A veces la vida es pródiga y generosa.
En el transcurso de la pasada semana vi a mis dos máximos ídolos de la música: Joan Manuel Serrat y Paul McCartney. Los vientos de la buena ventura los colocaron delante de mis ojos con diferencia de dos días.
A lo largo de los años le repetía a Yeni: “Ojalá tenga la oportunidad de tomarme una foto con Serrat. Ese día, moriré”. En otras ocasiones, también me lamentaba: “Es muy probable que McCartney ya no venga a México. Pero si algún día voy a su tocada, me muero”.
Vi a los dos octagenarios y no me pasó nada.
Lo que sí ocurrió fue una transformación de la forma de entender la música: estar en presencia de dos titanes, sentirlos, vivir a través de su presencia corpórea la música que ha embriagado mi alma durante décadas, me ha dado una conciencia clara del impacto en la humanidad de algunos seres, como ellos, mimados por las musas de la inspiración y convertidos, desde su condición mortal, en lo más parecido a dioses del arte en la tierra.
Hace un par de semanas supe que la Universidad Autónoma de Nuevo León le otorgaría un merecidísimo Doctorado Honoris Causa a Joan Manuel Serrat. La ceremonia sería efectuada el 6 de noviembre por la mañana. Por la tarde, sería develado un busto del catalán en la Plaza de los Compositores, ubicada sobre la avenida Constitución, en Monterrey.
Vi mi oportunidad en la segunda parada de Serrat. Ahí conseguiría mi anhelada gráfica.
Esperé nervioso en la Plaza, bajo un seco sol de otoño. El cantautor nacido en Barcelona apareció después de las 13 horas en una camioneta. Lo vi a unos metros. Mi respiración se alteró con la emoción. Sentí una arritmia cardiaca momentánea. Me serené. Saludó a algunas personas y pasó a ocupar una de las sillas enfrente.
Hubo palabras de los presentes, para encomiar su labor en la música. El busto fue develado. El invitado tomó el micrófono y dio los agradecimientos de rigor.
Entonces ocurrió el milagro esperado. Al acabar el evento hubo un pequeño tumulto. Varios admiradores nos aproximamos y fui el primero en acapararlo. Momentos antes le había dicho a varios amigos presentes con cámara, que me tomaran fotos, en cuanto me vieran junto al cantautor. Fui y lo abracé. Le dije unas palabras y me respondió otras de gratitud. Me dio la mano, viéndome a los ojos. Estaba ahí, en su presencia, en contacto directo. Toda la vida había esperado eso.
Conservo recuerdos de mi muy lejana infancia. Tengo cuatro años, estoy en la cocina de mi casa. Estoy sentado en una silla de lámina. Suena la radio de transistores. Una canción me impacta: “Cuando el jilguero no puede volar, cuando el poeta es un peregrino…”
Lo que dice ese cantante es diferente. No solo habla de amor y desamor, como la mayoría. Sus versos son sobre hacer camino al andar. Luego escucho otras canciones del mismo señor, etiquetado como cantante de protesta. Habla de un titiritero; le canta a una mujer de la que pronuncia su nombre con sabor a hierba; cuenta la historia triste de una chica llamada Edurne; admira a un gorrión por ser libre.
Y ahí lo tengo frente a mí y me sonríe, él tan seco y parco con los seguidores. No me doy cuenta, pero Jorge y Juan ya me están tomando fotos. Me dieron juntos unas quince. Todas muy buenas, yo con mirada de admiración infantil y el maestro Serrat alegre. Fueron veinte, treinta segundos de encuentro que para mí son tiempo envasado para regalo.
Para colmo de dicha, mi amigo Adrián, compañero de antiguas batallas reporteriles, trae preparados discos LP de funda de cartón. Me entrega uno, titulado El Triunfador de Europa, viejísimo y, por lo mismo, de gran valor.
“Si le sacas el autógrafo, te lo regalo”, me dice en gesto de desprendimiento entrañable.|
Lo abordé, escapándose rumbo a su camioneta y le puse en la mano el crayón azul, mostrándole el disco. Y garrapateó la rúbrica, que poco se puede ver en la portada, que trae también algunos motivos celestes.
Publiqué mi foto con Serrat en Facebook. Recibí centenares de likes y comentarios.
