
Hace unos 40 años el maestro de periodismo Silvino Jaramillo (QEPD) nos platicó en clase acerca de su sección ‘Vuelta a la Manzana’, que tenía en el Periódico El Porvenir. Nos hizo ver que en la reporteada había que caminar, porque en esos andares uno descubría historias.
Y sí. En las cercanías de la Presidencia Municipal de Apodaca, a una cuadra de la bella parroquia San Francisco de Asís, en el 114 sur de la calle Morelos entre Matamoros e Hidalgo, hay una historia muy interesante. La Historia del profesor José Guadalupe López Pérez, quien a sus 93 años es un peluquero activo con 66 años en el oficio y un historial de “mil usos”: agricultor, ranchero, ‘mojado’, obrero, albañil y taxista.
En realidad no es profesor; de hecho fue analfabeta hasta alrededor de los 40 años, pero por su madurez, sus valores y su forma de ser, alguien comenzó a llamarlo profe desde hace muchos años, y se le quedó. Su esposa, QEPD, sí fue maestra normalista.
Don Lupe, como también le dicen a este buen hombre, nos recibe con cierta reserva en su negocio, Peluquería López, pues nota que este visitante, además de su calvicie, porta un escaso pelo casi rapa. Se intriga y saluda con un balbuceo.
-Sí, diga.
Al cabo de un intercambio de palabras en el lumbral del local, apenas si logro convencerlo de que su historia me interesa para contarla a los lectores de Hora Cero.
“Pero debe saber una cosa, yo no tengo una historia, tengo muchas, muchas historias. No sé si usted tenga tiempo”, dice mientras ofrece una antigua silla de madera y se pone cómodo en el sillón donde corta el pelo a sus clientes.
Parece estar en su trono. Se cruza de piernas con la facilidad que la hace un hombre de complexión regular, espigado y de 1.66 de estatura; porta una camiseta blanca y encima una bata de manga corta en color azul, pantalón negro y tenis del mismo color ‘Adidas’.
La tarde primaveral de entre semana es candente pero aún no tan agresiva. El abanico de pedestal que está en un rincón cercano a la ventana, el espacio despejado de la peluquería donde todo está en orden, tornan un ambiente apacible y cómplice para la charla.
Afuera hay bullicio en pleno centro apodaquense y en la Peluquería López, Don Lupe, lúcido a sus más de nueve décadas, lanza una red para atrapar con facilidad algunos recuerdos de hace montones de años, que nos comparte, ahora sí, con gusto.
Don Lupe vio su prima luz el 12 de diciembre de 1929 en un pueblo del municipio San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, y llegó a Apodaca allá por el año 1953, acompañando a unos tíos que vinieron a vivir a estas tierras.
Platica don Lupe que por cosas del destino de niño no pudo asistir a la escuela. Fue criado por sus abuelos y después se fue a vivir a casa de unos tíos que vivían en el pueblo donde nació, en Guanajuato, precisamente con quienes se vino a este pueblo, hoy ciudad.
Poco antes de llegar a Apodaca conoció en San Felipe a una joven mujer que le llamó la atención. Sus tíos le habían prestado una bodega a una familia para que viviera allí, y ahí estaba ella, una joven de unos 20 años.
“Hay tía, Porque es mi Dios tan ingrato… mira nomás lo que me pone enfrente”, le dijo a su familiar quien solo le respondió: “¡como serás malhora, Lupano!”
Guadalupe, al ver aquella joven en casa de sus tíos concluyó que era la novia de su primo hermano, por lo que se resignó a verla como tal.
Pero al paso de los días, cuando el entonces joven Guadalupe ya trabajaba ordeñando vacas en uno de los tantos establos que había en Apodaca, su tía le dijo que no fuera tan ingrato y que al menos le mandara una postal o una carta a la muchacha que conoció en su casa.
Sin haber ido a la escuela, Guadalupe conocía las letras, gracias a la ayuda de algunos amigos que en el camino lo instruyeron; no se sentía seguro para escribir una carta, pero con la ayuda de un compañero del establo, logró hacerla y plasmar palabras de amor.
Aquello tuvo efecto y meses después ya estaba casado con la maestra, quien con cariño y amor le propone darle clases, pero él prefiere ser autodidacta y aprender por su cuenta.
Por allá en San Felipe Torres Mochas, Guadalupe López aprendió montar a caballo desde niño, así como las labores de vaquero, pastor y campesino.
