijas tendrán en Stamford muchos parques donde jugar. En Juticalpa no salían solas ni a la tienda, por temor a las pandillas: “las maras”.
Atardece en Cincinnati y se aproxima la hora de partir. Antes de continuar esta madre pide unas monedas para marcarle a su esposo y le comunica que están bien, que las acompaña un periodista.
–Estamos cerquitita de nuestro sueño, te quiero mucho papi–, dice Maylin.
Walter quiso dejar atrás su pasado de soledad y pobreza; en su país trabajaba en un taller mecánico donde percibía 500 lempiras a la semana, el equivalente a 24 dólares. Por eso emigró. Sólo les alcanzaba para medio comer.
Nolvia Janeth piensa que en Stamford podrá comprar la ropa que siempre deseó, porque en Honduras eso es una fantasía.
De Cincinnati a Columbus, y de Columbus a Cleveland, transcurren casi siete horas por la autopista 71, en dos de las cuales se detienen por un accidente. Oscureció y es medianoche; otra vez hay que cambiar de autobús en la estación de Greyhound.
Nolvia Janeth ha agotado su reserva de dinero y gasta sus últimos seis dólares en alimento. Aún lleva galletas que guardó desde
Laredo, Texas.
Se forman nuevamente para entrar al andén; las niñas al enterarse que su camión hará escala por Nueva York esbozan una sonrisa. Faltan 700 kilómetros para Stamford y, con el estómago medio lleno, vuelven a conciliar el sueño. Dormidas es menos difícil soportar el hambre.
Pasan las horas y comienza a amanecer en el Estado de Pennsylvania. La espesura de los árboles y grandes ríos en esta parte del territorio estadounidense no parecen envidiar a los valles centroamericanos.
Nolvia Janeth abre los ojos, hinchados por el agotamiento; se admira que durante todo el camino los restaurantes, tiendas y las estaciones de combustible se llaman igual: McDonld’s, Burger King; Wal Mart, Shell y Exxon.
La majestuosidad del Río Susquehanna interrumpe la charla. Han pasado casi cincuenta horas de viaje y la familia hondureña se empieza a sentir cómoda fuera de su país, que es 85 veces más chico que Estados Unidos.
UN PASADO
Y UN PRESENTE
Cerca de Nueva York las niñas se cambian de lugar para estirar las piernas; Nolvia Janeth las lleva al baño y se ponen otra blusa. Quieren tener la mejor apariencia. Faltan pocas horas para volver a ver a Walter.
Daniela sigue pensativa y extrañará a su maestra de primaria, Viena Mejía, y también a sus compañeras Adriana y Michelle. Su mamá acaricia su rostro a manera de consuelo. En Connecticut ella y su hermana harán nuevas amigas, sin temor a que serán inscritas en una escuela. Walter tuvo tiempo suficiente para preguntar sobre la educación para hijos de inmigrantes.
La odisea de una madre y sus hijas está cerca de escribir el último y emotivo final. Un trayecto que parecería que nunca acabaría: de días y noches de un viaje interminable.
Al despedirse de sus familiares, cuando cerraron la puerta de su casa en Honduras, nada ni nadie aseguraba que lograrían llegar a Estados Unidos para reunirse con Walter. Hay quienes, tras muchos y trágicos intentos, no lograron el objetivo de ese periplo migratorio. Y ellas están muy cerca.
Son las once de la mañana del día 7 de julio y Nueva York ya está próxima. Desde Newark, New Jersey, los grandes edificios neoyorquinos se asoman en el horizonte. Nolvia Janeth, Maylin y Daniela no disimulan su asombro, que supera el cansancio. Después de dos días y medio de viaje, el espectáculo de concreto y rascacielos no pasa inadvertido.
Bajo un cielo tan azul como el techo de Juticalpa, su tierra natal, las niñas intercambian sonrisas. El autobús entra y sale del Túnel Lincoln que atraviesa el Río Hudson y une a New Jersey con la isla de Manhattan.
La estación de autobuses de Nueva York, sobre la avenida 42, es una Torre de Babel de razas e idiomas, donde miles de personas van, vienen; suben y bajan, entre andenes y pasillos. Seguramente las tres mujeres hondureñas nunca habían visto tanta gente junta en sus vidas. Ya tendrán algo más qué contar a sus parientes de Juticalpa, quienes a Nueva York solamente lo conocen en el cine: por King Kong, Godzilla y El Hombre Araña.
