
Aquel cinco de septiembre difícilmente se borrará de su memoria: Enrique despertó del que considera el peor día de su vida. Así lo describe este diseñador de profesión que entra a su trabajo a las nueve de la mañana y quien, por primera vez en tres o cuatro años, se levantó casi a las diez.
Se comunicó con su jefa de departamento para informarle que iba en camino; se había quedado dormido y pidió disculpas porque su celular simplemente no timbró.
De manera presurosa el joven empleado salió de ducharse. Mientras se estaba cambiando sonó el teléfono. Era un número que no conocía, pero la Lada se le hizo familiar –porque comenzaba con “899”–, siendo para él lo más normal contestar.
Al principio pensó se trataba de una broma, porque le dijeron –en un lenguaje soez– que se lo había –¡cargado la chingada!–, –¡Hasta aquí llegaste!– y cosas así, relata. Enrique se rió, porque imaginó que alguien estaba jugando, lo típico. Pero al otro lado de la bocina le dijeron que se callara, que esto era en serio y enseguida escuchó datos muy precisos de su vida cotidiana, su trabajo y familia. Cayó en cuenta que no era un juego cuando finalmente le dijeron que estaban afuera de su casa.
Enrique reaccionó y terminó de cambiarse, al tiempo que le indicaron si hacía todo lo que le pedían no le va a –pasar nada– y sobre todo a sus seres queridos. En ese momento sólo se encontraba, con su mamá en la casa, muerto de pánico de que pudieran entrar o esperarles.
MODUS OPERANDI
Sin el control de sus actos Enrique escuchó de sus interlocutores la orden de salir con mil pesos en la bolsa. Cuando les pidió la oportunidad de avisar que no iría a su trabajo le dijeron que no. Unicamente les urgía que saliera de su casa rumbo a un hotel a donde ellos llegarían y que más tarde una licenciada se entrevistaría con él.
Pidieron tenerle mucho respeto por ser –una mujer muy guapa–. Insistieron en que no le fuera a faltar ni con la mirada –por si iba escotada o en minifalda–. Los hombres al teléfono se identificaban como –comandantes–, recuerda Enrique, y se cambiaban la llamada entre los dos, uno intimidante en su forma de hablar, y luego le pasaban a alguien menos beligerante.
Antes de salir de su domicilio este diseñador le hizo señas a su madre para comunicarle la situación al teléfono, el cual alcanzó a ponerlo en altavoz. Con ademanes le dijo que se iba… y que de favor le avisara a uno de sus compañeros del trabajo lo que estaba pasando. Con un beso alcanzaron a despedirse mientras el joven no podía ocultar su miedo, dejando a su progenitora llorando y preocupada.
Le rogó que no se fuera, pero los hombres de la llamada le insistían que si no salía entonces irían por ella. Lo amenazaron, detalla, en que si escuchaban que decía algo ahí le colgaban y los iban a encontrar. Sabían dónde trabajaban y los tenían bien vigilados, refiere.
CON TEMBLOR Y ANGUSTIA
Titubeante, Enrique abrió la puerta de su casa sin despegar el teléfono de su oído. La orden fue directa: que jamás colgara y, además, llevara consigo el cargador de su celular.
Al llegar a su auto le dijeron que lo estaban viendo y lo mandaron manejando a una tienda de conveniencia cerca de su casa. Le pidieron bajarse a comprar –un par de sandwiches y dos botellas de agua Bonafont de un litro–, porque le especificaron la marca; que ahí mismo consiguiera el celular más barato y no se lo activaran.
Atemorizado el joven realizó la compra, se volvió a subir al carro y siguió hablando con ellos sin saber desde qué vehículo lo estaban observando. Al teléfono uno de los hombres le decía que no hablara con nadie más, porque en ese momento iban por mi mamá. –Porque no tarda en entrar a trabajar–, lo asustaban.
Después le pidieron que manejara sin parar. Cuando Enrique tomó un boulvard le ordenaron que activara el número. Cuenta que los datos que dio de alta fueron erróneos y considera que eso le ayudó después.
