Por Jorge Gutiérrez Chávez
Roma, Italia. –
El día que mi querido amigo Miguel de la Torre me invitó a participar en la elaboración de un libro colectivo ideado, creo, por mi también querida amiga Verónica Navarro, le dije que la idea me gustaba y que en cuanto me viniera a la cabeza algo interesante me pondría de inmediato a trabajar. No recuerdo si por aquellos días el Coronavirus, Covid-19 o Sars-CoV2 ya había comenzado a ejercer sus negativos influjos en Italia, pero de lo que sí me acuerdo es el tiempo que ocupé pensando acerca de lo que podría escribir y lo infructuoso que resultó aquel esfuerzo mental: en todo ese tiempo no me vino a la mente ninguna historia personal o de otra índole digna de ser contada. Debo aclarar que mi pretensión no era escribir nada fuera de lo normal, pero tampoco quería enviar algo que no me gustara o que no tuviera un mínimo interés para su o sus eventuales lectores. En síntesis, no quería salir del paso llenando simplemente el expediente.
A lo que quería llegar con esta especie de introducción es al motivo, a la razón de la reflexión que estoy por compartirles, la cual está relacionada con el efecto que tuvo y sigue teniendo en mi persona la pandemia del Coronavirus o mejor, una de las medidas que se tomaron para combatirla. Me refiero al fuerte distanciamiento social que esta enfermedad ha hecho necesario no solo en Italia, sino en casi todo el mundo.
Este drástico distanciamiento, que nos impidió por más de dos meses encontrar a parte de la familia y a todos los amigos, en Italia estuvo acompañado con otra medida no menos drástica: con la prohibición de salir a la calle. De hacerlo sin una causa justificada la policía podía multarte o hasta arrestarte. Al no poder prever la duración de este por demás extraño panorama, pensé llenar mi tiempo libre -tanto en esos momentos- concluyendo o echando a andar algunos proyectos que ni siquiera había comenzado en razón del trabajo, la pereza o bien por esas cosas que uno se inventa para justificar la siempre dañina, al menos en mi opinión, improductividad. Con esta idea en la cabeza comencé a levantarme temprano y no apenas terminaba de desayunar me sentaba de inmediato frente a la computadora y comenzaba a teclear. El resultado fue desastroso. Solo perdía el tiempo. Iniciaba a escribir sobre algún argumento y poco después me daba cuenta que la cosa no iba por ahí, que no había una lógica ni temática ni gramatical en lo que había escrito, porque -lo confieso- no tenía para nada claro lo que quería contar. Cancelar regularmente lo poco que había escrito y comenzar de nuevo fue la consecuencia de todo lo anterior. Todo esto se repitió por semanas y, como es fácil intuir, los proyectos que pensaba desarrollar -el texto para el libro colectivo era uno de ellos- no avanzaban, dormían el sueño de los justos. Incapaz de entender y explicarme lo que me sucedía, achaqué esta improductividad o bloqueo mental al supuesto hecho de que aún no maduraba en mi cabeza el argumento o tema que pretendía desarrollar. Convencido de lo anterior abandoné lo que hacía en ese momento y retomé otro tema más afín, según yo, a mis condiciones anímicointelectuales (¡qué palabrota me salió!).
Confieso no sin vergüenza que nada cambió. Por semanas trabajé o más bien intenté trabajar temas diferentes al que había dejado y entre sí, sin obtener ningún resultado positivo. En todo ese tiempo lo único hice una y otra vez fue cancelar y cancelar lo escrito por lo insulso y poco o nada interesante que me resultaba. Vistos los escenarios en los que encuadré “mi problema”, como comencé a llamar esta especie de bloqueo mental, comencé a preocuparme. Y no era para menos. Uno de esos escenarios era una prematura cuanto indeseable demencia senil, patología que, a una cierta edad, como es bien sabido, deteriora gradualmente las capacidades cognitivas de la persona.
Esta enfermedad no era por fortuna el origen de mi “problema”. A través de una serie de ejercicios-pruebas comprobé que mis capacidades cognitivas y mi memoria estaban dentro de lo que podría definirse normalidad. Por aquellos días, gracias a uno de los tantos programas televisivos dedicados a la pandemia del Covid-19, la fortuna, por así decirlo, volvió a sonreírme. Era una transmisión interdisciplinaria en el que participaban médicos, psiquiatras, psicólogos y analistas los cuales coincidieron al menos en una cosa. Que entre los tantos síntomas que había traído consigo el confinamiento al que estaba sometida tanta gente en el mundo se encontraban -estos son los que recuerdo- el ansia, la depresión, el miedo y una marcada pasividad que muy a menudo llevaba a una inactividad tanto física como mental.
