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La Navidad nos hermana

17 de diciembre de 2014 por José Luis Esquivel Hernández

Navidad… corazón sentimental de diciembre.

Fiesta universal entre los cristianos que hermana en la plegaria, en la euforia, en los buenos deseos.

Maravilloso y bello poema que tiene el poder de conmover los corazones, de aligerar las penas y de crear un buen clima de sana convivencia a nuestro alrededor. El paisaje cambia y las ciudades se visten de luces y colores.

Los niños retozan alegres en los barrios, los abuelitos acarician con nostalgia sus recuerdos, y en la calle la gente se amontona.

Los automóviles hacen largas filas y todo mundo va o viene más aprisa, preocupado por las compras, los adornos y mil pendientes.

Navidad es sinónimo de amor, de paz, de fe, de reconciliación y de esperanza.

Pero también de reflexión.

Hay ciertamente alegría en diciembre y un halo especial de buena voluntad el día 24 hasta culminar con la reunión familiar entre las gracias de los más pequeños.

Hay alegría en los rostros y alegría en los corazones.

Una alegría, sin embargo, a la que muchos no tienen acceso, porque no hay para ellos ni regalos, ni cenas de Nochebuena y, a veces, ni una sonrisa, pues como en la tradicional estampa de la Sagrada Familia, ellos tampoco encuentran posada en ninguna parte.

Seres de carne y hueso, pero también de un gran espíritu fraternal, viven el contraste de estar lejos de su tierra y de su hogar frente a quienes gozan con el oropel de lo pasajero sin ver que así resaltan más las carencias, las necesidades y las penas de aquellos que pasan el 25 de diciembre como cualquier otro día.

Es que somos muy dados a deslumbrarnos por la alegría exterior, por las luces multicolores, por las tarjetas impresas con las frases más rutinarias, por las envolturas de los regalos, por las fachadas de los escaparates, por la fantasía de ese mítico personaje llamado Santa Clós.

Pero la Navidad es más que eso, porque la Navidad es de todos y para todos. Porque Dios es de todos.

La Navidad revive precisamente el nacimiento de Dios hecho hombre. Somos, por tanto, responsables de la Navidad de nuestros prójimos para regalarles cuando menos una atención solícita o estrechar su mano con un cálido saludo.

Para una Navidad realmente grande sobran el pavo, el árbol, los juguetes y la fiesta multicolor con música y piñatas.

Lo que había que hacer para que fuera grande y lo hizo Aquel que debía hacerlo en Belén, hace más de 20 siglos.

Y ese gran regalo que se nos dio a todo mundo en la primera Navidad ni siquiera estaba envuelto en papel brilloso, sino en modesta paja en un humilde pesebre.

En Navidad no se puede –ni se debe– ser indiferente ante el que siente el mordisco de la soledad y el abandono, ni el egoísmo ha de llevarnos a pensar sólo en lo nuestro.

Porque la Navidad es de todos.

Y algo tenemos que hacer para alegrar al triste, para llevar consuelo al que está esposado a una cama por su enfermedad, para tender la mano al jefe de familia que no encuentra trabajo o al que no recibe remuneración extra en estas fechas… para compartir unas monedas con el chiquillo que extiende su bote como alcancía y que es arrastrado por la cruel vorágine de la vida.

Nuestra Navidad no puede ser feliz ni completa si no les dedicamos a ellos una sonrisa o un pensamiento. O si traducimos esta gran fiesta espiritual en algo rústicamente material y soflamero.

La Navidad es, espiritualmente, de todos. De los que tienen para un pinito y foquitos centelleantes. Y de los que no tienen más que una casita de cartón y a veces sin luz eléctrica. De los que el 24 están rodeados de los suyos y de los que tienen a sus seres queridos geográficamente muy lejos, aunque tan cerca de su corazón.

Navidad es la fiesta de la alegría, y nadie tiene por qué andar con escrúpulos de conciencia para pasarla bien.

Pero acordémonos en nuestras oraciones de los que no tienen una Navidad material o cálida como nosotros.

Sólo entonces no podrá sonar tan hueca la expresión de moda: ¡FELIZ NAVIDAD!

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