De una manera versada el joven manejó, al mismo tiempo que activó su nueva línea, pero como su teléfono era un “Smartphone”, maniobró para salirse de la llamada sin colgar, abrir su Facebook y comunicarse con un amigo y su madre.
Cuando sus plagiarios escucharon que el teléfono ya estaba habilitado le dijeron que entrara a un hotel cercano al Seguro Social, que le iban a estar esperando, mientras él, de una forma discreta, les avisaba a sus amigos la ubicación.
Al llegar al inmueble la lluvia se hizo presente, Enrique estalló en pánico y sin bajarse de su vehículo no logró meterse completamente al sitio donde lo citaron e intentando dar marcha atrás. Les dijo que no entraría porque tenía mucho miedo.
Pero menciona que ellos se irritaron y le dijeron que le –¡cargaría la chingada!, que lo iban a matar. Sin colgarles el teléfono se armó de valor y dio reversa para incorporarse nuevamente al boulevard.
EN MAL MOMENTO
Una noche antes su carro estaba fallando, así que cuando quiso acelerar para escapar, el coche volvió a calentarse. Fue cuando los hombres al teléfono le describieron ese pasaje, que estando en la gasolinería intentaron secuestrarlo, pero como los empleados se acercaron a ayudarle abortaron el intento. Si hubiera sido así, para su madre habría sido normal que no llegara un día a su casa a dormir, revela.
Enrique trató de manejar lo más lejos que pudo y arribó a un centro comercial, donde volvió a comunicarse con su progenitora y en las redes sociales dejó indicada su nueva ubicación y que puso las llaves en el tanque de la gasolina.
Pensó que si iban a plagiarlo al menos no le quitaran el vehículo para que lo vendieran y negociaran si era necesario. Confiesa el joven que infinidad de cosas pasaron por su mente.
Entonces agarró el teléfono que acababa de comprar, porque llevaba saldo, junto con su celular de siempre, sus cargadores y corrió. En el intento colgó la llamada y una camioneta le cerró el paso. Al esquivarla, espantado, trató de llegar a una tienda departamental, pero cuando iba a entrar se percató que uno de los civiles que estaban ahí parados era uno de los secuestradores, un hombre muy alto, robusto con unos 130 a 150 kilogramos de peso.
Enrique lo recuerda como una persona impresionantemente grande y cree que era quien le hablaba de un modo mesurado, porque se veía más recatado en sus modales, aseo y forma de vestir. Afirma que lucía una esclava y una cadena de oro, su barba estaba perfectamente afeitada y tenía un olor fragante.
Lo pescó del cuello con firmeza. A pesar de su 1.80 el joven secuestrado señala que no lo movió, y mientras mayor fuerza hacía él más le apretaba su cuello, sintiendo que le tronaría, por lo que optó en dejar de pelear.
Y en eso la camioneta, una Ram grande doble cabina, se acercó, abrió la puerta, Enrique vio una pistola apuntándole y le ordenaron que “sin hacerla de pedo” se subiera. Dio la casualidad que estaba lloviendo y prácticamente nadie estaba en el estacionamiento.
No podía creer lo que le estaba pasando. Arriba de la unidad se dio cuenta que viajaba con tres hombres, entre ellos el chofer, quien le apuntaba todo el tiempo y la persona que lo atrapó. Dos iban atrás con él.
Le mandaron mantenerse agachado, no ver al nivel de la ventana ni hacer ruidos, pero no pudo contenerse y les comentó que le había avisado a medio mundo de su captura, y ellos se enfurecieron, le preguntaron a quién le había
dicho, que para quién trabajaba o si tenía algún conecte. Empezaron a manejar muy desesperadamente, relata.
Antes de bajarse de su auto Enrique alcanzó a cambiar la contraseña del Facebook y borró las aplicaciones, porque –dice– sabía que era lo primero que iban a querer ver. Notó que sus captores podían ver lo que publicaba en el muro de la red social.
EN UN SITIO DESCONOCIDO
Como a los 20 o 30 minutos lo llevaron a un lugar solitario. Lo primero que vio fue una casa desolada. Se entraba por un portón chico y pasaba a un pasillo largo con cerca. La vivienda se encuentra al fondo.
