
A 50 años de aquel acontecimiento, uno de los pocos periodistas testigos de la muerte de Ernesto Guevara hizo un relato detallado de cuando el Ejército Boliviano trasladó el cuerpo del revolucionario de origen argentino hasta un poblado cercano a una zona infestada por guerrilleros bajo el liderazgo del Che. Antes que cualquier medio mexicano, Hora Cero publica de nueva cuenta esta crónica en exclusiva, con la autorización del editor del periódico The Guardian.
En 1967, hace casi cuarenta años, yo estaba radicando en Santiago de Chile, trabajando en la Universidad de Chile y, al mismo tiempo, escribiendo para The Guardian de Londres. En enero de aquel año, a través de amigos en la izquierda chilena, recibí noticias de que el Che Guevara estaba en Bolivia, y en marzo ocurrió el primer brote de la guerrilla. En abril varios periodistas llegaban al campamento de Ñancahuazú, cerca de la ciudad petrolera de Camiri. Un pequeño grupo salió de la guerrilla en este mes y fueron capturados y llevados hacia Camiri -un grupo que incluyó al francés Regis Debray-. Al mismo tiempo, en La Habana, salió el último escrito del Che: un folleto quse se llamaba “Crear dos, tres… muchos Vietnam”, una llamada a la lucha para la izquierda internacional.
Decidí que sería interesante irme a Bolivia para descubrir si Bolivia era realmente un lugar propício para iniciar una segunda guerra de Vietnam. Había muy pocas noticias saliendo internacionalmente sobre la guerrilla en Bolivia. Entonces, en agosto salí de Chile en el tren transandino, que salió del puerto chileno de Antofagasta hasta La Paz, la capital de Bolivia.
El país ya estaba bajo una dictadura militar, encabezada por el General René Barrientos, un Oficial de la Fuerza Aérea que subió al poder dos años antes. Con la llegada de las guerrillas, Bolivia estaba ya bajo la ley marcial. A la salida de todas las ciudades había puntos de revisión custodiados por un pelotón militar.
Yo tomé todas las precauciones necesarias; llegué por tren para evitar los aeropuertos que estaban más vigilados, y corté mi barba porque cualquier barbudo estaba bajo sospecha. Mi idea fue viajar por el país como turista, sin registrarme como corresponsal extranjero, pero eso fue difícil; era imposible viajar fuera de las ciudades sin el permiso escrito del Comandante en Jefe, General Alfredo Ovando, más tarde convertido en presidente.
Entonces fui a registrarme en La Paz con otros periodistas extranjeros, incluyendo un amigo del Times, de Londres. El me dijo un día que había algo raro con un periodista de Dinamarca. Este danés estaba trabajando en el télex dos horas diarias, enviando todo el material que salió en los diarios de La Paz hacia Dinamarca. “¿Hay tanto interés danés en los asuntos de Bolivia?”, preguntó mi amigo con gran sorpresa. Yo también estaba sorprendido pero descubrí eventualmente que el danés fue un distinguido corresponsal izquierdista que estaba mandando noticias para la agencia Prensa Latina de La Habana ¡a través de Dinamarca!
Entonces viajé durante varias semanas a través del país para averiguar cuál fue la situación, para investigar si Bolivia estaba viviendo realmente una época pre revolucionaria; visité las minas de Oruro, Siglo Veinte y Potosí -todas bajo control militar- con militares con fusiles a la entrada de cada mina. Ya los dirigentes sindicales estaban todos presos y los mineros mismos tenían mucho miedo de hablar.
También traté de averiguar cuál fue la situación del campesinado. Bolivia había experimentado una revolución ya unos quince años antes, con una reforma agraria que llegó a muchos lugares del país, pero no todos los campesinos estaban contentos. Viajé con un equipo de expertos agrarios de las Naciones Unidas a través del Altiplano, bajando hasta Tarija, donde descubrimos que muchos campesinos se estaban quejando, diciendo que muchos terratenientes habían vuelto para recobrar sus tierras.
Volví a La Paz para hablar con el embajador de Estados Unidos, un tal Douglas Henderson. El había leído la carta del Che al Tricontinental, que hablaba de la necesidad de crear otro Vietnam, y me dijo que Estados Unidos estaba ayudando a la tropa boliviana con entrenadores, pero en la realidad no había ninguna posibilidad de enviar tropas norteamericanas para luchar en Bolivia, como en Vietnam.
A fines de agosto llegué a Camiri y entrevisté a Regis Debray, quien fue encarcelado en un casino militar. También conversé con los militares de la Cuarta Division del Ejército, quienes dijeron que la guerrilla del Che ya se había movido hacia el norte, al oeste del camino hacia Santa Cruz. Para averiguar lo que estaba pasando sería necesario ir a Vallegrande, el campamento principal de las fuerzas antiguerrilleras de la Octava División.