Es su penúltima parada antes de abordar el Greyhound con destino a Stamford, en la costa noreste de Estados Unidos.
Irónicamente, mientras en las principales avenidas las vitrinas de las tiendas neoyorquinas ofrecen artículos de moda para la temporada de verano 2014, a Nolvia Janeth los únicos 20 dólares que llevaba para el viaje se agotaron desde antes. Tampoco sirven los 20 pesos mexicanos que lleva en su bolsa.
Maylin y Daniela tienen de nuevo hambre. Una bebida de chocolate con pan de dulce es un consuelo para el estómago. En los andenes se acerca Alicia Griselda Fuentes, otra migrante que, como ellas, ha viajado miles de kilómetros con una niña que dejó los brazos semanas antes y empieza a caminar.
No se conocen, pero se saludan con gusto como si fueran amigas. A un paso del andén 81, donde formadas esperan el autobús, Alicia comparte su historia y su comida.
Pasa del mediodía abordan la unidad número 86183. El chofer tiene aspecto latino, pero no habla español; revisa sus boletos y hace una seña para que suban los pasajeros.
SUEÑO A LA VISTA
El transporte sale de la central camionera y comienza a recorrer el centro de Nueva York entre miles y miles de personas que cruzan las calles. Los minutos transcurren y pasan a un costado del Central Park. El camión sale de la zona de rascacielos en medio de una telaraña de carreteras y se dirige al condado del Bronx; muy cerca está el estadio de los Yankees que se ve a lo lejos, para luego entrar a la autopista 95, destino: Stamford.
Restan sólo 54 kilómetros del viaje que comenzó en Laredo, Texas, al amanecer del 5 de julio, que tuvo como origen Juticalpa, Honduras, meses atrás cuando se preparó el éxodo desde Centroamérica. Nolvia Janeth,
Maylin y Daniela se notan impacientes, mientras Walter ya sabe que el reencuentro se aproxima, faltan pocas horas.
Maylin y Daniela vuelven a colorear el cuaderno para mostrarle a su padre los dibujos que han pintado. Nolvia Janeth juega con la hija de Alicia Griselda, parada en el asiento de enfrente, provocándole celos a las suyas. Se nota en su actitud.
Las tres graban el último tramo de carretera en sus memorias y miran atentas los pintorescos paisajes entre los Estados de Nueva York y Connecticut, donde se extrañan las grandes llanuras y los verdes bosques. En cambio, proliferan las zonas conurbadas y lujosos vecindarios.
Abre su bolsa y revisa nuevamente los documentos de Migración porque no quiere olvidar nada. Retoma la charla con la migrante guatemalteca a quien sugiere que en Stamford podrían frecuentarse para recordar la ingrata vida en sus países de origen, entre la pobreza, la inseguridad, sin esposos y con un futuro incierto para los hijos.
La sorpresa llega cuando Alicia Griselda muestra el permiso migratorio al reportero. Es White Plains su destino y no Stamford.
–¡Es aquí!–, le dice Nolvia Janeth. La guatemalteca mete con rapidez los papeles al folder amarillo que le dieron y desorientada, con su hija en brazos, pide la parada al chofer y baja del autobús. –¡Llámele a su esposo!–, alcanza a gritarle a la hondureña.
Ni un cuarto de hora había pasado desde que se despidieron las fugaces amigas, cuando finalmente se escucha la llegada a Stamford.
De inmediato la madre y sus hijas se enderezan. No pierden tiempo en meter sus pertenencias a las bolsas que llevan; se miran y sonríen en una normal combinación de ansias y nervios, al mismo tiempo que descienden los primeros pasajeros. Se asoman por la ventana a ver donde está Walter, pero viene con retraso.
Hay que aprovechar esa tardanza para descender primero del autobús y accionar la cámara de video. –¡Hemos llegado por fin!–.
La extenuante travesía de 57 horas de Laredo, Texas, hasta la costa noreste de la Unión Americana, cerca de Canadá, había terminado, muy cerca de cumplir dos meses viajando desde que las tres salieron de Juticalpa.