Ahí lo metieron, no había gente ni muebles, especifica.
Lo llevaron a un cuarto completamente solo. Las ventanas estaban cubiertas, pero los escuchaba: empezaron a preguntarse a quién le había avisado. Nunca dijeron nombres, nada más “márcale a este wey”, repetían.
Y estaban molestos, como pensando que ya “la había cagado”.
La víctima nada vio cuando lo bajaron y no sabía dónde estaba, pero en un momento de lucidez se dio cuenta que todavía llevaba sus pertenencias, sus celulares, su cartera y le marcó a su novia.
Como habían peleado pensó que este problema era por su culpa. En ese momento Enrique desconfiaba de todo mundo, supuso que alguien lo había mandado a golpear y esto se había salido de control. Desesperado le pidió que se comunicara con su familia. Admite que nunca supo de dónde vino la agresión.
Traicionado por los nervios levantó la voz y sus secuestradores se dieron cuenta. Se despedía de su novia, a quien le pidió disculpas, porque pensaba que no la iba a lograr, cuando uno de los hombres, el más grande, le preguntó con quién hablaba.
En un movimiento rápido alcanzó a colgar y borrar la llamada, para que no viera a quién le había marcado, pero Enrique recibió un patada en los testículos. Completamente noqueado se desplomó.
Su plagiario salió y dijo: “Este pendejo ya le marcó a alguien. ¡Vámonos de aquí!, no vaya a ser la de malas”. Tras ese episodio lo despojaron de su cartera y teléfonos.
Afirma que tenían miedo que se hiciera algo público, que corriera el rumor de que no estaba y lo empezaran a buscar, llegara la policía y su caso tomara un rumbo escandaloso. Adolorido, nuevamente lo subieron a la camioneta, cuando todavía no era ni el mediodía.
Con sus teléfonos apagados ya nadie podía contactarle. Pasaron un par de horas a punta de pistola y con el vehículo en marcha hasta que Enrique comenzó a sentirse mal. Tenía como dos meses enfermo de problemas del corazón, la presión y el traslado se le hizo demasiado largo sin un rumbo definido.
Aparte del problema del golpe y el miedo llegaron los mareos. Alude a que perdió la noción del tiempo y por instantes la visión,
aunque él mismo se recuperaba y decía: “No te vayas a desmayar, porque a lo mejor ya ni vas a saber nada”. Entonces le vendaron completamente los ojos.
SEGUNDA CASA DE SEGURIDAD
Después descendieron todos de la camioneta, lo bajaron, caminaron y subieron unos escalones. Enrique escuchó puertas, una televisión y supo que estaba en otro lugar.
Al meterlo le dijeron que ahí se iba a quedar. Se escucharon como candados y cadenas. El tocaba las paredes y notó que había un lavabo, una taza de baño y un pequeño escalón. Comprendió que no tenía atadas las manos y se quitó la venda. Era un sanitario sin cortina.
Olía como alcantarilla sin uso. Ahí perdió el sentido de las horas, el cuarto todo el tiempo estuvo oscuro y no le quedaba más que estar sentado y escucharlos. Ellos le bajaron al sonido del televisor. A medida que avanzaban los minutos mayor era su preocupación.
Encendieron su celular. Enrique considera que siempre quisieron entrar a los datos de su teléfono y de ahí ver qué estaba pasando, pero nunca dejó de sonar, porque ya todos sus amigos o gente del trabajo y su mamá, todos le estaban marcando, en una llamada tras otra.
El joven los escuchaba, porque su aparato tenía sonidos personalizados, y sabía que eran varias personas las que intentaban comunicarse. Hubo un punto en el que ellos se desesperaron y uno gritó que no le dejaban de marcar. Agarró su teléfono y lo aventó al suelo. “Se acabó”, pensó.