En septiembre llegué a Vallegrande y hablé con el Jefe Principal, un Coronel que se llamaba Joaquín Zenteno Anaya -asesinado años más tarde en Europa-. Dijo que el grupo del Che ya estaba en una zona muy restringida y sería muy difícil para ellos escapar. Me contó cómo las guerrillas habían sido cercadas, sólo existía una posibilidad de escapar por uno de los costados; el Ejercito había estacionado soldados disfrazados de campesinos que rápidamente darían la alarma en caso de que los guerrilleros pasaran por el lugar. Las declaraciones de los habitantes de un caserío visitado por los guerrilleros unos días antes, y también de dos guerrilleros capturados que yo entrevisté, no dejaban dudas de que el jefe de esta banda cercada era el Che. “Dentro de unas semanas habrá noticias”, me dijo el Coronel Zenteno.
Volví de Vallegrande hacia Santa Cruz, la capital de la zona oriental de Bolivia, y fui a visitar el campamento militar de las “Fuerzas Especiales” de Estados Unidos. Había como veinte especialistas norteamericanos radicados en un azucarero abandonado, con todas las facilidades de microondas para comunicarse con Vallegrande y la zona guerrillera, y también con el comando principal de los Yanquis en Panamá –en la Zona del Canal, propiedad del Pentágono-. Fui recibido por el Mayor Roberto “Pappy” Shelton y me contó cómo ellos recién habían terminado de entrenar seiscientos “Rangers” -de la tropa boliviana- que salieron para la zona guerrillera de Vallegrande.
Unos días después, en la noche del domingo 9 de octubre de 1967, me pa-seaba con un amigo por la Plaza Principal de Santa Cruz cuando un hombre nos hizo señas para que nos acercáramos a su mesa de un café. Fue uno de los militares norteamericanos que conocimos en la base de La Esperanza.
“Les tengo noticias”, nos dijo. “¿Del Che?”, preguntamos nosotros, ya que la posible captura del Che nos tenía preocupados desde unas semanas atrás.
“El Che ha sido capturado”, nos dijo nuestro informante. “Se haya gravemente herido. Es posible que no pase de esta noche. Los demás guerrilleros están luchando encarnizadamente para recuperarlo y el Comandante de la companía ha solicitado por radio un helicóptero para poder retirarlo de allí”.
El Comandante estaba tan agitado que apenas se le entendía. Los que lo escuchaban sólo lograban captar: “¡Lo tenemos, lo tenemos!”.
Nuestro informante militar nos sugirió que rentáramos un helicóptero para volar inmediatamente a la zona guerrillera. No sabía si el Che estaba vivo o muerto, pero creía que había muy pocas probabilidades de que sobreviviese por mucho tiempo. No teníamos dinero para arrendar un helicóptero, aun en el caso de haber uno disponible. Eran las ocho y treinta de la noche y no fue posible volar a esa hora, así que rentamos un jeep y partimos a las cuatro de la madrugada del lunes 9 de octubre hacia Vallegrande.
Llegamos allí luego de un viaje de cinco horas y media. Los militares no nos permitían ir más allá, hacia La Higuera, y nos fuimos directamente al campo de aviación, una pista bastante primitiva. La mitad del pueblo, al parecer, se había congregado en ese sitio para esperar, igual los escolares en sus uniformes blancos y los fotógrafos aficionados. Los habitantes de Vallegrande ya se habían acostumbrado a las idas y venidas de los militares.
Los más excitados entre la multitud eran los niños. Señalaban -brincando y saltando- hacia el horizonte. Pasados unos instantes apareció un puntito en el cielo que, luego, tomó forma de un helicóptero que llevaba en las barandillas de aterrizaje los cuerpos de dos soldados muertos. Los desamarraron y los echaron, sin gran ceremonia, en un camión para acarrearlos al pueblo.
Pero mientras la multitud se dispersaba, nos quedamos para fotografiar los cajones de napalm propocionados por el Ejército Brasileño, diseminados por la periferia del campo de aterrizaje. Con un teleobjetivo fotografiamos a un hombre con uniforme verde olivo, sin insignias militares, que se había identificado como agente de la CIA.
Esta osadía de parte de los periodistas extranjeros –porque fuimos los primeros en llegar a Vallegrande, adelantándonos a los demás en veinticuatro horas– fue mal recibida, y el agente de la CIA junto con algunos oficiales bolivianos trataron de hacernos expulsar del pueblo. Pero teníamos credenciales suficientes para demostrar que éramos periodistas auténticos, así es que después de una larga discusión nos permitieron quedarnos.
El único y solitario helicóptero después voló hacía la zona del combate, a unos treinta kilómetros al sudoeste, llevando al Coronel Zenteno. Poco después de la una de la tarde volvió con el Coronel triunfante, que apenas si podía reprimir una amplia sonrisa de satisfacción.
El Che había muerto, anunció. Había visto el cadáver y no cabía ninguna duda. No parecía existir algún motivo para no creerle, y nos abalanzamos a la pequeña oficina de telégrafos y pusimos nuestros despachos dirigidos al mundo exterior en manos de un empleado alarmado e incrédulo. Ninguno de nosotros sentía mucha confianza de que llegarían a su destino y así fue. Nunca llegaron.
Cuatro horas después, exactamente a las cinco de la tarde, volvió el helicóptero trayendo esta vez solamente un cuerpo pequeño amarrado a la barandilla exterior.