“Yo le llevaba sal a las vacas, las ordeñaba, andaba mucho a caballo; me crié en rancho, en el campo, por eso cuando llego aquí a Apodaca me pongo a ordeñar vacas y también ando a caballo”, dice don Guadalupe mientras se entrelaza las sus manos.
Antes de iniciarse en la actividad del corte de cabello y rasura, aquel joven Guadalupe además de vaquero fue agricultor, albañil y trabajó por varias temporadas en la pizca de algodón y otros cultivos en diversos lugares de los Estados Unidos.
“¡Si le contará cuanta historias viví allá!. Anduve trabajando en La Mesa, Texas, en Colorado, Nuevo México, pueblos de Austin, Houston, Michigan, Florida. Muchas, muchas partes.
“Una vez me quede solo, chamaco yo. Solo en una casa lejana, entre la nada, puro monte; me dejaron con comida y todo, solo que cuidara la propiedad y checara que la gente que llegara ahí a cargar gasolina lo hiciera en orden; allí estuve como dos semanas y todo bien”.
En una de aquellas temporadas en que regresó a Apodaca, luego de andar de ‘mojado’ en la Unión Americana vio en el centro de Monterrey una ilustración donde aparecía un peluquero en plena acción. La mano izquierda sujetando con tino el pelo de un niño, con la diestra a punto de meterle tijera, la punta de la legua de fuera, sujetándola con los dientes, inclinado como banderillero y bastante concentrado en su faena.
Aquello fue un mensaje para José Guadalupe. Iba con su amigo William, con quien solía viajar a los Estados Unidos a trabajar. Le pidió que lo esperara porque tenía que pedir informes para alistarse en la escuela de corte de pelo.
Su amigo William pensó que aquello era solo una ocurrencia, pero José Guadalupe estaba a punto de encontrar su oficio, que aunque lo ha combinado con otros, sería la base de sus ingresos hasta la vejez.
El profe Guadalupe recuerda que al aprender el oficio de peluquero consiguió un trabajo en el Centro de Monterrey, donde laboraba de lunes a viernes, mientras que en su peluquería del Centro de Apodaca lo hacía sábado y domingo, de sol a sol.
Fue en el año de 1957 cuando abrió las puertas del negocio. José Guadalupe lo recuerda bien porque fue el año en que falleció en un accidente aéreo el actor y cantante Pedro Infante y también el año en que se coronaron con juego perfecto Los Pequeños Gigantes de Monterrey, los niños de la Liga Pequeña Industrial que obtuvieron el campeonato de Ligas Pequeñas de Williamsport, Pensilvania.
El profe también se acuerda que cuando su amigo William lo vio empezando su capacitación en el corte de pelo le dijo en tono molesto que si se quedaba allí y dejaba de ir a trabajar a los Estados Unidos, solo se haría pendejo, y perdería muchos dólares.
“Luego mi amigo aquel regresó y fue a verme a mi peluquería. ‘¿Qué pasó me dijo, ya regresé; mira que me fue rebien, me traje 200 dólares, estuvo buena la cosecha, ¿y tu?’. ‘Pues aquí está tu pendejo’ y saqué de la bolsa del pantalón un puño de billetes de peso y de 5 pesos.
“Y me dice, eso ¿de cuántos días es? Es de lo que va del día, eran como las tres de la tarde y todavía me faltaban cuatro horas. Ya no me dijo nada”.
Pero el destino llevó al profe Guadalupe a combinar su oficio de peluquero con el de taxista. Un día quedo impactado al ver en una maderería un auto Chevrolet Bel Air modelo 1955. Le gustó tanto que en lugar de comprar madera para hacer unas repisas para la peluquería, porque también le hacía a la carpintería- le dijo al maderero que le gustaba el vehículo.
Aquel comerciante de madera, que ya le conocía y le tenía confianza, le dijo que sin problema le podría vender un auto mejor que ese, que ya no servía, ‘y lo mejor es que te lo puedo dar en abonos, y tu me dices cuánto me puedes dar’, le hizo ver.
Y así, casi por accidente José Guadalupe, entonces aún veinteañero, adquirió un auto, aun sin saber manejar. Tuvo que buscar en Apodaca a un mecánico y a un taxista para que le ayudaran a llevar el coche hasta su casa.
Todos rieron al darse cuenta que ni enganche había dado José Guadalupe por el carro, y que además no sabía conducir.
