No todo es seco y desesperanzado en San Luis de la Paz. Tiene también aires de pueblo vivo. Un poco desenfadado, el lugar despierta tarde. Las calles y callejones se ven lavados entrada la mañana, inundando con el olor a tierra mojada el nuevo día. La mayor actividad matutina sucede como a las ocho de la mañana, cuando hombres y mujeres acuden al trabajo, y los niños, tomados de la mano de sus madres, se dirigen a la escuela. Se puede escuchar el andar de las bicicletas, intercaladas con el sonido de las campanadas que invitan a los fieles a misa. El mercado Hidalgo se llena de colores, y una fiesta de olores y sabores se sucede. En las calles, los perros juguetean felices.
La rosada plaza principal, hecha toda de cantera, con su kiosko central y sus múltiples bancas, rodeadas de frondosos árboles y alegres flores, comienza a recibir gente. Junto a la iglesia, adornada por los rayos del astro rey, ya se sirven gorditas y tamales, los primeros del día.
Nuevamente, las bicicletas recorren la plazuela, los más viejos se sientan en las bancas con gelatinas y nieves, y los más jóvenes, toman la ruta que los lleva hacia la alameda, a la cual se llega por una larga calleja empedrada. Es un oasis en el desierto.
Con sus fuentes, sus altísimos árboles, las cómodas bancas, el trinar de los pajarillos, y todo su verdor, la alameda es un lugar inolvidable. Los más deportistas salen a ejercitarse, los canófilos encuentran lugar para pasear a sus mascotas, y los glotones pueden sentarse apaciblemente a comer las moras que ahí, generosa, la madre naturaleza les ofrece. El tiempo se detiene, la aridez de los ejidos vecinos parece no alcanzarla.
En los alrededores, casonas con fuentes adornan las calles, y los callejones invitan a perderse en ellos. El sol recorre el cielo y cae la tarde; luego el anochecer, gentil, trae consigo la brisa nocturna. Las mujeres comienzan a tortear gorditas, las últimas del día.
Otra desbandada de olores ocurre: migaditas, chicharrón, rajas con queso, chocolates y atoles se hacen presentes. Después de la opípara cena, San Luis, cobijado por sus colinas, se prepara para dormir. Los pobladores van a casa, los pájaros callan, y un cielo estrellado y limpio se deja ver. Es momento de soñar.