El ruidoso sonido del camión repartidor de gas le avisa que está amaneciendo. Puntuales, como todos los días, sus ojos abren a las siete de la mañana, más lo único que ven son inmensas nubes grises.
Así lo describe este joven de 28 años, quien desde que era niño comenzó a sufrir problemas de la vista, que paulatinamente lo llevaron a perderla. A partir de entonces su vida ha sido como el color que nubla sus ojos…
En su recámara ya sabe cómo están acomodadas todas las cosas: su ropa, sus zapatos, sus oscuras gafas y la cajita de dulces que sale a vender todos los días a las calles de la ciudad.
Se trata de Rubén Carrizales Torres, quien es nativo de Cerritos, San Luis Potosí, pero que reside en Reynosa desde los dos años de edad. Cordial acepta explicar cuál es el problema que lo aqueja. Desprendimiento de retina, aduce.
Sus zancadas son seguras, literalmente parece ya haberle tomado práctica a la andada a ciegas. Con el alegre canto de los pájaros que llenan su vivienda, ubicada en la colonia Industrial –junto al canal Anzaldúas–, este joven de ligero aspecto despide a su madre de un beso y va en pos de una vida, que aunque confusa, lleva pasos seguros.
Luego se dirige al CRI del DIF (Sistema de Desarrollo Integral de la Familia), donde personas como él reciben atención psicológica, adiestramiento y compañía. El motor que lo impulsa son sus amigos, con quienes se identifica y charla amenamente.
A unas cuadras de su hogar toma la pesera, la cual lo deja a pocas manzanas del Centro de Rehabilitación Integral, al que no falta ni una vez y donde es apreciado por el personal que adentro labora.
Pasado el mediodía y culminadas las terapias, este ejemplar invidente retorna a la vía pública armado solamente de su báculo de aluminio, de su mochila y de su inseparable cajita con golosinas.
El calor lo sofoca, pero ya conoce el sendero hacia el “Seven”, como él le denomina a una tienda de autoservicio. Cuenta los pasos y atraviesa los pasillos hasta toparse de frente con los enfriadores que contienen la bebida de su preferencia: un refresco de cola, posteriormente coge un pan.
Pagados los productos, Rubén retoma su cotidiano recorrido hasta los primeros cuadros de la ciudad, al tiempo que ofrece sus dulces.
La gente apenas le voltea a ver mientras transita el barrio de la Plaza de Toros, abatido de drogadicción y pobreza. Una hora más tarde este incansable personaje con capacidades diferentes cruza la calle Aldama y se perfila hasta la calle Hidalgo.
Ahí, junto a un viejo edificio y una escuela, hace escala y vuelve a mostrar sus caramelos a los transeúntes. Sorprendentemente ninguno le hace caso: señoras madres de familia, trabajadores y estudiantes le sacan la vuelta, le ignoran.
Un inerte conductor que aguarda sobre su coche estacionado sólo lo observa, mas no se incomoda para comprarle un dulce.
Minuto a minuto Rubén continúa estoico, recargado sobre un viejo auto, intentando sin suerte que alguien se lleve una banderita de coco, una palanqueta o un corazón de leche por sólo 10 pesos.
Así, como él lo describe: marchitos son algunos de sus días en los que nadie le compra algo y vuelve a casa con las manos vacías, tras una ajetreada jornada.
Luego de permanecer seis horas de pie, desde que salió del CRI y se aparcó en algún rincón de Reynosa, finalmente decide emprender el camino de regreso, esperando después correr con mejor suerte.
UNA HUELLA DIFICIL DE BORRAR
Aunque ya pasaron varios años, para Rubén es imposible olvidar el día cuando empezó a perder uno de los más importantes sentidos para el ser humano, el de la vista.
Relata: “Desde que iba en la primaria este problema comenzó a mermarme, porque no me podía guiar o desplazar solo, pues chocaba con las cosas. Yo nací con la enfermedad”.