Durante los próximos días el mecánico le explicó cómo funcionaba básicamente el vehículo y en sus horas libres, José Guadalupe comenzó a practicar por las tranquilas calles del entonces pequeño casco municipal de Apodaca.
En una ocasión el entonces jefe de Tránsito, que era su cliente en la peluquería, le preguntó al peluquero si aquel coche era de su propiedad. Tras confirmarle que era el dueño, el jefe de la corporación le advirtió que las placas estaban vencidas y se fue.
Media hora después, Don Juanito, el jefe de Tránsito regresó y le pidió un desarmador. El siguió cortando pelo, pero su ayudante le dijo que el uniformado le estaba quitando las placas a su vehículo y llevaba otro juego, que enseguida se las puso.
Extrañado José Guadalupe le preguntó al jefe de Tránsito que de parte de quien le llegaron aquellas placas, y aquel le contestó que él solo fue el alcahuete, pero que el padrino había sido el alcalde.
Don José Guadalupe López no recuerda si por aquellos días estaba de alcalde en Apodaca Juan Lozano Lozano o Lombardo Guajardo Zambrano.
El peluquero no pudo objetar el regalo, máxime que se trataba de un juego de placas de alquiler. Y de la noche a la mañana, sin saber conducir del todo, se convirtió en taxista, pues una mujer le pidió de favor que la llevara al aeropuerto.
Le cobró 10 pesos de aquellos. Y justo cuando se aprestaba a abandonar el aeropuerto, un hombre le pidió que detuviera la marcha, y tras una breve entrevista le hizo ver que lo necesitaba esa misma noche, por ahí de las 9, porque con la flotilla de taxis que había ahí no se daban abasto con los pasajeros.
Era el gerente de la línea de taxis del aeropuerto que lo estaba habilitando como taxista. No le dijo que carecía de experiencia en el volante y a la hora acordada ahí estaba, doblando turno, luego de haber cortado pelo todo el día, en compañía de un peluquero ayudante.
Aquella noche le tocó echar a José Guadalupe dos vueltas en carreras colectivas, obteniendo una buena ganancia. Entonces el gerente le hizo ver que lo iba a necesitar más, porque en forma continua llegaban pasajeros que iba a ciudades de otros estados como Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas y a Estados Unidos, y muchos taxistas del gremio no querían salir fuera.
Y así se la pasó por un largo tiempo, como taxista en carreras foráneas y peluquero, dejando el negocio por lapsos a su ayudante, mientras iba y venía a los viajes fuera de la ciudad.
Si bien, el profe Guadalupe comenzó con autos viejos, para los años 70 comenzó a adquirir autos de agencia en abonos. En total, con el paso de los años compró seis, de uno en uno en un lapso de unos 20 años, y así como trabajó en los campos de cultivos en la unión americana, también lo hizo coma taxista, desde el aeropuerto de Apodaca.
Con ambos negocios, José Guadalupe prosperó, compró la casa donde vivió con su familia, seis hijos y un nieto al que mantuvo, y su esposa maestra.
A todos les dio estudio, aunque solo cuatro de ellos se encaminaron por carreras técnicas y profesionales, y tres de ellos optaron por trabajar en fábricas y negocios.
A lo largo de su vida como peluquero, José Guadalupe dice que ha atendido a la mayoría de los alcaldes de Apodaca y algunos de la región, entre los años 60 y la actualidad. En sus días de apogeo su local solía estar lleno, con clientes del municipio y de poblaciones como Santa Rosa, Pesquería, Agua Fría, San Miguel, La Encarnación, Huinalá, Mezquital, y hasta de Higueras y Zuazua.
Cuando la pandemia por Covid-19 tuvo que dejar de trabajar una prolongada temporada, por seguridad, pero como el deber lo llama, actualmente está de nuevo atendiendo su legendaria peluquería.
Ya son 66 años cortando pelo y haciendo barba y bigote. Sus hijos se oponen a que trabaje, pues afirman que no tiene necesidad, pero él los ignora.
Arquea sus cejas canas y estira su bigote blanco al sonreír de oreja a oreja y advierte que por lo pronto piensa seguir trabajando. “¿Hasta cuándo?, solo Dios sabe, porque él me ha dado la oportunidad de hacer muchas cosas, y como me va bien, la paso bien, pues aquí seguiré”.
-Oiga, estuvo buena la plática, verdad”, -pregunta ahora el decano de los peluqueros interrogando al reportero, quien aún asombrado le estrecha la mano.
“Buenísima le digo”.
Y vuelve a sonreír.