Estas tres semanas de #QuédateEnCasa han sido como una montaña rusa de emociones. Los sentimientos no respetan el confinamiento. Salen del cuerpo, se pasean con claustrofobia por el apartamento, luego explotan, se esparcen y vuelven a surgir acompañados de otros tantos sentimientos, como pandilla en plena acción.
Son tres semanas, pero parece como si esto hubiese empezado hace un año. Tan solo tres semanas atrás veíamos la crisis por el COVID-19 como algo lejano que golpeaba a Asia y Europa. Pero el enemigo invisible se acercó velozmente y hoy Nueva York es el epicentro del contagio. Al momento en que escribo estas líneas han fallecido 4 mil 159 personas y, según el gobernador Andrew Cuomo, aún no hemos llegado al punto más alto.
En estas semanas, la crisis mutó de nombre, empezó a ser llamada guerra; una guerra sanitaria que cada quien libra desde su trinchera. Algunos con ahínco, arriesgando su propia vida (incluso hay quienes la han perdido en la lucha) como enfermeros, doctores y personal administrativo de los hospitales. Otros, desde casa, quienes somos afortunados de tener techo. Sin embargo, en este grupo también hay quienes salen a la calle, ya sea porque sus trabajos son esenciales (como los empleados de restaurantes, lavanderías, farmacias, los policías, etc.) pero también están aquellos que siguen saliendo a la calle porque piensan que el virus no les hará nada, ¿dónde está la empatía y solidaridad?
En lo que a mí respecta, he intentado seguir la rutina lo mejor que puedo, consciente de que esto no es “normal”. Las clases del doctorado continuaron, ahora por internet. No soy fan de este sistema porque la socialización se ve mediada por una pantalla y un micrófono que a veces se vician o se congelan. Aparte, he sido profesora en la universidad por tres años y me consta el desafío que implica mantener la atención de los estudiantes en el salón de clases y hacer que se entusiasmen por interactuar en grupos o parejas o en responder/hacer preguntas. Ahora, imaginen el reto de mantener la atención de 20, 25 o 30 alumnos por zoom o por blackboard, ¿cómo responder sus preguntas y asegurarse como profesor(a) que la semilla del conocimiento traspasó la pantalla y se coló en cada uno de ellos(as)? Difícil. Pero, así es por ahora la realidad.
La cuarentena ha abierto una fisura por la cual dejo fluir mis sentimientos y preguntas: ¿Cómo vamos a interactuar en el futuro los integrantes de la “Generación COVID-19” ?, ¿Cómo vamos a recordar esta pandemia?, ¿el COVID-19 traerá como consecuencia una reestructuración del sistema económico, político y social?, ¿Vamos, por fin, a replantear nuestra interacción con la naturaleza?, ¿Qué será de aquellos nuevos pobres que habrán de surgir ante la escasez de empleo alrededor del mundo?, ¿De esto, sacaremos lo mejor de nosotros mismos?, ¿sacaremos lo peor de nosotros mismos?
Vuelven las emociones a atacar en pandilla. Salgo un momento del “búnker” para despejar la mente.
RITUAL PARA SALIR DEL ‘BUNKER’
Walker y yo salimos brevemente. Necesitábamos respirar aire fresco, además de que había que surtir un poco más de despensa y recoger un medicamento en la farmacia. Pasamos por el parque y fuimos felices por encontrarlo vacío. Egoísmo puro, pensé, pero al menos pudimos disfrutar ese espacio y el solecito rico sin preocupaciones por unos minutos.
Luego, nos separamos para ahorrar tiempo; yo fui a la farmacia mientras Walker iba a Whole Foods, una de las tiendas que queda más cerca del apartamento. Cuando caminé por la avenida Lenox, desde nuestra calle (131) a la calle 125, en Harlem, sentí la desolación de la “Ciudad que nunca duerme”, casi no había gente. Me permití bajar la mascarilla al cuello y poder respirar el aire fresco de nuevo. Ese simple acto me hizo valorar la libertad, esa que damos por sentada y que estas tres semanas no había disfrutado. Seguí caminando por la avenida, las tiendas estaban cerradas y sus letreros apagados, muy diferente al ambiente festivo que suele ofrecer. El aire intenso me impidió disfrutar los 50 grados Fahrenheit, pero me alegré al ver unos árboles con sus retoños y otros ya cargados de flores blancas o rojizas. Fue como si la naturaleza me recordara que todo pasa, “esto va a pasar”, me dije. La vida sigue. Recordé lo mucho que le gustaban las flores a mi mamá. Levanté la mirada al cielo y le dije: “hace dos meses que te fuiste y mira cómo ahora el mundo está de cabeza. Envíanos tu buena vibra para que todo esto pase pronto y para que aprendamos mucho de esta experiencia”.
Llegué a la farmacia y ya me había vuelto a colocar la mascarilla, la cual Walker había comprado desde febrero a pesar de que yo lo califiqué de exagerado en aquel momento. Ahora cuesta trabajo creer que los países se disputan las mascarillas y que son tan escasas y se han vuelto indispensables para salvar la vida de médicos y enfermeros.
Afortunadamente, no había fila en la farmacia, el vigilante me dejó entrar y una vez adentro me coloqué en la fila, había tres clientes antes que yo. Mantuvimos nuestra “sana distancia” de 6 pies, guiados por las cintas de color azul pegadas en el piso. Llegué a la caja y un plástico me impidió tener contacto directo con la cajera. Creo que las dos sentíamos desconfianza y queríamos terminar la operación de compra venta lo antes posible. Al final me atreví a preguntarle. ¿puedo tomar una foto del plástico divisorio?, ella me respondió con cierta extrañeza “sí, sí quieres”, yo le respondí: “es solo para tener una memoria de este momento”. Ella me respondió con más extrañeza aun: “¿quieres acordarte de esto?, ¡yo no!”. Para justificar mi petición solo atiné a decirle: “soy periodista” y ella dijo: “¡Ah, por eso!”. Claro que me alejé lo antes posible, tomé la foto y mientras iba rumbo a la calle me quedé pensando: “¡Caray, no se me quita esa costumbre de querer documentar todo!”.
Crucé la calle y Walker estaba en la fila de Whole Foods, también por fortuna había poca gente, el vigilante nos hizo entrar en el siguiente grupo. Solo permiten entrar 10 personas por grupo para cuidar el distanciamiento dentro de la tienda.
Comprar la despensa con los guantes de látex, con cubrebocas y con lentes industriales me hacía sentir prisionera de nuevo, sobre todo porque nunca uso lentes y sentir que los cristales se empañaban me provocaba cierta desesperación. Walker comentó: “a ver si los cubrebocas no invitan a los ladrones”. Y es que con los cubrebocas todos nos convertimos en sujetos sin cara propia.
Al volver al apartamento, nos bañamos y desinfectamos todo. ¿quién iba a decir hace tres semanas que estos pequeños detalles de salir al parque y a comprar la despensa se convertirían en todo un ritual?
Así van estas tres semanas. Vayan nuestros pensamientos hacia quienes han fallecido y hacia sus familias. Vaya nuestra gratitud para quienes están en la primera línea de combate. Mientras tanto, seguimos aquí encerrados en cuarentena confiando en que es nuestra forma de contribuir a librar la pandemia. Seguiremos acompañados de nuestros pensamientos y sentimientos, esos que se amontonan como en pandilla sin respetar la sana distancia, recordándonos que estamos vivos y que mientras haya vida habrá esperanza.
Un favor, aquellos que puedan, #QuédenseEnCasa.