Todavía tienen fuerzas para disimular la fatiga. Pasan los minutos Walter no llega. Si en siete años no lo han visto, un poco más de tiempo puede esperar. No será motivo de divorcio.
Nolvia Janeth duda que se hayan bajado en Stamford, pero al ver su boleto y el nombre de la estación se tranquiliza. En la sala de espera consigue prestado un teléfono de un hispano que, en versión resumida, conoce la historia de la madre, de las niñas y de su odisea. –¡Voy en camino!–, se escucha la voz de Walter.
A las tres y media de la tarde del 7 de julio de 2014 un coche gris ingresa al estacionamiento de la central de autobuses. Aún no detiene su marcha cuando el padre de familia se baja corriendo.
–¡Ahí viene!, ¡Es él!–, exclama Maylin quien salta para abrazar a su papá en una escena que soñaron sinnúmero de veces juntos, cada uno a seis mil 500 kilómetros de distancia. La pequeña se cuelga de su cuello y se besan conmovidos; luego Daniela, la mayor, hace lo mismo.
Nolvia Janeth mira. Atesora los instantes del esposo que abraza a sus hijas, antes de tomar su turno. Ya no más conversaciones por Internet, tampoco escuchará su voz a través de una bocina de teléfono, al menos no tan lejos. Ella y Walter están frente a frente. Como tanto lo anhelaron.
Pasan los segundos y no se despegan, ante la mirada exploradora, curiosa y complaciente de sus hijas. Después de siete siete años la pareja se descubre más arrugas en el rostro, estrechan su vínculo, conectan sus sentimientos.
Walter nota que Maylin y Daniela han crecido, pero no hay lugar para reproches; ya verá la forma de recuperar el tiempo perdido, aunque antes deberán emprender otro recorrido, el de oficinas públicas para intentar legalizar su estancia en Estados Unidos.
El amigo de Walter enciende el auto que llevará a esta familia hondureña a un nuevo hogar. Se acomodan los cuatro en el asiento trasero. No se quieren separar.
Stamford significa una nueva vida en un país que, sin embargo, en cualquier momento los puede
expulsar. .
Entró con ilusiones; salió con un grillete
En el edificio número 26 de una zona gubernamental conocida como Federal Plaza, localizado en el sector de Brooklyn, Nueva York, ya no es un secreto que los migrantes centroamericanos salen con un grillete para ser localizados satelitalmente.
La mayoría espera quedarse en Estados Unidos, con la ilusión de tener una vida libre, pero no siempre es así.
Las autoridades han endurecido sus medidas, y las madres que ingresan a Federal Plaza salen con ese mecanismo atado a un tobillo.
Frente al edificio federal, Martha Sierra, acompañada de su esposo y sus pequeñas hijas, se llevaban a la boca los alimentos de una popular cadena de restaurantes. Quizá los más amargos de su vida, porque a esta mujer de la provincia de Olancho, Honduras, le colocaron uno de los grilletes que le provocó una completa decepción.
Frustrada y triste, afirma que no se esperaba ese duro golpe; teme que en poco tiempo sea expulsada de esta nación con todo y familia.
“Pensábamos diferente, que simplemente íbamos a venir a presentarnos, pero quedé sorprendida. De repente me salieron con que me iban a poner un grillete como si fuéramos unos criminales. Para nosotros es bien difícil, es bien difícil”, lamenta.
Al lugar a donde vaya será detectada y no hay forma de retirarlo, porque cometería un delito federal con orden de aprehensión.
Describe que se levantó muy optimista para su cita del 9 de julio pasado y ahora se siente derrumbada. Martha y sus niñas, de dos y cuatro años, viajaron miles de kilómetros para huir de la dominante miseria y violencia, pero aquí en Nueva York considera haber caído en una prisión.
“Me vine de Honduras con mis hijas, porque en nuestro país está bien difícil la delincuencia y la situación económica. No se puede vivir en nuestro país. Yo tengo problemas allá, por eso decidí venir.
“En Estados Unidos no todo es como se piensa, porque uno se siente, lo tratan y lo miran como delincuente”, dice desilusionada.
Martha afirma haber visto a muchas mujeres que, como a ella, salieron de la Federal Plaza con el grillete… y con un particular miedo en el rostro, único en los migrantes.
Camino a casa, la alegría…
Walter no puede contener las lágrimas y agradece a Dios que Nolvia Janeth, Maylin y Daniela estén en Stamford. Para él es un milagro.
