Mientras que en la mayoría de los hogares regiomontanos las noches del 24 y 31 de diciembre el olor a tamales, pavo, lomo de cerdo, carne asada y otros platillos típicos de la temporada se dispersan alborotando el paladar de sus moradores, en diferentes puntos de la zona metropolitana de Monterrey la realidad no lleva el sabor ni la alegría que en otras partes se desboca.
Se trata de los “visitantes involuntarios“, mejor conocidos como migrantes, quienes a kilómetros de distancia de sus respectivos hogares ven eclipsada la emoción de las fechas por la nostalgia, los recuerdos, la falta de dinero e incluso la incertidumbre de si habrá algo que comer en esas noches de celebración.
No es una decena, ni una centena, son miles y miles de migrantes, principalmente centroamericanos, cuya intención de llegar a los Estados Unidos ha sido frustrada por las medidas extremas del gobierno del presidente Donald Trump y, por consecuencia, se mantienen varados en muchas ciudades del norte de México, como la Sultana del Norte.
A diferencia de las ciudades fronterizas, en donde los gobiernos municipales, con apoyos estatales y federales, han instalado nuevos albergues ante la llegada masiva de Hondureños, Salvadoreños, Guatemaltecos, Nicaragüenses y personas de diversas nacionalidades, en Nuevo León las asociaciones también se han sumado a la causa gubernamental.
A los más afortunados se les observa haciendo fila para ingresar en alguna de las Casas del Migrante que ofrecen su apoyo, pero los que no lo consiguen deambulan por las calles a la espera de que las fechas navideñas toquen el corazón de los ciudadanos y les puedan obsequiar algunas monedas o un poco de comida.
En territorio mexicano, el tiempo se les ha detenido: ya no hay cumpleaños, aniversario, Navidad o Año Nuevo que emocione, por el contrario, la nostalgia pega con más fuerza cuando se avecinan fechas importantes, por estar lejos de la familia.
Carlos Pérez, Jorge Antonio Bustamante, Osman Yuvini Paguada, Silvia Maldonado, Samuel Hernández y Edgar Orlando Pineda son algunos de los miles de “turistas obligados“ en la mancha urbana de Monterey.
Además de ser centroamericanos, tienen algo más en común: vivieron la Navidad y el Año Nuevo sin patria, alejados de sus seres queridos.
Ya sea en albergues o en las calles, en esta ocasión el abrazo a la media noche sólo estuvo presente en los sueños, esos que los obligan a no retroceder a pesar de la tristeza, pues la idea es alcanzar “el sueño americano“.
PRIMERA VEZ FUERA
Con apenas 20 años de edad, el 20 de noviembre Carlos Pérez tomó un autobús de su natal Petén, Guatemala con destino a México, para continuar su travesía rumbo a Estados Unidos.
Una vez en Tenosique, Tabasco, como la mayoría de los centroamericanos, se montó a “La Bestia“ para que lo transportara al punto más cercano del norte del país, en donde buscaría penetrar la casi blindada frontera estadounidense.
Tras una travesía por las entidades que bordean el Golfo, el guatemalteco llegó a San Luis Potosí, en donde su arribo coincidió con la llegada de la Nochebuena y Navidad.
Acostumbrado a pasar las fiestas decembrinas en familia, por primera vez Carlos vivió las celebraciones fuera de su país y lejos de sus seres queridos.
Los cánticos navideños se turnaron murmullos de gente desconocida y el abrazo de la media noche en una forzada sonrisa entre desconocidos, con los que comparte una misma ilusión.
En el albergue de la capital potosina se organizó una gran posada: hubo comida, piñata y villancicos, toda una fiesta para que los migrantes pudieran disfrutar la Nochebuena como si estuvieran en casa, pero para Carlos nunca llegó ese sentimiento.
“¿Cómo te explico? nos hicieron una posada grandota con piñatas y comida, una posada, pero yo nunca me sentí feliz porque todo el tiempo estuve pensando en mi familia, en mi gente. Les doy las gracias por la atención, pero no es lo mismo que estar en tu país”, expresó el guatemalteco.
Este año faltaron los tamales, el café y el ponche con la sazón de mamá, una cena que aunque humilde, le regalaba la mayor satisfacción: ver reunida a su familia.
Una llamada telefónica sustituyó el abrazo de media noche. Y aunque hablar tras una pantalla no suple el calor físico, sí ayudo a mitigar un poco la tristeza.
“Les llamé por teléfono para decirles que los quiero y que los extraño. Eso fue lo más que pude hacer. Me puse a llorar un tiempo con mi mamá“, expresó el centroamericano.