Pero pasó un buen rato y entonces Enrique notó que llegó una mujer que dijo: “¿Qué está pasando pendejos?, ¿por qué están nerviosos?; miren este pedo es fácil, si no contestan nosotros simplemente lo matamos y lo aventamos allá encalamadre (Sic) y simplemente se acabó el pedo. No tenemos por qué andar aguantando chingaderas ni mamadas ni andarnos preocupando. Nosotros ya tenemos una parte de lo acordado y ¡si no nos contestan al chorizo…!”.
Los pocos pesos que tenía estaban en la cartera. Lo que había sobrado, porque gastó en comidas y el teléfono, así que le quedaban menos de 400. Llevaba su tarjeta de cobro normal y la de crédito. Pudieron haber hecho uso, considera, pero su interés no estaba todo en el dinero.
Mientras los hombres dialogaban, la mujer parecía muy agitada, golpeaba cosas. Enrique se imaginó que era la licenciada de la que ya le habían hablado. Ellos le pedían que se tranquilizara, pero les respondía que había de una u otra: “O le damos cuello, porque ya nos vio o a ver qué”. Iba y me golpeaba la puerta. Y me gritaba: “¿Cómo estás pendejo?”, el joven cayó en un ataque de estrés.
Cuenta que quiso acercarse a la puerta para preguntarle: “¿Quién eres tú?, ¿qué ocupas?, ¿qué deseas?”, pero la licenciada respondía que se callara “el hocico”, que no le estuviera hablando, pues no era “la pendeja de nadie”.
Afirma que estuvo un rato alegando y antes de irse les dijo a estos hombres que luego volvería con una solución y que no lo dejaran salir del baño.
HORAS DE MIEDO
Avanzaron las horas y Enrique, seguía privado de su libertad, al tiempo que un silencio perturbador lo inquietaba. Escuchaba que estaban ahí, que platicaban muy bajo y no se oía casi nada. En esos momentos pegaba su oído completamente a la puerta.
Enseguida uno de los secuestradores ingresó al baño y cuando lo vio muy cerca lo tomó del cabello y, sometido, le dijo que iba a orinar y que no quería “ninguna pendejada”.
Lo zarandeó y pegó algunos golpes. Considera el joven que intentaban meterle miedo de esa forma, mientras él se sentía preso, pero con un poco de menos temor. Notaba como que ellos ya no querían estar bajo tal presión.
Después de un rato Enrique escuchó que no dejaban de buscarlo, que mucha gente ya sabía. “Ya se hizo el desmadre y este pendejo no nos contesta”.
¿Quién había dado la orden de que lo secuestraran y lo golpearan? La finalidad de lo que estaba pasando ya no se iba a lograr porque esa persona a la que ellos le llamaban “pendejo” no les tomaba la llamada, añade.
La víctima les hablaba. “Vamos a platicar, ¿por qué me están haciendo esto?, ¿qué necesitan de mí?”, les decía.
Entonces los raptores le hicieron llamarle a su madre, como intentando que dejaran de buscarle. Ella le preguntó qué querían, pero ellos no estaban ahí por dinero. Enrique le solicitó mantenerse lo más tranquila posible.
COMO UN PRESAGIO
Paradójicamente el plagiado, quien vive de una manera modesta, ya había tenido premoniciones o al menos había pensado que nadie está exento de un plagio. Debido a algunos de sus amigos que se han ido a trabajar a las brechas de Petróleos Mexicanos y no han regresado, en una charla le dijo a su mamá que en un escenario como ese no se esforzara en conseguir un dinero que no tenían y que no quería que se encontrara “con un cadáver y una deuda increíble”.
Más tarde es cuando sintió que debía conversar con los hombres que lo tenían ahí sufriendo. Al principio eran respuestas de enojo “¡Cállate la boca!” y al poco rato uno de ellos se acercó para hacerle varias preguntas. –¿Por qué chingados tanta gente te está buscando?”, a lo que Enrique respondió que solamente tenía muchos amigos y fuera de su trabajo conocía a gran parte de los músicos de Reynosa, por el hecho de haber organizado “tours” musicales y que nunca anduvo en malos pasos.