Mientras escuchaba lo anterior comenzaron a venirme a la mente, como una especie de flash y no casualmente, escenas de la vida vivida durante este largo confinamiento. Me vi salir a la calle solo y exclusivamente para ir al supermercado o para acompañar a nuestros perros a hacer sus necesidades, las dos únicas actividades que autorizaban nuestras salidas a la calle; vi asimismo la manera cómo se habían reducido los espacios en casa, no solo porque mi anciana suegra que estuvo más de dos meses con nosotros, sino porque Anna, que generalmente sale muy temprano y regresa de trabajar hacia las seis de la tarde o después, por aquel tiempo, tal como yo, salía a la calle solamente para ir al supermercado o para llevar a perros a hacer sus necesidades. Otra de las escenas que recordé, particularmente dolorosa, fue el último adiós que dimos, en una clínica veterinaria, a mi querida gatita Smoky: al no poder alejarnos de casa no la pude llevar con su veterinario y el que la atendió le diagnosticó, muy tarde, el grave problema que tenía en el hígado.
Esta inesperada y en alguna forma angustiosa retrospección, me hizo asimismo recordar que por aquellos infaustos días no nos perdíamos uno solo de los telediarios: los muertos, los contagios, así como del desastre económico-financiero que había provocado la pandemia del Covid-19, eran los argumentos que todos estos abordaban diariamente. Las noticias e imágenes que transmitían eran terribles. Una de ellas creo que jamás olvidaré. Me refiero a las crónicas que comentaban las imágenes de la interminable fila de camiones del ejército que iban y venían con abordo cientos o quizá miles de muertos que dejaban la ciudad de Bérgamo, porque en el cementerio de la ciudad ya no había lugar para enterrarlos. Sus parientes, se supo poco después, no pudieron siquiera darles el último adiós y, en muchos casos, tampoco supieron si sus seres queridos habían sido incinerados o amontonados en una fosa común. Gran parte de estas desafortunadas personas, en su mayoría ancianos y ancianas, fueron materialmente sacrificados en aras de salvar la vida de aquellas otras menos viejas: los médicos se vieron obligados a tomar esta cruel decisión porque al inicio de la pandemia la terapia intensiva de los hospitales italianos no se contaba con un número suficiente de respiradores, los únicos que podían salvar a los enfermos más graves.
El caso fue que mientras más escuchaba a los especialistas que participaban en aquel programa televisivo más me convencía que el Coronavirus o mejor, los negativos efectos que porta consigo, eran el origen del bloqueo mental que me impedía desarrollar no solo el proyecto del libro colectivo. Llegar a esta conclusión fue para mí un paso muy importante, tan importante que me hizo pensar -no pregunten por qué- que el siguiente paso me llevaría a la resolución de mí “problema”. Pero ¿cómo o de qué manera podía dar este segundo paso? Justo en este contexto se inscribe el “pressing” al que fui sometido por Miguelito de la Torre y doña Carmiña Fernández Pereira. Cada vez que entrábamos en contacto –telefónicamente con la segunda y por mail con el primero- de inmediato, en buena onda, iban a la carga: “Estamos esperando tu texto, no nos puedes abandonar. Hay te van estas ideas, pero apúrate que el tiempo apremia”. Esto último era cierto. En uno de sus ya famosos y mundialmente difundidos mails, Miguelito de la Torre hacía saber que había contactado la imprenta y que ésta ya había hecho una primera prueba utilizando el texto de doña Carmiña. Aquel doble “pressing”, que nunca se detuvo, coincidió casualmente en el tiempo con la transmisión multidisciplinaria arriba mencionada.
Es posible – ¿por qué no? – que lo escuchado en ese programa o aquel doble “pressing” hayan terminado por darme el input que necesitaba para superar el bloqueo mental que desde hacía meses me tenía inmovilizado. Repentinamente, casi sin siquiera darme cuenta, empezaron a fluir las ideas en mi cabeza y así comencé a escribir este texto con el cual he tratado de contar, de manera sintética, la experiencia vivida -que aún no termina- con el Covid-19 y también, de paso, reflexionar brevemente sobre la manera como nuestra realidad mental (por así llamarla) condiciona nuestra realidad real o empírica y viceversa: “Yo soy yo y mis circunstancias”, decía el famoso filósofo español José Ortega y Gasset.
Alguien podría juzgar petulante y fuera de lugar citar en este contexto al filósofo español, pero en mi opinión no lo es, porque lo aparentemente obvio muchas veces encierra una complejidad que el sentido común muy a menudo es incapaz de detectar y sobre todo de entender. Tan es así que no dudo que mucha gente haya o esté experimentado cambios en su comportamiento -iguales o diversos al mío- sin siquiera plantearse la posibilidad de que puedan ser una consecuencia directa o indirecta de la pandemia del Covid-19, enfermedad que, en este caso, volviendo a Ortega y Gasset, no es más que una de las tantas “circunstancias” que actualmente modelan, positiva o negativamente, al “yo” del que nos habla el filósofo español. A lo que voy, para concluir, es que las dos realidades o dimensiones en que nos movemos –mental y real, consciente e inconsciente, yo y súper yo- son, aunque parezca una contradicción, totalmente interdependientes y autónomas al mismo tiempo. Se mueven -usando un lenguaje científico- asintóticamente: tienden a acercarse siempre más y más, pero, por su particular naturaleza, nunca llegan a tocarse, ni a fundirse en una sola.