Tras la celebración, Carlos siguió su camino hacia el norte y llegó a Monterrey cuatro días antes del cierre de año.
Acompañado de otros tres compatriotas suyos, escuchó del albergue de Casa Indi, en la colonia Industrial de Monterrey gracias a las indicaciones que recibieron, pudieron dar con el centro.
Ahí, en una larga fila para ingresar al comedor y albergue, el guatemalteco volvió a toparse con cientos de hombres y mujeres quienes están de paso, y sobreviven la travesía gracias a la caridad de otros.
Se llegó la noche del 31 de diciembre. Una vez más la emblemática fecha ponía los sentimientos de Carlos a flor de piel: se terminaba 2019, el año en el que decidió por primera vez migrar hacia Estados Unidos para apoyar a su familia y que hoy lo mantenía alejado de ellos.
Otra vez, el “te quiero“ de su madre, salido de una bocina del celular, fue lo más cercano a un beso cálido de Fin de Año.
Una cena tempranera fue el cierre de 2019 para Carlos, que recibió el 2020 dormido, bajo cobijas que le ayudaron a mitigar el frío del 31 de diciembre.
“Esa fue otra cosa, yo no estoy acostumbrado a tanto frío como el que hizo en Año Nuevo, allá en Guatemala sí hace frío, pero no tanto como aquí”, mencionó el migrante.
El paso de las celebraciones decembrinas le ha hecho replantearse si debe continuar o no, pero al final del día, él acepta que ese es su destino, pues si su intención es llegar a Estados Unidos deberá aprender a pasar sin su familia las fiestas navideñas.
FESTIVIDAD SIN RITUAL
Jorge Alejandro Bustamante recuerda con nostalgia el ritual de 31 de diciembre con el que despedían el Año Viejo y recibían el Año Nuevo en familia: mataban un chivo, cocinaban la carne y la piel la colgaban al exterior del hogar en señal de fortuna para los meses venideros.
Pero en 2019 no hubo ritual y mucho menos comida para despedir el año.
Originario de El Salvador, el joven de 22 años de edad salió en mayo de 2019 de su país natal en Centroamérica, con dirección a Estados Unidos, pero al igual que muchos, se encuentra a la espera de que sus familiares en Houston “manden por él”.
Con cuatro meses en Monterrey, el migrante de piel trigueña ha adoptado a Casa Indi como su techo más fijo, pero no siempre logra ingresar, como fue la suerte con la que corrió la noche del 31 de diciembre.
Con las bajas temperaturas que se registraron en la zona metropolitana, Jorge encontró refugio en un puente peatonal en donde para olvidar el frío y el hambre se forzó a dormir.
Sin un plato de comida que llevarse a la boca y sin un abrazo familiar para despedir el Año Viejo, la llegada de 2020 trajo tristeza para el salvadoreño.
“Ni siquiera quiero ponerme a pensar en eso porque me pone muy triste. Extraño mucho a mi mamá, a mi papá, a mis dos hermanos, estar con ellos.
“No voy a mentirte, estuve llorando en esas fechas (24 y 31 de diciembre). En Año Nuevo me fui a la calle a dormir, debajo del puente. No tuve ninguna cena y ni lo sentí porque estaba deprimido, tengo mucho tiempo deprimido”, dijo el joven.
Sin familia, sin comida y sin ritual, todo indicaría que el arribo de 2020 traería enojo para Jorge, pero por el contrario, tan pronto abrió los ojos la mañana del 1 de enero, agradeció al Dios por un día más de vida.
“A pesar de todo yo le agradezco a mi padre Dios que me esté regalando otro año de vida y es lo que debo de aprovechar”, sentenció.
La noche del 31, Jorge tuvo el peor cierre del año, pero mira al futuro con optimismo. Aunque reconoce que se ha encariñado con Monterrey, se muestra seguro de que en febrero, su familia que radica en Houston mandará por él para reencontrarse y, ahora sí, pasar las fiestas decembrinas con los seres queridos.
Mientras tanto, el salvadoreño prefiere no tener contacto ni siquiera telefónico con sus padres, pues sabe que escuchar su voz podría quebrarlo por dentro y asegura que necesita estar fuerte para continuar su trayecto.
EL SACRIFICIO
A unas horas de que sea Navidad, migrantes deambulan por la calle Miguel Nieto, frente a la Casa Indi, ubicada en la colonia Bella Vista, en el municipio de Monterrey.
