A esta familia de migrantes no los separó un muro fronterizo entre México y Estados Unidos, los dividió una valla metálica al exterior de un albergue en Monterrey, impuesta por las autoridades ante el temor de la propagación de Covid-19.
Kelvin Rigoberto Borjas y Alva Marina Zúñiga llegaron a la ciudad junto a sus dos hijos con la ilusión de encontrar el trabajo que la pandemia les arrebató en San Luis Potosí, pero desde su llegada a tierras regias el Coronavirus complicó aún más la situación de esta familia hondureña.
La noche del 11 de junio los cuatro integrantes de la familia descendieron de “la bestia” en la capital de Nuevo León, en donde un familiar ya los esperaba.
Sin embargo, para no incomodar, la pareja decidió pedir asilo de una noche en Casa Indi, reconocida por dar atención y alimento a migrantes vulnerables, especialmente de Centroamérica.
La intención era sólo pernoctar, pues en la mañana siguiente ya se tenía pactada la cita con un casero, quien les rentaría un cuarto para instalarse y comenzar su nueva vida en la “ciudad de las montañas”.
Pero el temido virus del que escaparon les tenía una tragedia mayor aquí: ese mismo día por la tarde el albergue anunció un brote de Coronavirus entre huéspedes y personal que dejó al menos 30 positivos.
Por tal razón, la casa de apoyo amaneció un día después con una nueva política: nadie sale y nadie entra, dejando a Kelvin atrapado en las paredes de Casa Indi, contigua a la Parroquia Santa María Goretti de la colonia Industrial.
La noche del 11 de junio, el padre de familia durmió en el mismo edifico que los contagiados, pero en un piso distinto mientras que su mujer y sus hijos fueron llevadas al área femenil, que se ubica en otro inmueble.
Durante la mañana del 12 de junio Alva abandonó el albergue para encontrarse con su marido y dirigirse a rentar su nueva morada. Antes de abandonar el albergue las encargadas le advirtieron “si sales ya no podrás regresar”.
Las palabras no representaron temor para la hondureña, pues pensaba que a unos cuantos metros se reencontraría con su marido para “continuar con su vida” ahora en Monterrey.
“Yo les dije que estaba bien, que no había problema porque mi idea era venir por él e irnos, nadie me dijo que él ya no podía salir”, expresó la hondureña.
Sin embargo, una sorpresa la esperaba tan pronto al ver a su marido: él estaba aislado en el perímetro del albergue, al que solo había llegado para pasar una noche, pero del cual no se le permitía salir.
Kelvin se había convertido en uno de los cerca de 200 migrantes que habían sido encerrados en la casa para evitar la propagación del Coronavirus y a los que la Secretaría de Salud les aplicaría pruebas de PCR para conocer su estatus.
Del lado exterior de la valla, su mujer y sus hijos veían como los migrantes aguardaban bajo toldos su turno para realizarse la prueba, bajo la mirada de agentes de Fuerza Civil, que vigilaban en todo momento a los indocumentados.
Guardando la debida distancia, los migrantes esperaban su turno, todos con excepción de Kelvin.
Alejado de sus compañeros, el oriundo de Santa Bárbara sostenía en una esquina perímetro metálico la mano de su mujer, quien del otro lado de la valla veía con impotencia el encierro obligado de su marido.
Bajo los intensos rayos de sol de aquella mañana de 12 de junio, Alva cargaba a su hija menor Sofía de apenas nueve meses de nacida y de nacionalidad mexicana mientras que el pequeño Jasiel de tres años jugaba en la calle sin saber que ese metal lo separaba de su padre y de la posibilidad de tener un techo.
Y es que, al abandonar el área femenil del albergue, Alva y sus dos niños se quedaron sin un lugar para dormir.
“Yo no me voy a mover de aquí hasta que dejen salir a mi esposo. Ya les explicamos que sólo veníamos por una noche, nunca nos dieron que nos iban a aislar. Aquí dormiré, no tengo a dónde ir”, dijo la migrante.
De acuerdo con colaboradores del albergue, el aislamiento se prolongaría por semanas para los migrantes que dieran positivo a la prueba, tiempo que Kelvin no estaba dispuesto a permanecer alejado de su familia.
“Yo no puedo comer mientras que mi familia tampoco tenga para comer. Yo no me puedo ir a dormir al dormitorio mientras que mi familia está aquí en la calle.
“Yo ya se los dije que me dejan ir, que mi familia está aquí, que este no era nuestro plan. Ya hasta he pensando en brincarme la barda aunque me detenga la policía”, mencionó desesperado el centroamericano.
Sin comida, sin agua y enfrentando las altas temperaturas de Monterrey, Alva alzaba la voz ante nuestro medio para que se compadecieran de su esposo y lo dejaran salir para la iniciar la vida que imaginaron en Nuevo León, pero su angustia no recibía respuesta.
La desesperación era tal, que el hombre de 33 años incluso llegó a pensar en desacatar las indicaciones de la autoridad y brincarse al valla, pero el precio de “su fuga” pudiera haber sido elevado.
Y es que, de romper el aislamiento, Kelvin hubiera podido ser capturado por las autoridades para ser llevado a prisión e incluso deportado, lo que hubiera significado una separación definitiva de la familia Borjas Zúñiga.
Los minutos se convirtieron en horas y la mañana en tarde. Las esperanzas de que el padre de familia fuera “liberado” de su aislamiento se difuminaron conforme la tarde caía, parecía que todo estaba perdido hasta que horas después el saldo de contagiados se limitó a los 30 positivos que se contabilizaron desde un inicio por lo que el resto de migrantes pudo retirarse del lugar o solicitar ayuda a dependencias del gobierno.
Tras horas de angustia y desesperación esta familia hondureña pudo finalmente abrazarse y comenzar su nueva vida en Monterrey, misma que fue amenazada por instantes por la pandemia del Covid-19.