En lugar de aterrizar cerca de donde nos hallábamos, como lo había hecho en las otras ocasiones, se detuvo en medio del campo de aterrizaje, lejos de la mirada de los curiosos periodistas. Nos prohibieron pasar más allá del cordón de soldados. Pero muy rápidamente, allá a lo lejos, el cadáver fue cargado en un furgón Chevrolet que inició entonces una loca carrera por el campo de aterrizaje para luego alejarse.
Saltamos dentro de nuestro jeep que estaba por ahí cerca, y nuestro esforzado chofer comenzó a perseguirlo. Como a un kilómetro, ya dentro del pueblo, el Chevrolet viró bruscamente y entró en los terrenos del pequeño hospital del pueblo, y aunque los soldados intentaron cerrar los portones antes de que pudiéramos pasar, estábamos a tan poca distancia del furgón que no alcanzaron a hacerlo.
El Chevrolet subió por una escarpada pendiente y luego se dirigió, marcha atrás, hacia un pequeño cobertizo con techo de bambú y con un costado entero abierto a la intemperie. Saltamos del jeep y llegamos a la puerta trasera del furgón antes de que fuera abierta. Cuando al fin fue abierta violentamente, saltó hacia afuera el agente de la CIA, vociferando bastante inapropiadamente en inglés: “All right, let’s get the hell out of here”. (“Está bien, vámonos al diablo de aquí”). Pobre hombre, no tenía porqué saber que había un periodista británico del otro lado de la puerta.
Dentro del furgón, en una camilla, yacía el cuerpo del Che. Desde el primer momento no me cupo ninguna duda de que era él. Lo había visto en una ocasión hacía casi exactamente cuatro años antes en La Habana, y no era una persona para olvidar con facilidad. No cabía duda de que era Guevara. Cuando sacaron el cuerpo y lo instalaron en un mesón improvisado dentro del cobertizo, que en otros tiempos sería de lavandería, tuve la certeza de que Guevara estaba muerto.
La forma de la barba, los rasgos de la cara y los largos y abundantes cabellos eran inconfundibles. Vestía un uniforme de combate verde olivo y una chaqueta de cremallera, calcetines de un verde desteñido y mocasines que al parecer eran de fabricación casera. Como estaba totalmente vestido, era difícil determinar en dónde había sido herido. Tenía dos orificios visibles en la base del cuello y más tarde, mientras limpiaban su cuerpo, le vi otra herida en el estómago. No hay dudas de que tenía heridas en las piernas y cerca del corazón, pero yo no las vi.
Los dos médicos del hospital escarbaban las heridas del cuello, y mi primera impresión fue de que buscaban un proyectil, pero en realidad sólo hacían los preparativos para insertar el tubo que conduciria la formalina dentro del cadáver para conservarlo. Uno de los doctores comenzó a limpiar las manos ensangrentadas del guerrillero muerto. Fuera de esto, no había nada en torno del cuerpo que causara repugnancia. Se veía sorprendentemente vivo. Tenia los ojos abiertos y brillantes y cuando sacaron su brazo de la chaqueta lo hicieron sin ninguna dificultad. No creo hubiera muerto muchas horas antes. En ese entonces no pensé que lo habían matado después de su captura. Todos supimos que había muerto a causa de sus heridas y por falta de atención médica durante las primeras horas de aquel lunes en la mañana.
Las personas que rodeaban el cuerpo se veían más repulsivas que el muerto: una monja que no podía ocultar su sonrisa y a veces se reía abiertamente; los oficiales llegaban con sus costosos equipos fotográficos a tomar gráficas de la escena y, naturalmente, estaba el agente de la CIA. Este último parecía estar a cargo de toda la operacion y se ponía furioso cada vez que alguien apuntaba su máquina fotográfica hacía él. “¿De dónde viene?”, le preguntamos en inglés, agregando a modo de broma: “¿De Cuba? ¿De Puerto Rico?”. Pero no estaba para bromas y respondió secamente en inglés: “From nowhere” (“de ninguna parte”).
Más tarde se lo preguntamos nuevamente, pero esta vez contestó en español: “¿Qué dice?”, y fingió no comprender. Era un hombre bajo y fornido, de unos treinta y cinco años, ojos hundidos y pequeños. Era difícil precisar si era norteamericano o un exiliado cubano, porque hablaba inglés y español con igual fluidez y sin acento alguno. Se llamaba Gustavo Villoldo (disfrazado como Eduardo González) y vive todavía en Miami. Hice referencia a él en mi artículo para The Guardian de Londres, un año antes que fuera mencionado en la prensa de los Estados Unidos. Después de media hora nos retiramos para irnos otra vez hacía Santa Cruz para escribir y enviar las noticias. Ya era noche y llegamos en la madrugada del martes 10 de octubre. Tampoco había una oficina equipada adecuadamente. Entonces me fui en avión hacia La Paz. Mandé mi versión sobre la muerte del Che desde La Paz y se publicó en The Guardian en primera plana el día 11 de octubre. En el avión hacia La Paz me encontré con el Mayor “Pappy” Shelton, quien me dijo: “Misión cumplida”.