Otros duermen en la banqueta en busca de los primeros rayos del sol para mitigar un poco el frío de la mañana del 24 de diciembre.
Algunos más prefieren estar parados, esperando su turno para entrar al desayuno que les ofrece Indi; entre ellos se encuentra Osman Yuvini Paguada, un hondureño de 41 años.
Su acento enseguida delata que no es mexicano, me acerco a él para conversar un poco, sus manos en las bolsas del pantalón de mezclilla y su posición (encogido de hombros) muestran que tiene frío.
Osman fue uno de los migrantes que partió de Honduras con las caravanas, cambiando una Navidad a lado de su familia para ir en busca del famoso ‟sueño americano”, para poder ofrecer un mejor futuro a su hijo de tres años, que lo espera en sus país.
‟Solo quiero que sea alguien en la vida, y que no pase por lo que yo estoy pasando”, advirtió.
Osman cuenta que fueron doce días de peregrinación para llegar hasta la Ciudad de México, después viajo a Guadalajara y apenas lleva un mes con 15 días en Nuevo León.
Se interrumpe la plática cuando en una camioneta un hombre y una mujer llegan para repartir pan, esta vez no llevan café. Osman, apenado, se disculpa para ir hacer fila y poder tener algo en el estómago.
Es el segundo año que pasará las fiestas de diciembre lejos de su familia y su país, recuerda con alegría los convivios que realizaba en su hogar: ‟A pesar de que comemos sólo tamalitos o sándwich, nos las pasamos bonito en familia”, recordó.
‟Me siento triste y mal porque no tengo lo necesario para enviarles para la cena. Ahorita sí me siento mal, no le voy a decir que sufro porque gracias a Dios la casa de migrantes nos ayuda con el alimento, pero por lo demás me siento desamparado porque no encuentro lo necesario para poder tener un lugar estable”, dijo.
Para Osman no habrá una tercera oportunidad para cruzar al país vecino. La primera vez que pisó tierras americanas no tuvo mucha suerte y fue deportado, ahora sólo espera un intento más de cruzar la frontera con ayuda de un “coyote”.
‟Si Dios lo permite ya voy a cruzar los Estados Unidos para principios de año con un coyote, que cobran hasta 5 mil dólares, si no sale la oportunidad ya me regreso para mi país”, sentenció.
NAVIDAD “SEGURA“
El caso de Silvia Maldonado, también hondureña, de 49 años, es diferente al de Osman. Ella pasará Navidad lejos de su familia porque fue víctima de la inseguridad.
Narcotraficantes obligaron a una de sus hijas a transportar mercancía de forma ilegal. Para hacerla cometer el ilícito, secuestraron a su hijo de cuatro años, y en cuanto cumplió el cometido se lo devolvieron.
Huyeron de su país para no volver a ser víctimas. Ahora Silvia, junto a sus dos hijas, una de 24 años y otra de 16 años, y su nieto de cuatro, son migrantes en México.
Ellas consiguieron un permiso para la estadía en México, aunque su objetivo es también llegar a Estados Unidos.
‟La idea es cruzar para el otro lado pero la verdad no sabemos, porque como dicen que está bien difícil la pasada y que a todos los están regresando creo que vamos a esperar un poco de tiempo, es la primera vez que lo vamos a intentar”, dijo Silvia.
La mujer lleva ocho meses en el país, tiempo en el que ha sido discriminada en otros estados.
‟Aquí en Monterrey han sido buenas personas con nosotros, nos vienen a dejar pan y café; nos vienen ayudar al inmigrante porque es duro andar lejos de tu país.
‟Es triste cuando la gente te discrimina o te rechaza y aquí no hemos sentido el rechazo, pero sí allá atrás (en otros estados) nos rechazan mucho, por ejemplo nos dicen que si no tenemos que comer en nuestra tierra, y no saben lo que uno sufre, tal vez nosotros sí teníamos qué comer, pero las circunstancias hacen que una madre haga de todo por un hijo; mi hija viene por su hijo y yo vengo por mis hijas”, comentó.
El 2019 fue el primer año que Silvia pasó Noche Buena, Navidad y Año Nuevo lejos de sus padres y demás hijos, y compartió la cena de Navidad junto a otros migrantes que se encuentran en situaciones vulnerables.
‟Aquí nos han hecho posadas, les dieron dulces y juguetes a los niños, dile quién vino ayer”, preguntó a su nieto, a quien cuida mientras sus dos hijas acuden a trabajar a una imprenta, ‟Santa Claus”, respondió emocionado el pequeño.