Para este hombre ciego, quien aseguró obtener “desde 150 a 200 pesos a la semana” en la venta de golosinas, ser independiente es un propósito que se ha trazado con perseverancia, dado que no quiere representar una carga para la única persona que de él se ha hecho responsable, su propia madre.
“Esa cantidad la utilizo nomás para mis peseras o por si se me antoja algo en la calle. Mi mamá es la que me mantiene, la que me compra ropa, la que me compra calzado y la que me hace comida. Acá por fuera yo nomás saco para moverme y para mi recarga del celular. Como quien dice no le pido a mamá y tampoco le quito”, indicó.
Aunque Rubén no es hijo único, afirma sentirse como si así lo fuera, pues su progenitora es la que sola lo ha sacado adelante. Lamenta que la familia se involucre poco cuando se tiene un pariente lisiado. Lo mismo sucede, agregó, con la sociedad en general, pues a sabiendas de su padecimiento algunos camioneros le cobran el pasaje y los peatones le quieren ganar el paso.
“Unos microbuseros me dicen así déjale… y otros sí te aceptan el dinero, pero yo sólo deseo que cuando vean a una persona que no solamente esté ciega, sino que tenga cualquier otro tipo de discapacidad la apoyen si está en sus manos, porque uno no sabe cuando pueda necesitar de los demás. Hay que echarnos la mano unos a otros, porque sí es muy difícil llevar una invalidez”, señaló.
Conforme avanza la tarde este educado invidente se mueve de lugar, buscando el bullicio de los caminantes, más ni así logra llamar su atención.
Sin perder la fe manifiesta que tiene dibujadas en la mente las calles por donde suele andar, ya que “sólo hay que ir contando las cuadras, saber las que se atraviesan y, por medio del tacto y del oído, sentir los postes y los carros que vienen”. Comentó que ha logrado desarrollar sus sentidos para sobrellevar su dificultad.
“RECORDAR ES SUFRIR”
Desde luego, para este comerciante de empañados ojos oscuros, una de las cosas que más extraña de su vida pasada es leer y escribir, montarse en una bicicleta y no preocuparse de caer en un lugar peligroso. Simplemente “ver las cosas tal como son con sus colores y texturas”. A 20 años de haberse quedado completamente ciego describe como se imagina el mundo en el que vive:
“Más problemático y más difícil para salir adelante. He notado que es cada vez más complicado que la gente te compre algo o te apoye. Desde un enfoque material los carros, las camionetas, las personas e incluso, el rostro de mi madre, me los figuro iguales a como eran antes”, reveló.
Vestido de celeste, Rubén cruza de acera para resguardarse bajo una sombra. Reposa y continúa la charla… De buen humor agrega que los colores que más le gustaría volver a mirar son precisamente el azul y el rojo, los mismos con los que está decorada su recámara.
“Todavía me acuerdo de ellos porque los viví y los vi al igual que los números y las letras”, especifica.
Más allá de relatar su historia, este personaje de las calles de Reynosa, dijo procurar que los demás se imaginen las cosas buenas y malas que experimentan los pacientes con ceguera, para no convertirlos en un objeto de desprecio.
“Quiero que sepan que como todas las personas tenemos sueños. A veces sueño como si mirara bien y en otras ocasiones no alcanzo a distinguir los rostros, pero sí sueño con los colores y sus paisajes.
“El sueño más bonito que he tenido últimamente es que estoy con las personas que me estiman y me quieren; que están alrededor y compartimos algo en ese momento, mientras que las pesadillas son de accidentes, que me ahogo, que me caigo en un pozo o que me atropellan. Es agobiante”, comparó.
Rubén admite que ha sentido miedo, pero es algo con lo que ha aprendido a coexistir, pues no es de las personas que se dejan vencer.
“Todos lo tenemos en su momento, pero ahorita la verdad ya no. Uno supera el temor para poder andar en las calles, porque existen muchos peligros. También le he perdido miedo a la muerte, porque no sabe uno donde va a quedar o si va a regresar a casa”, expresó.
DIAGNOSTICO CLINICO
Acerca de sus condiciones médicas y sobre la probabilidad de volver a ver este joven no se hace más ilusiones. Prefiere admitir su posición.