Desde años atrás quería sacarlas de Honduras por temor al crimen; sufrió la distancia, confiesa. Hasta que se dio la oportunidad. –Espero no separarme de ellas nunca, jamás–, desea.
Situado en un sector de clase media baja, el domicilio de Walter es una casa de tres pisos donde viven nueve familias, donde no todas tienen el privilegio de ocupar un solo departamento, porque lo comparten con otras.
Al descender del coche Nolvia Janeth, Maylin y Daniela tienen la curiosidad de conocer la casa verde de madera donde vivirán un tiempo, a espera de cambiarse a una más espaciosa.
Suben por unas empinadas escaleras, ingresan por un largo pasillo y descubren el lugar donde por muchos años ha vivido Walter. Un pequeño cuarto con una cama, una cómoda y una televisión. Sin otras comodidades.
Todavía no oscurece por completo y el anfitrión lleva a su familia a cenar a un restaurante del vecindario, donde predomina una población de
hispanos de todas las nacionalidades, así como tiendas de productos típicos y envíos de dinero a Latinoamérica.
Al día siguiente este hombre de piel clara pidió salir temprano del taller mecánico donde trabaja. Prometió ir con su familia de compras y de paseo. Pide un taxi con destino al centro de Stamford.
Para Nolvia Janeth, Maylin y Daniela su estancia en Estados Unidos es como un cuento de hadas. Hace una semana se escondían atemorizadas en la frontera mexicana, y ahora el panorama es completamente diferente.
En una tarde en Stamford casi todo es novedad para ellas; han comido a placer y Walter les compró ropa nueva. –¿Qué más podemos pedir?–, dice Nolvia Janeth. Y ella misma se responde: –que no seamos deportadas–.
Nuevamente en casa, Maylin enseña los juguetes que compró su papá y Daniela juega con ella. Su madre, atenta, la observa. Walter prepara un cereal a sus hijas que tienen sus rostros demacrados por la travesía y necesitan reponerse.
Sentados a la mesa, como infinidad de veces anhelaron, los esposos hondureños comparten la comida y son cariñosos frente a sus hijas.
Walter confía que el gobierno de Estados Unidos no sea injusto y les permita seguir juntos en este país. –Sólo queremos ser felices–, sueña.
Una hondureña legal en EU
Es el sueño de muchas mujeres que viajan con sus hijos al norte del continente: vivir de manera digna y darles una mejor educación. Han transcurrido 25 años desde que una mujer centroamericana, a los 17 años, lo dejó todo en su nación.
No se arrepiente: Estados Unidos le ha dado “cosas que hoy en día no tuviera en Honduras”. Buscó el sueño americano y lo encontró.
Por los pasillos de la Universidad de Stamford, una de las más prestigiadas en el noreste americano, Dora Suyapa Gutiérrez camina y porta orgullosa el uniforme azul, el mismo color de su patria catracha.
Se alegra de ser una de las mujeres que han triunfado lejos de la tierra que la vio nacer. No fue fácil. Como madre adolescente decidió emigrar y con los años rehizo su vida en un país desconocido. Se casó y ahora tiene una familia unida.
“Vine hasta aquí para ver crecer a mis hijos con abundancia, y que no pasaran necesidades como yo tuve en mi niñez. Gracias a Dios llegué a este país, salieron adelante, y ellos han hecho su vida en Nueva York”, comenta.
La mujer, que desde hace ocho años trabaja en el departamento de mantenimiento de la institución académica, menciona que el migrante hispano ha ganado buenos espacios y se ha destacado. Un ejemplo son los estudiantes latinos que van y vienen por esta universidad.
“En Connecticut al latinoamericano le va bien y progresa, respetando las reglas y sin salirnos de los límites”, menciona.
FENÓMENO MIGRATORIO
Para Dora no pasa inadvertido este éxodo de miles de mujeres centroamericanas que viajan al norte con sus hijos, sufriendo peligros y con el riesgo de ser deportados; el mismo recorrido hizo ella hace muchos años.
“Es bien triste, y como madre me uno a ellas, con la diferencia que yo no traje a mi hija, pues la dejé pequeña de siete meses. Es muy duro exponerlos a que los violen o los maten. Muy pocos lo entienden, sólo los que estén en sus zapatos.