Fue ahí cuando le revelaron que alguien de su ambiente pagó para tenerlo ahí y meterle “una chinga. Debe ser alguien que te odia mucho, suponemos”, argumentaron.
Conforme la plática se hacía más extensa, Enrique les sugirió darles el poco dinero que tenía ahorrado, algo que hizo a los secuestradores ponerse nerviosos, porque estudiaron las maneras en las que se los podía entregar.
Pero simplemente el joven les pidió que lo llevaran a un cajero, que las tarjetas las tenía en la cartera, que sacaría el efectivo, se los daría y se acababa. Que lo liberaran y lo dejaran donde quisieran.
Pero se negaban. En el diálogo Enrique se enteró que les estaban pagando ocho mil pesos a los cuatro por tenerlo encerrado. A cada uno de ellos les tocaban alrededor de dos mil y expresa que no podía creer que por esa cantidad estuvieran haciendo eso, pues piensa que no era ni la gasolina que se gastaron.
El joven trabajador les ofreció 15 mil pesos, dinero que sí tenía en ese momento. Y hasta les sugirió hacerlo más fácil: como no podía retirar toda esa cantidad en una sola exhibición, les comentó que lo llevaran a sacar primero cinco mil y, al día siguiente que la tarjeta le dejara tomar otros cinco, se los daba hasta reunir la cantidad, pero que le dejaran ir, estar bien y regresar a su casa.
El les decía que se quedaba con ellos mientras completaba la suma, pero de repente lo callaban y le decían que dejará de estar dando ideas.
Tras un rato sin conversar regresó la mujer. Le comentaron lo que les dijo y se puso histérica del por qué estaban hablando con el secuestrado.
Pero Enrique cree que la sacaron de la jugada y vendado lo subieron nuevamente a la camioneta. En ese instante el joven sintió que habían pasado mucha horas, aunque eran como las diez de la noche de ese mismo cinco de septiembre.
Se dio cuenta que lo trajeron dando vueltas hasta que lo llevaron a un centro de conveniencia. Como ya era de noche, el joven plagiado consideró que eran entre las tres y cuatro de la madrugada. Llovía y ninguna alma se acercaba.
Le ordenaron bajarse, comprar unas papas fritas, cigarros, agua y sacar el dinero. “Pagas y te regresas”, le exigieron, pero de los nervios la víctima tomó las frituras, agarró el dinero y olvidó el tabaco mientras tomaba agua, porque era la primera vez que la probaba en todo el día y no querían darle.
De regreso le dicen “¡Pendejo…, que la madre!, ¡a la chingada, los cigarros!”. Le vuelven a dar al vehículo y en eso le entregan el teléfono para que marcara a su casa y dijera que ya había hecho trato con ellos y al día siguiente lo soltaban.
Como pensaba que era muy tarde Enrique les pidió llamar al amanecer para no preocupar más a su mamá. Después lo volvieron a meter a la propiedad donde lo tenían. Pasó la noche y no volvió a escucharlos hasta muy temprano.
El joven nunca hizo por gritar ni escaparse. En ese lapso no recuerda si durmió. Dice que tenía tanta sed que estaba pensando en quitar la tapa del retrete para beber el agua.
Describe que se sentía muy mal de la presión. Había momentos en el que quería desmayarse, porque aparte no tomó las pastillas que le tocaban en ese día, más el estrés. Intentó abrir la regadera para empaparse, pero no lo logró. Era un cuarto completamente oscuro y caliente.
La única ventana que tenía la logró abrir y topaba con una pared. No había forma de que entrara luz ni aire ni nada. Todo el tiempo estaba a oscuras y en el calor, por ratos se quitaba la playera y se la volvía a poner.
LUZ AL FINAL DEL TUNEL
Hasta la mañana Enrique se dio cuenta que sus captores habían vuelto y oyó que dijeron: “¡Ya lo vinieron a buscar aquí!, ¡vinieron a preguntar por él!, ¡estamos en un pedo!”.
Tiempo después de su secuestro comenta que sus amigos lo buscaron en todos los hoteles, moteles, suites y casas de renta. Creyó que lo iban a liberar, pero no fue así. Exasperados sus secuestradores lo subieron nuevamente a la unidad y pensó en palabras propias que “había valido madre”.