‟Aquí nos vamos a pasar en Año Nuevo, no nos queda de otra”, dijo Silvia, con los ojos llorosos y la voz quebrada casi al llanto.
Mientras que Silvia se dirige a la lavandería en compañía de su nieto, otros migrantes están en la esquina de José María Luis Mora, tomando el sol cerca de las vías del tren, y al fondo se lee una frase pintada en una barda: ”Soy un indocumentado de la eternidad”.
NAVIDAD ENTRE LA ADVERSIDAD
Edgar Orlando Pineda es un joven de 23 años nacido en el departamento de El Paraíso, Honduras, quien emigró a México en busca de una mejor oportunidad laboral.
Destaca en Casa Indi por ser un muchacho alegre, sonriente, vivaz y optimista, además irradia una buena vibra entre sus compañeros. Sin embargo, sus rasgos más característicos son que no tiene la mitad del brazo derecho y usa una prótesis en la pierna izquierda.
Llegó al país azteca en enero con un objetivo claro: trabajar y mandarle dinero a su familia y dos hijos, quienes son su motor e inspiración para nunca rendirse. Además, ha tenido la oportunidad de laborar en campos como las obras de construcción, ganadería, y restaurantes.
Consciente de los prejuicios que algunos mexicanos poseen respecto a los hondureños, se describe como una persona honrada, de buen corazón y que jamás se vería tentado a robar o asesinar ya que se manifiesta en contra de conseguir dinero por la “vía fácil”.
“Siempre me ha gustado trabajar y la verdad no soy de esas personas que la pasa bien si no está haciendo nada. Como decimos allá en Honduras, soy de hacha y machete, que quiere decir que en lo que nos pongan, nosotros trabajamos y rendimos”, aclaró.
El 9 de julio, Orlando sufrió un accidente que le cambió la vida por completo. Tras sufrir una descarga eléctrica de 13 mil voltios mientras trabajaba, perdió sus dos extremidades. Fue atendido en el Hospital Universitario y un mes después de ser dado de alta arribó a Casa Indi, donde lo recibieron con techo, comida y hospitalidad.
“Por algo pasan las cosas y gracias a Dios sobreviví a ese incidente. Este mismo año obtuve la prótesis de la pierna y con las terapias sé que pronto volveré a las andadas”, señalo con optimismo.
Elogió al albergue y argumentó que es un lugar donde no sólo le abrieron las puertas, sino que le ha permitido conocer gente admirable que así como él, tienen una historia de vida que los motivó a dejar todo por darle lo mejor a sus seres queridos.
“Estoy eternamente agradecido con los encargados de aquí y todos aquellos que nos visitan y hacen donaciones, esos pequeños detalles hacen la diferencia.
“No estaré con mi verdadera familia pero como dicen, no sólo es de sangre. Aquí nos tratan con amor, cariño y respeto y eso nos hace sentir cómodos y muy contentos; no nos podemos quejar, se respira un excelente ambiente”, agregó.
Remarcó que el buen trato, compañerismo y la solidaridad predominan en el albergue, ya que ha tenido la oportunidad de convivir con inmigrantes de diversas nacionalidades, como salvadoreños, cubanos, nicaragüenses, colombianos e incluso mexicanos.
Orlando confirmó que esta sería su primera Navidad en Casa Indi y entre risas comentó que la curiosidad lo estaba matando ya que no sabía qué esperar en cuanto al festejo navideño.
“Me han dicho que tanto el 24 como el 31 hacen festejos muy bonitos y que mantienen en sorpresa tanto las actividades como la comida que nos van a dar. A lo mucho sabremos que le pegaremos a las piñatas, pero todo lo demás es una incógnita.
“Este 2019 lo mejor que me ha dado es una segunda oportunidad de vivir. Si Dios quiere el 2020 me traerá otro regalo: mi prótesis del brazo, una gran bendición que prácticamente será mi regalo para recibir el Año Nuevo.
“Más allá de alegrías y felicidad ya quiero regresar a trabajar. Tomar las oportunidades que vengan porque a eso vine a México, a ser productivo y porque hay una familia allá en Honduras que cree en mi”, exclamó con una sonrisa en su rostro.
Respecto al mito que los inmigrantes toman México como una “estación de paso” en su camino a Estados Unidos, Orlando reveló que para él, a donde llegara era lo menos importante, siempre y cuando obtuviese mejores ingresos que los que podía percibir en su país.