Mis amigos son unos atorrantes, y saben mi admiración antigua y eterna por Joan Manuel.Cuando fue anunciado el concierto de Paul McCartney en el Estadio BBVA, de Guadalupe, hice con Yeni un operativo inmediato para adquirir los boletos en línea. No batallamos para tener entradas para la cita del 8 de noviembre a las 21 horas.
The Beatles siempre me había parecido un grupo melódico, y solo eso. Pero Yeni es superfan desde chica, y con el paso del tiempo me movió a hacerme también acólito de los de Liverpool. A través de ella entendí que no solo son una agrupación que vende camisas y tazas, sino que está conformada por genios.
Para mí, Yeni es el quinto Beatle. Me entusiasma su manera de hablar del cuarteto, con devoción de fan conocedora. Es del equipo John, por poético, pero yo soy del de Paul, por rítmico.
Tenía fresco aún el encuentro con Serrat, el apretón de manos, la foto, el autógrafo. Que siguiera una cita con McCartney parecía una locura, provocada por constelaciones alineadas y un zodiaco favorable. Bien dice Mario: es un honor de pocos conocer a un famoso que admiras.
Y ocurrió. Apareció el inglés en escena. Años y años de espera y de pronto lo teníamos ahí respirando el mismo aire de 50 mil asistentes. Estábamos a nivel de cancha y veíamos un monito lejano, sosteniendo una guitarra de modo zurdo. Las pantallas, a los costados del tablado, reproducían a Sir Paul de modo gigante y con detalle perfecto. El sonido era bueno, así que disfruté la presentación en vivo, durante más de dos horas, de una leyenda reproducida en una enorme imagen de video.
De vez en cuando, por entre las cabezas de la multitud, miraba el escenario y constataba que ahí seguía, rasgueando cuerdas o aporreando el piano.
Me sentí parte de algo importante. No ocurre a diario encontrarte con un dios. Porque Paul lo es, en una forma pagana y terrenal. Leí por ahí algo parecido a la certeza: Macca es el artista más universal presentado en tierras regias. No existe banda más influyente que los Beatles, en toda la historia de la humanidad. Son el techo, lo más alto en trascendencia melódica, el non plus ultra de la musicalidad.
Paul, John, George y Ringo están en el santoral de cualquier catálogo. Y lo constaté.
Mis conciertos más intensos habían sido los de Serrat. Pero los disfrutaba tarareando canciones, o siguiendo ritmos discretamente, sentado y golpeando suavemente la suela con el piso. Ahora veo que nunca me había prendido tanto como ese viernes.
“It’s been a hard day’s night…”, “Baby, you can drive my car, yes, I’m gonna be a star…”, “Hey, Jude, don´t make it bad…”, “When I find my self in times of trouble mother Mary comes to me…”
Me sorprendí, al darme cuenta de que me sabía las canciones. Desconocía mi familiaridad con las rolas del Fab Four en un nivel subconsciente.
“¡Está ocurriendo!”, le decía enloquecido de emoción a Yeni, mientras tarareábamos: “Let it be, let it be, whisper words of wisdom…”
Era como si el mismo Paul nos estuviera llevando serenata personal. Escucharlo me hacía ver gemas en el cielo, caleidoscopios en las lámparas, hilos de cristal verde y azul en forma de láser. Irradia magia. Su voz, fuerte aún, es hechicera. Me ha encantado a mí, lo mismo que a otras generaciones desde hace más de seis décadas.
Los primeros escuchas de los Beatles, quienes los descubrieron en 1961 en el bar La Caverna, de Liverpool, encontraron en esas voces de jóvenes músicos, entonaciones sobrenaturales, de resonancias venidas de muy lejos, de territorios fantásticos, donde nada se escucha parecido. Fue lo mismo que gocé esa noche.
Terminó el concierto. Me retiré del estadio con la certeza de haber atestiguado algo imperecedero y trascendente.
Tal vez haya sido éste uno de los mejores conciertos en la historia de Monterrey, junto a los de Queen y de Rigo Tovar. No fui a éstos, pero estoy seguro que, en mi agenda personal, el de Paul no podrá ser superado por ninguno del futuro.
Dudo que algún Beatle vuelva a presentarse por acá.
Esta crónica fue publicada originalmente en el portal Ruta Familiar.