Héctor llamó a un amigo notario público para dictarle su testamento. Quería dejar todo en orden antes de morir. No tenía dudas que sería parte de la fatal estadística del Covid en Nuevo León. Era principios de julio y sentía que sus pulmones iban a colapsar de un momento a otro.
Días antes, el 21 de junio, junto con su esposa tomó un avión a un destino turístico de México para tomarse un descanso. Ambos estaban vacunados con una dosis de Sinovac. Las campañas electorales habían terminado en medio de la pandemia y con las medidas sanitarias como letra muerta. Ganó su elección y, con mayor razón, había motivos suficientes para irse a descansar.
Pero el gusto para la pareja duró muy poco. Sus planes se derrumbaron y empezó la pesadilla. Para el 24 de junio su esposa tenía una fiebre de 40 grados y decidieron meterse a la alberca privada de su habitación para bajar la temperatura que no cedió.
Apenas se asomó el sol, decidieron acudir a un laboratorio para realizarse la prueba Covid que resultó positiva en ambos. ¿Qué vamos a hacer?, se preguntaron. Bahías de Huatulco, Oaxaca, es un punto recreativo ubicado en el Pacífico mexicano con más turistas nacionales y extranjeros que hospitales y áreas Covid.
Entre el 22 y 23 de junio la pareja decidió encerrarse en la habitación del hotel con medicamentos recetados. Sabían que eran agentes de contagio.
Entre llamadas a sus hijos, doctores y familiares tomaron una decisión: “Volar a Monterrey porque no queremos morir aquí”. De seguir allá la única posibilidad de tener atención médica adecuada estaba a 250 kilómetros en la capital de Oaxaca.
Los tres días dentro del hotel no tuvieron contacto con nadie. Los alimentos los pedían al cuarto y rociaban con sanitizantes charola, platos, vasos y utensilios antes de dejarlos afuera en el pasillo. El aseo lo hacían ellos mismos. Cualquiera diría que eran unos recién casados con el letrero en la puerta de “no molestar”.
“En nuestros planes no estaba morirnos allá”, sentenció Héctor. Por la alta temperatura de su esposa que no cedía, la fatiga y problemas para respirar, entre otros síntomas del Covid, decidieron rentar una avioneta-ambulancia para volver a su residencia en Ciudad Guadalupe.
En la recepción del hotel Héctor se disculpó. Y dijo que suspendían las vacaciones pues tenía que atender asuntos urgentes de trabajo. En el cuarto dejaron un recado para que desinfectaran cada rincón. La pareja tenía el remordimiento de haber contagiado a otras personas porque habían viajado en un vuelo comercial con escala en la Ciudad de México y destino final Huatulco.
“Estábamos asintomáticos ese 21 de junio. Sanos totalmente. Pero nos preocupaba que los dos vuelos iban llenos y habíamos desayunado en un restaurante en el aeropuerto donde tocamos mesas, sillas, cucharas, tenedores y otros objetos y otras superficies. Sentíamos remordimiento”, dice Héctor.
Los dos pasajeros y el piloto extremaron las medidas de protección con trajes tipo astronautas. Su esposa era la más grave. Él todavía no mostraba los primeros síntomas severos hasta la noche del 24 de junio en su casa de Guadalupe, cuando su esposa mejoraba su salud.
El pasado lunes 19 de julio, tras los peores 25 días que ha vivido en su vida -me aseguró-, pude verlo en persona en un restaurante de Guadalupe donde acostumbramos desayunar. Se veía más delgado, pero había recuperado su voz. Antes supe de su gravedad por mensajes de WhatsApp.
Una semana antes me atreví a marcarle a su celular y juro que la voz que me respondió no era la de él. El Covid había dañado sus cuerdas vocales, aunque no estuvo hospitalizado.
“Si muero me moriré en mi casa, no en un hospital”, me aclaró. Héctor tiene un seguro de gastos médicos mayores y tuvo la posibilidad de ser internado en el Hospital San José o Muguerza, pero tenía miedo de ser intubado. Su esposa era quien lo atendió las 24 horas como él lo hizo con ella. Los papeles se habían invertido.
Los peores días de Héctor fueron entre tanques de oxígeno (dos diarios), pastillas e inyecciones para aumentar la oxigenación y reducir la sangre de los pulmones. Se puso en manos de los médicos de la Clínica Municipal de Guadalupe que atiende a los trabajadores y a sus familias. Héctor es su líder sindical.
Fueron dos días cuando estuvo seguro que iba a morir y quería dejar todo en regla. Sus pulmones parecían que le estallarían. No quería dejarle pendientes a su esposa y sus hijos. Por eso quiso dictar su testamento.
A su casa llegó dos tardes un asistente del notario público. Asustado entraba y salía. Se veía en su cara. Héctor estaba en un cuarto y se comunicaban a través de una ventana. Estaba muy débil y sentía que se moría. Con ayuda del tanque oxígeno pudo terminar la lectura de su testamento. Ahora se podía ir tranquilo cuando Dios lo dispusiera. Pero la muerte tomó otros caminos. La peor crisis de su salud había pasado.
“¡Vayan a su casa y llévenle dos tanques de oxígeno, a la brevedad!”, ordena a través de su celular. Me entera que 35 trabajadores del sindicato de Guadalupe tienen Covid cuando semanas atrás registraban cero casos.
“Ha sido una gran lección de ver de cerca la muerte lo que nos pasó. Siempre he estado atento a la salud de los trabajadores del municipio y de sus familias, pero ahora será mi principal prioridad”, reflexiona.
A sus 57 años quiere viajar más con su esposa, ver crecer a sus hijos y convivir con los amigos. Por lo pronto volverá a jurar como diputado local el primer día de septiembre próximo.
Héctor García también quiere ser parte de la comisión de Salud de la próxima legislatura. Razones tiene de sobra.