“Pero si ellas decidieron salir Dios no las va a desamparar. Nada es fácil en la vida, pero hay que salir a luchar por nuestros hijos, por nuestro mañana y verlos crecer”, añade.
Esta madre hondureña, que camina con absoluta libertad en Estados Unidos, tiene también el privilegio de volver al lugar donde nació y ayudar a su gente.
‘Mejor inviertan en nuestro país’
En las banquetas adoquinadas de Manhattan, en el oeste de la calle 36, hay un rincón latino que se hace notar. Salen e ingresan cientos de personas cada día en un flujo constante. Su acento los delata: son hondureños.
Ahí, contrastando con la fachada de los otros edificios, en la plata baja se localiza el Consulado General de Honduras en Nueva York. Una bandera envuelve la marquesina que da sombra a su estrecho acceso principal.
Dentro, el primer contacto es un empleado de cabello chino, moreno, de saco y corbata, quien acomoda a la gente antes de pasar a ventanilla. El movimiento de esta oficina ha crecido en las últimas semanas desde que el gobierno estadounidense permitió el ingreso de mujeres y niños centroamericanos al país, con la condición de presentarse ante una corte federal para que un juez resuelva su caso. Muchas de ellas llegaron sin papeles, sin pasaporte.
Ada Luz Duvón Madrigal y su hijo adolescente Marlom han acudido ante la corte a dos citas y van por su tercera. A ellos les corresponde presentarse en el Estado de Connecticut.
Revela que cruzaron ilegalmente la frontera el 19 de octubre de 2013 en el área de Hidalgo, Texas, y ese mismo día fueron detenidos por la Patrulla Fronteriza. Se imaginaron que serían deportados, pero su sorpresa fue que los dejaron libres. Al día siguiente ya venían camino a Nueva York.
Sin embargo, Ada Luz siente un miedo persistente de que la puedan deportar. Viajó hasta aquí, señala, con el propósito de salir adelante, de que su hijo estudiara y, tal vez, obtener papeles legales para trabajar.
Afirma que aún no ha tenido ninguna audiencia con un juez. Solamente se presenta en ventanilla, entrega los documentos y una hora después los traen de vuelta. No le hacen preguntas. Confiesa que ella y su hijo no desean volver al pasado de pobreza y violencia que padecieron en Honduras. Prefiere trabajar como niñera, aunque gane pocos dólares.
LA SITUACIÓN ACTUAL
Después de cuatro años y medio de trabajar en el servicio diplomático en Nueva York, y en plena mudanza al Consulado de McAllen, Texas, Lilian Gómez Barralaga, explica que su cambio de sede se debe precisamente a la crisis humanitaria originada con miles de mujeres y niños de Centroamérica que están cruzando la frontera.
“Creo que hay una gran necesidad de brindar la protección de nuestros connacionales. Sabemos que están violando una ley, que están viniendo de manera ilegal, pero es nuestro deber –ya cuando están en tierras americanas– darles nuestro apoyo y poder asesorarlos en las necesidades que surjan en su viaje”, manifiesta.
La funcionaria revela que muchas madres acuden al Consulado intentando encontrar a sus hijos, a los cuales el “coyote” trajo a la Unión Americana, y necesitan saber dónde están. Ellos proceden a la búsqueda. Pero les pide que no se engañen, pues el permiso temporal que otorga el gobierno no significa una amnistía.
“Quiero aclarar ese punto: no es un asilo, sino una orden de supervisión para presentarse a una corte y ver la posibilidad de dejarles quedarse un tiempo. Nosotros los asesoramos y les pedimos que no falten a ninguna de las citas acompañadas de sus hijos.
“Estamos para apoyarlos en asesoría. Les hacemos ver que no es un permiso, y que los ‘coyotes’ las engañan; que Estados Unidos no está dando permisos; no es cierto que se pueden cobijar bajo ese estatus. Sólo el juez tiene la potestad, y si tienen la capacidad de pagar un abogado lo hagan”, señala.
Hasta ahora en el Consulado General de Honduras en Nueva York no conocen sobre una madre o hijo que haya sido deportado tras presentarse ante un tribunal migratorio. Cada uno de los casos lleva un seguimiento.