Le volvieron a colocar la venda y molestos gritaron: “¡Que no levante la cabeza el puto!, ¡quédate con la venda!”, y escuchó la camioneta que iba quemando llanta, a mucha velocidad y decían: “¡Por aquí no, por allá, súbete aquí!”.
Para ellos el hecho de que lo hubieran rastreado los volvió completamente locos y trataba de tranquilizarlos, pero lo callaban: “¡No nos hables!”, decían.
En ese instante Enrique, después de muchos minutos, sintió que entraron a una calle de terracería. La unidad se detuvo. Abrieron la puerta, le quitaron la venda y fue la primera vez que los vio cara a cara, tal cual eran.
Le dijeron: “¡Bájate, quítate los tenis, los calcetines y el cinturón!”. Uno le metió en las bolsas traseras el celular y la cartera. Lo empujaron y le ordenaron: “¡Córrele! y ¡no voltees para atrás!”.
Completamente paralizado el joven no quería correr por miedo a que le dispararan por la espalda. “Mira wey, te estamos dejando que te vayas, mejor vete, y aquí muere”, le dijeron. “Si no vas a correr aquí mismo te mato”, sentenció otro.
Frente a ellos había un enorme monte de tierra mojada donde no se veía la civilización. Y empezó a correr. A pesar de su maltrecho cuerpo Enrique pensó en tirarse al suelo y hacerse el muerto ante cualquier detonación.
Corrió sin parar hasta que escuchó que la
camioneta puso tierra de por medio. Nuevamente había algo que no podía creer: ¡era libre!, pero se sentía mal de la presión.
Posteriormente encontró un sendero, el cual caminó hasta llegar a una zona de casas abandonadas y a medio construir.
A su alrededor no se veía ni una alma, ni sabía donde estaba, pensaba que habían agarrado carretera rumbo a Monterrey. Enrique también se imaginaba en Los Ramones o en Terán, Nuevo León. Caminó mucho y de pronto vio a una señora tendiendo la ropa.
Al llegar todo enlodado y con el pelo parado se agarró del portón y le preguntó: “¿Señora, dónde estoy?, ¿dónde estamos?, ¿qué es esto?”, y obviamente impactada le dijo el nombre de la colonia.
Dándole las señas para salir al boulevard cayó en cuenta que llevaba su celular, al cual le picó para intentar encenderlo; estaba totalmente destrozado.
Después de un rato el teléfono prendió y casi llegando a la parte trasera de un hospital sufrió nuevamente de pánico, de pensar que tal vez los hombres estaban ahí vigilando sus acciones. Con poca batería y señal comprobó que no podía hacer llamadas, porque sus amigos desactivaron esa opción en la línea.
Pasados algunos minutos que se le hicieron eternos pudo recibir una llamada. Era la novia de un amigo, le dijo donde estaba y en eso escuchó una voz más parecida, la de su hermana. Les explicó que se había escondido en el estacionamiento de una clínica, que le habían dejado ir y estaba por la caseta de seguridad.
Enrique estaba en comunicación con ellos; nunca le colgaron. Describe que se le hizo muy largo ese lapso, pero cree que llegaron en menos de 10 minutos. Al verlos se subió al auto y les dijo: “¡Dale!, ¡dale!, ¡dale!”, porque no sabía si los secuestradores los estaban siguiendo. Vio entonces a su hermana y el joven tronó en llanto.
La persona que iba manejando es su mejor amigo de toda la vida y para él era increíble… Empezó a escuchar que ellos estaban en comunicación con todos los demás de sus amigos y decían “ya lo llevamos”. La orden era dirigirse a la Ministerial, porque allá estaba su mamá, y que ya se había girado la instrucción para que lo buscaran.
Al llegar se bajaron sus amigos, pero Enrique entró en “shock” y no podía descender del carro. Veía a los federales con armas y se asustó, pues no confiaba en nadie en ese momento. Sus amigos lo convencieron de que ahí estaban todos, ingresó al edificio y se reencontró con su madre, mojada en llanto, después de casi 30 horas de plagio que para esta familia fue como una vida entera.