“Tengo varios conocidos que su mayor deseo es irse a Estados Unidos y quienes lo logran pues llegaron a donde tanto anhelaban, pero así como cruzan para el otro lado están los que se quedan en el camino: Imagínate a todas esas familias que pierden un ser querido porque buscaba una mejor oportunidad de vida”, comentó.
Antes de continuar con el aseo del comedor de la Casa Indi, Orlando dedicó unas palabras para todos sus hermanos inmigrantes, sin importar la nacionalidad, en la víspera navideña.
“Les deseo que pasen una linda y feliz Navidad y que no olviden echarle ganas, que si dejamos a nuestras familias a kilómetros de distancia es para salir adelante. No olviden ser honrados hasta la muerte y recuerden que hay que trabajar de hacha y machete, así empieza el camino a la grandeza.
“En Honduras hay trabajo, pero los sueldos son mucho menores, podemos hacer exactamente la misma actividad que aquí en México y recibir mucho menos de lo que perciben acá. Eso es lo que nos motiva a muchos a dejar nuestro país”, finalizó.
DOLOROSA NAVIDAD
Samuel Hernández, de 34 años, es un inmigrante salvadoreño nacido en el municipio de La Unión, quien desde un principio dejó su país en busca del sueño americano, y al no poder cruzar la frontera llegó a México.
Por no tener dinero para pagar un pollero, decidió ir a bordo de “La Bestia”, tren utilizado por mexicanos y migrantes centroamericanos para llegar a los Estados Unidos.
El 27 de marzo su vida cambió por completo. Ese día comprobó porque lo conocen como “el tren de la muerte”, al caer a toda velocidad de “La Bestia”, impacto que le dejó severas lesiones en el cuerpo y a la postre la pérdida de sus piernas.
“Me trajeron en ambulancia aquí a Casa Indi y desde mi llegada me he estado recuperando de las heridas, venía golpeado y desangrado, pero gracias a Dios estas (heridas) ya cicatrizaron. Al dejar El Salvador sólo pensaba en irme a Estados Unidos. Lamentablemente ese día una parte de mis sueños se derrumbaron”, agregó.
Hoy en día se le puede ver en el albergue en silla de ruedas, y a pesar de su accidente no pierde la sonrisa y el optimismo. Destacó que desde el 11 de abril, fecha en que llegó al lugar, el trato ha sido espléndido.
Afirmó que gracias a Dios tienen cama, techo, comida y que los donativos contribuyen a que no falte nada en el establecimiento; además resaltó que en todo momento los encargados procuran su bien.
Al no tener a dónde ir, Samuel pasó las fiestas decembrinas en México y describió que su primera experiencia lejos de casa fue emotiva, llena de alegría y felicidad. Sin embargo, resaltó que Navidad estuvo más interesante que Año Nuevo.
“Primero que nada nos hicieron posadas del 20 al 24, después vino Santa Claus a repartirnos regalos y dulces, además que tuvimos la oportunidad de pegarle a la piñata.
“Para Año Nuevo no fue más que una cena, misa de agradecimiento por todo lo vivido en el 2019 y nos fuimos a dormir temprano, recibimos el 2020 ya en nuestras camas”, comentó.
Para este 2020, Samuel mencionó que uno de sus dos grandes anhelos es tener un teléfono celular, para dejar de estar incomunicado y poder entablar conversación con su familia, de la cual no ha sabido nada desde el incidente en “La Bestia”.
Su otro deseo es volver a caminar y explicó que una vez que supere las terapias y tenga sus prótesis, regresará a trabajar y buscará donde vivir. Alegó que la estancia en Casa Indi es temporal, ya que después de determinado tiempo y ante la elevada afluencia de migrantes les piden que encuentren otro lugar en donde estar.
Antes de retirarse, Samuel deseó que su testimonio sirva de experiencia para todos aquellos que decidan abordar el “tren de la muerte”.
“‘La Bestia’ te pude llevar a donde quieras pero es muy peligroso, a muchos los mata el tren o quedan como yo. Incluso quienes sobreviven pero ya no completos se mueren de tristeza o se suicidan para acabar con su malestar, no te voy a mentir, sí se siente muy gacho estar así.
“Afortunadamente pude superar todos los traumas, pero no es fácil después de que la muerte te quiere llevar, en esos instantes recuerdas a la familia y no dejas de pensar en que no quieres morir, si Dios le da permiso a la muerte se lo lleva.
“En mi caso Dios no se lo permitió y aun me faltan sueños por cumplir. Desde que perdí mis piernas no soy el mismo y no hay día en que no le pida ser mejor persona y que me permita cumplir mis metas”, puntualizó.