“Sabemos de personas que ya fueron a la cita, y a otras que en la segunda cita salieron con un brazalete. Cada Estado es diferente”, advierte.
La ahora vicecónsul en McAllen, explica que de acuerdo a una ley federal, un niño no puede ser repatriado solo, se le manda a una oficina de refugio de protección de menores; sin embargo, en cualquier momento cabe la posibilidad de ser devueltos a Honduras.
“Nuestro gobierno se está preparando para eso. Está trabajando en programas, es más, se acaba de formar la Dirección del Migrante en nuestro país, que va en beneficio de todos aquellos paisanos que han retornado, que incluye volver a las escuelas a estos niños y a los padres incluirlos en programas de microempresas para que puedan salir adelante”, destaca.
INCONTENIBLE
LA MIGRACIÓN ILEGAL
El Consulado General de Honduras en Nueva York es una de sus 11 representaciones más activas dentro de Estados Unidos. Se atienden a ciudadanos que radican hasta en seis Estados norteamericanos, con identificaciones, poderes legales, autorizaciones y certificaciones, entre otros trámites.
Pero sin lugar a dudas, algo que más ocupa a esta oficina diplomática en la actualidad, es el alarmante número de connacionales que ha entrado en el último año. Contrario a lo que pudiera pensarse, esta crisis no es tan nueva ni vieja, como se piensa, surgió a finales de 2013.
“Las estadísticas nos decían que de octubre a marzo habían cruzado 16 mil niños. Nueve mil solos y el resto acompañados con alguno de sus padres. Desde octubre del año pasado a la fecha se dio un incremento, pero increíblemente en los meses de abril y mayo fue de un 539 por ciento, según datos que nos dio la Patrulla Fronteriza”, compara Lilian Gómez Barralaga.
Lejos de terminarse este flujo constante a la Unión Americana, toma tintes cada vez más dramáticos, con el riesgo de colapsar los sistemas médicos y asistenciales de este país.
“Lo mejor que puede pasar es que sean beneficiados con una reforma migratoria, para legalizarse; el hecho de traerlos de forma irregular va a perjudicar a los niños, pues estarán en un sistema de ICE (Departamento de Aduanas y Protección Fronteriza). Difícilmente van a poder arreglar legalmente en un futuro”, alerta.
Sin embargo, ese no es el único peligro que implica dejar la patria. A este Consulado llegan jóvenes y niños que han sido abusados sexualmente, que perdieron su inocencia en el camino de Honduras, El Salvador, Guatemala y México.
“Sugerimos que ese dinero que están gastando en un ‘coyote’ lo inviertan en una buena escuela, en una buena educación, en una mejor vida en Honduras; a diario sentimos dolor, lloramos de impotencia al ver una criatura de dos o tres añitos en manos de personas desconocidas.
“He podido entrevistar a las madres y a veces me frustro, porque les pregunto: ¿usted conoce al ‘coyote’ que trae a su hijo?, ¿lo conoce en persona? Y Responden: –¡no!, porque me lo recomendó una vecina–. E insisto: –señora, pero ¿cómo es posible que ponga a sus hijos en manos de desconocidos?– Queremos que eso se detenga, que no arriesguen la vida de nuestros niños.
La diplomática viaja seguido a su país, con zonas muy estables, lugares hermosos y bellos paisajes.
Numeralia
- Se calcula que de octubre de 2013 a marzo del presente año cruzaron 16 mil niños inmigrantes centroamericanos la frontera sur de Estados Unidos.
- Entre los meses de abril y mayo el incremento fue de un 539 por ciento, de acuerdo con información proporcionada por el Consulado General de Honduras en Nueva York.
- Al mismo tiempo, en 2007 cinco mil 771 menores centroamericanos fueron repatriados desde México a sus países de origen.
- Según organismos de derechos humanos unos tres mil hondureños, incluidos menores de edad, abandonan el país cada mes con la idea de llegar a Estados Unidos.
- Unos 90 niños no acompañados cruzan diariamente la frontera suroeste de Estados Unidos.
- En el último año fiscal suman 57 mil los niños detenidos al entrar a la Unión Americana de manera ilegal.
*Organismos como el Centro de Atención a Menores Fronterizos de Reynosa (Camef), ha atendió a cerca de mil 500 niños migrantes en 2008 y mil 300 en 2009.