Sus primeras palabras después de haberse abrazado y del por qué estaban ahí fueron que ella no supo qué hacer y lo más normal fue interponer una denuncia. Esto mismo que le ocurrió, comparte Enrique, se lo dijo a las autoridades en una declaración completa, en la que lo tuvieron alrededor de una hora en entrevista.
EL PLAGIO A LA DISTANCIA
Después de este tiempo el joven, quien no rebasa los 30 años, cree que el secuestro le afectó su salud, para empezar en los nervios. Tenía dos años sin fumar y después de dos meses no ha podido dejar el cigarro. Menciona que cada vez que lo cuenta es como revivirlo, pero le sirve de terapia. Ultimamente tiene un tic nervioso con la mano, el mismo que empezó a hacer aquel espantoso día, que estaba como desesperado y se jalaba la playera.
Afirma que el miedo fue lo que más le perjudicó. Pasaba un trailer y quería tirarse al piso.
Batalló para salir de su casa, al principio no quería. Deseaba ponerse hasta una máscara. Le pitaban y no volteaba.
De sus plagiarios siente que tenían una noción de cómo se hacían las cosas, que es gente con nexos, pero que no está totalmente metida. Manifiesta que no les ha vuelto a ver y que no tiene la más mínima idea de cuál sería su
reacción si se los topa en la calle.
Enrique vive con el miedo y por eso dejó de frecuentar algunos lugares públicos. Confiesa que siente delirio de persecución y no quiere volver a verlos.
A los que no han vivido un secuestro, dice, podría darles algunas recomendaciones. Por tontería o presumir menciona que cometió el error de publicar en sus redes sociales todo lo que hacía cada día y esa es una de las lecciones que más aprendió.
Enrique depuró su Facebook de gente que ni conocía. Ahora todas las publicaciones las hace directamente a sus amigos y en menor cantidad, aunque recuerda que nunca tuvo problemas con nadie para llegar a esos extremos.
Todavía no tiene una explicación. Revisa las cosas que hace independientemente de su trabajo y aún no encuentra una lógica a lo que le sucedió. Que no le cayó bien a alguien, según sus secuestradores, es lo único que sabe como referencia.
Aquel cinco de septiembre sí pensó muchas veces que se iba a morir, afirma, pero una de sus mayores preocupaciones era que su familia no lo fuera a encontrar. Que si lo mataban no hallaran su cuerpo, porque ya había visto a las familias de sus amigos buscarles sin éxito.
Enrique reconoce no ser un hombre con devoción, pero las veces en las que pidió ayuda espiritual lo hizo para tranquilizarse, porque tenía más miedo de morirse del mismo impacto al corazón.
Ahora es más precavido. Antes sí andaba a altas horas de la noche, después de las tres o cuatro de la mañana y ahora él mismo se pone un límite. Valora el tiempo con su familia y amigos que por el trabajo dejó de frecuentar y ahora trata de verlos más seguido.
Cuenta que aprendió a estar con él mismo y dedicarse tiempo para leer, limpiando de
cierta manera muchas cosas de su vida. Destaca que no puede ver noticias rojas en los periódicos, porque está muy sensible.
Su situación fue tan dura, admite, que en estos momentos no puede perdonar a la gente que lo secuestró, no por él, sino por todo el dolor e incertidumbre que le causaron a su familia.
De la averiguación dice no saber nada. A la policía el le dijo que prefería irse a su casa, que así quedaran las cosas y que no quería entrar en una guerra con sus plagiarios.
Enrique sigue soñando pesadillas. A veces cierra los ojos y le dan las cuatro o cinco de la mañana pensando. Ya cuando oye a su mamá levantada es cuando puede conciliar el sueño.
Al final comparte que, lo que finalmente le hizo contar esta historia, es el alivio y remedio que siente en transmitirla, porque entre más veces la diga, más intenta sacar “el cochambre que aún lleva dentro”. De todo esto, afirma, sigue sin recuperarse.