“Los doctores me dijeron que ya no tengo remedio, porque se me desprendieron las retinas y se me dañaron los nervios de los ojos, además de que me salieron cataratas. Me dicen que ya no se puede hacer nada. Lo que quiero es revisar como última opción lo que me digan otros especialistas para quitarme las dudas.
“Pero eso ya no me preocupa. Ya me adapté a este modo de vida y no me voy a ilusionar a ver cuando sé que eso es casi imposible. Simplemente tengo que echarle ganas y acoplarme a mi discapacidad”, añadió.
Hace 18 años exactos, Rubén fue intervenido quirúrgicamente para detenerle la progresión de su enfermedad. Por un espacio de una década logró mirar con enormes sacrificios, luego de las diversas operaciones, pero el ojo izquierdo fue el primero en claudicar y, de seis años a la fecha, el derecho corrió con la misma suerte.
“Todavía alcancé a utilizar lentes con fondo de botella. Recurría algunas veces a una lupa para poder leer algo que me interesaba. La verdad sí ha sido desesperante, mas ahorita ya no puedo decir que me deprimo como antes, porque he conocido a otras personas igual que yo.
“Uno no elige estar así y simplemente es algo que sucede, pero debemos demostrar que podemos salir adelante y que la vida no se acaba cuando se pierde la vista. Podemos hacer muchas cosas bonitas que a lo mejor una persona normal no se imagina. Valora uno más la vida y a quienes luchan por ti”, manifestó.
Después de un desgastante día Rubén por fin vuelve a su humilde hogar. Ingresa a la construcción como si realmente observara donde están las cosas, pues con ninguna se tropieza. Hambriento se conduce a la cocina, abre el refrigerador y extrae un recipiente de plástico, en el que su madre le dejó comida.
La vacía en una sartén, luego coge unos fósforos para encender la estufa. Pese a sufrir ceguera domina cada uno de sus movimientos. Al final toma un plato, una cuchara y se sirve un humeante fideo con papa, alimento que, acompañado con tortillas y agua natural, le sabe a “gloria”.
Sentado a la mesa Rubén come en medio de un terapéutico silencio. Confiesa que sin profesar una religión sí cree en los milagros. Tener un techo y qué llevarse a la boca es uno de ellos, considera.
Enseguida sale al patio para retomar su conversación. La vida para este hombre parece que no puede ser más complicada, pero aún así se mantiene firme, porque sabe que desde su oscuridad puede percibir otras cosas que comúnmente otros no notan.
“La gente normal es quizá la más ciega, porque no valora lo que tiene y no ve nada. Ve el mundo y no hace nada por lo que está viendo que está mal… Yo les pediría que nos apoyen no tanto de una forma económica, sino humanitaria, que cuando nos miren en la calle nos traten de ayudar, porque a veces las personas no son conscientes y nos quieren ganar el paso y nos andamos tropezando con ellas, porque no podemos esquivarlas”, explicó Rubén, quien tiene el deseo de formar “algún día” una familia propia, aunque acota que “eso hay que dejárselo al tiempo”.
Por lo pronto, se aferra a su único y fiel amigo, su cayado, que él mismo cataloga como sus “ojos”, porque sin éste no hace nada…
“El bastón me cuida abajo, de los pozos y los postes. Lamentablemente no me protege de lo que hay arriba, como los aires acondicionados, algunos anuncios, ventanas, árboles, cables que están colgando, pero si ahorita me lo quitan lloro, porque es mi única manera de cuidarme. Normalmente lo que hago es tentar el cordón de la banqueta, así me guío de un lado a otro”, ilustró.
Se calcula que como Rubén en México existen más de 500 mil personas invidentes, según el Inegi (Instituto Nacional de Estadística y Geografía).
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), las principales causas de la pérdida visual son las cataratas, el glaucoma, las opacidades corneales, la retinopatía diabética, el tracoma y las infecciones infantiles como la carencia de vitamina A. Tres cuartas partes de los casos son prevenibles y tratables. v