El vandalismo en las obras artísticas que se exponen en la calle no es un problema exclusivo de la capital de Nuevo León, sin embargo un reportero recorrió la Macroplaza, donde están distribuidas las esculturas de la muestra “Biofilia” para detectar si han sido respetadas por la ciudadanía.
La necesidad de mantenerme activo me llevaron a buscar historias en la zona centro de Monterrey.
Hace unos días y como parte del Festival Internacional de Santa Lucia (FISL), Las Artes Monterrey lanzó la exposición “Biofilia”, la cual cuenta con exposiciones artísticas repartidas estratégicamente en la Macroplaza.
Me sugirieron ir a observar si las obras se encontraban dañadas o vandalizadas pues en Monterrey se tiene esa mala costumbre.
La expresión más conocida en estos espacios es el grafiti. Mientras caminaba no dejaba de pensar en toda la descarga de enojo que sienten estas personas.
Están quienes por simple gusto o, por “hacer la maldad”, dejan su huella con pintura en aerosol.
Sin mentir, al escuchar la palabra biofilia lo primero que hice fue buscarla en Google, desconocía el término y descubrí que significaba “amor a la vida”. Deduje que este día se iba a tornar entretenido.
Decidí comenzar mi recorrido a las 11:00 horas por el Parque Hundido, donde capté la primer obra: “Memorial para hojas perdidas”, la cual es una instalación visual y sonora que asemeja las hojas secas que caen de los árboles, acompañado de campas que se activan con el viento. “Empezamos bien, ni un daño”, pensé.
Subí las escaleras y llegue a la fuente de Neptuno. La siguiente obra que encontré fue la “Red 360 Grados”, que pretende crear lazos de comunicación y recreación en una “cama” de cuerdas que asemeja una telaraña. Nada roto o desamarrado al interactuar en ella, bien ahí.
Caminé a las orillas del Teatro Municipal y noté unos paraguas –23 para ser exactos– colgados en los barandales, que representaban la activación denominada “Pastor de Sombras”.
A pesar de no estar disponible en esas horas, –dudo que alguien quiera hacer una exhibición con el calor de la ciudad- descubrí que se trata de una danza con sombrillas que pone en juego la imaginación del espectador.
Mi pendiente ahí era que no se robaran ninguno de estos instrumentos. Me quedé en que había 23 y espero el número no baje.
Crucé la calle y llegué al terreno de la Capilla Dulces Nombres, una explanada que se presta muy bien para atractivos visuales. Aquí contemplé tres muestras.
“Array 01” atrapó mi atención al instante: es una caja que sus partes se asemejan y cambian de tamaño a nivel gradual. En las noches se ilumina y permite a los espectadores interactuar y simular movimiento. Nada fuera de lugar y todo en orden, la racha se mantenía.
Sin embargo, el único inconveniente que hallé aquí no fue en la obra, sino en el informativo alado de esta. Tenía excremento de pájaro y pensé: “eso no se puede controlar, cuando te toca, te toca”.
La siguiente fue “Asta Banderas: Monumento a la Hospitalidad”, que homenajea al migrante que se aventura en condiciones precarias. Simboliza la tranquilidad internacional del emigrante a través de colgar ropa lavada en el asta.
Aquí si iba a estar muy difícil dejar un daño, incluso si alguien que necesitará la ropa que colgaba, tendría que haber escalado una altura considerable.
Para terminar con este cuadrante observé una gran obra amarilla con detalles en negro que fácilmente acaparaba la atención tanto de peatones como conductores. Tanto así que varias chicas se tomaban sus fotos para –quizás– compartirlas en sus redes sociales.
“El espacio que tenemos” se leía en su nombre. Dentro de ella estaba su mensaje: una exposición sonora que denota el espacio que nos queda para vivir y la inminente sensación de un advenimiento perjudicial.
Un mensaje bastante fuerte si se considera las travesías que el ser humano ha hecho para dejar a la población mundial en estas condiciones. Salí de la exhibición y parecía que –para mal– encontré algo.
Noté en la parte más alta un intento de grafiti. Lo vi fijamente y muy a fuerzas se veía. “Osado aquel que subió para dejar huella, un mal trabajo pero lo hizo”, pensé. Ni con toda la luz del mundo o el mejor zoom su “rayón” iba a ser trascendental.
Mi trayecto finalizó en la explanada del Palacio Municipal. El mural “Lophophora Williamsii Almaguerum”, -que se traduce a peyote en la lengua huichol– es un petroglifo que refleja en piedra lo que era esencial para el hombre: el sol, agua y las plantas.
A pesar de estar ubicado en una zona muy concurrida y ser hecha en blanco y negro, fue respetada. Mi fe en la humanidad retomaba fuerzas.
Al fin hallé lo que hizo valer la pena el camino: unos garabatos en la obra “Bráctea”, seis piezas verdes de acero al carbón que embonan entre sí, ubicada alado del kiosco de la plaza Zaragoza.
Unos dibujos que bien pudo haber hecho un niño de primaria, pero a fin de cuentas, el daño era evidente. Al menos no tuvieron la creatividad para dibujar algo más obsceno u ofensivo.
La última parada fue en la Catedral Metropolitana de Monterrey, donde se ubica la escultura “Kessler II” que hace alusión al estado actual de las telecomunicaciones y el intercambio de información.
Era impensable que algún desalineado profanara una obra a las afueras de una iglesia, pero por si las dudas hice el chequeo.
Concluí mi labor y pensé: “si alguien me hubiera dicho que en mi trabajo iba a revisar que no dañaran obras artísticas, no le creería en lo absoluto”.