
Hace 75 años el pronóstico científico era devastador: no habría vida en Hiroshima ni en Nagasaki, hasta el año 2020. Alguien se equivocó: los que auguraban solamente la muerte; los que decidieron lanzar la bomba más poderosa de la historia sobre esta población; los que hicieron la guerra; los que fabricaron el arma; los que perdieron la esperanza…
En medio de aquel “desfile de fantasmas” los que sobrevivieron al primer bombardeo atómico el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, caminaban entre una nube de humo, sin entender si esos despojos calcinados de sus propios cuerpos podían aún llamarse vida.
Shinzo Hamai, el primer alcalde de Hiroshima electo tras la guerra, con la misión de levantar una ciudad de su luto y cenizas, creó lo que algunos han llamado un “club de los soñadores”, tratando de arrancar alguna semilla de esperanza para que retoñara la vida.
Los habitantes de Hiroshima y Nagasaki llevan 75 años luchando por vivir, después de todo. El 6 de agosto de 1945, el ataque con una bomba atómica llamada “Little Boy” arrasó la ciudad de Hiroshima. El gobierno de Estados Unidos argumentó que este nuevo tipo de armamento, el más potente en la historia, fue usado para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. A la luz de las revisiones históricas se sabe que había intereses geopolíticos, que Japón había intentado rendirse, que el objetivo de acabar con las aguerridas fuerzas militares japonesas terminó siendo un ataque masivo cuyas víctimas fueron mayormente civiles.
¿DE QUIÉN FUE EL ERROR?
Apenas el día 29 de julio de 2020, un tribunal reconoció que algunas víctimas de la “lluvia negra” tras el ataque nuclear, también fueron afectadas por el bombardeo. El estricto criterio que marcó como “hibakusha” a las personas ubicadas sólo en el radio de menos de 20 kilómetros del hipocentro de la explosión, tuvo que ceder. Luego de 75 años se ha admitido que, aún en las montañas circundantes de Hiroshima, aquellos que volvían a casa con manchas negras en la piel por la lluvia de partículas radioactivas, también merecían consideración. Solamente ahora, a más de siete décadas, recibirán apoyo oficial para sus tratamientos.
¿Quién fue el responsable de tanto dolor para estas víctimas? El cenotafio que honra la memoria de los desaparecidos en el bombardeo de Hiroshima reza: “Descansen en paz… que el error no se repita”, dejando en esa ambigüedad de la lengua japonesa, sin un sujeto gramatical claro, un cuestionamiento moral para el mundo: ¿Cuál error? ¿De quién fue el error?
La duda flota entre los visitantes, las personalidades, los gobernantes o los espontáneos, como Ernesto “Che” Guevara, que el 24 de julio de 1959 decidió llegar sin mayor protocolo y, al posar su mirada en la misma leyenda, acusó certeramente al gobierno de Estados Unidos. Muchos de los que estuvieron bajo la icónica nube atómica guardan la misma pregunta latente en sus cicatrices; agradecen la solidaridad, pero no buscan un único culpable para alimentar el resentimiento. Prefieren aceptar que en una guerra todas las partes tienen cierta responsabilidad en esa terrible dicotomía de matar o morir.
¿GANAR LA GUERRA O GANAR LA PAZ?
La Armada Imperial Japonesa había alimentado un espíritu bélico en esa población civil, inocente, que veía al enemigo como un demonio y que, en agosto de 1945, sintió el verdadero efecto de esa similitud, con el infierno de 4 mil grados centígrados sobre sus cabezas.
El 9 de agosto, un ataque similar con el proyectil “Fat Man” sobre Nagasaki -apresurado por la aparición de la Unión Soviética en la guerra contra Japón- selló la victoria de Estados Unidos y las Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial, el 15 de agosto de 1945.
Yoshito Matsushige, el fotógrafo que captó las únicas seis imágenes de Hiroshima el día del bombardeo, tenía que servir tanto a su periódico, Chugoku Shimbun, como al poder militar. Recuerdo su crónica paso a paso y su sincera reflexión: en medio de la pesadilla de la guerra, la verdadera victoria no es el triunfo, sino el final. Así, con la lente de su cámara empañada por sudor y humo, salió, exponiéndose a la radiación invisible, a captar las escenas del infierno nunca vistas por el mundo, a llorar con un dejo de resignación: “¡Se acabó! Esto tiene que ser el fin. No importa si ganamos o perdimos. Lo importante es que se acabe esta guerra”.
El fin como un clamor de alivio, movió también las manos desechas del joven estudiante Sunao Tsuboi, sentado en medio de aquel “mar de fuego”, con las orejas derretidas. Este icónico personaje abre su dolorosa memoria para contar cómo excavó su propia tumba en el Puente Miyuki. Cayó inconsciente y, muchos meses después, al despertar, supo que había sido víctima del primer ataque nuclear del mundo. Como muchos, fue descubriendo que su cuerpo y su rostro eran otros. Fue sometido a decenas de cirugías y ha escuchado en 75 años una y otra vez el mismo pronóstico fatal. Pero sigue ahí, liderando una organización de víctimas de los bombardeos (Nihon Hidankyō), repasando a diario su cuerpo lleno de heridas; criticando a las autoridades japonesas o hablando de frente ante personajes como Barack Obama, el primer presidente de Estados Unidos en funciones que visitó Hiroshima, en mayo de 2016.
¿Quién puede vivir con el cuerpo lleno de heridas? ¿Con el organismo alterado por partículas radioactivas que son como un virus silencioso, alojado permanentemente en el cuerpo, consumiendo los órganos vitales?
En Nagasaki, Sumiteru Taniguchi fue la respuesta para el mundo que lo vio en una impresionante foto de adolescente, postrado en una camilla, con la espalda al rojo vivo. La expresión de dolor captada en aquella dramática imagen no alcanza a representar el sufrimiento que lo mantuvo durante años boca abajo, atado a una cama, implorando una muerte que no llegó. Hasta 2017 sobrevivió como vocero del horror nuclear, mostrando cómo había quedado -literalmente- su corazón, expuesto al mundo.
Para finales de 1945 se estimaba que habían perecido unas 140 mil personas en Hiroshima y 70 mil en Nagasaki. Otros han seguido padeciendo estragos del ataque y cada año se siguen registrando decesos. A la fecha se calcula que hay más de 500 mil nombres inscritos en los monumentos memoriales a las víctimas en ambas ciudades.
RENACIENDO EN OTRAS VOCES
Los nombres de los sobrevivientes no están escritos en la historia. Todavía son voces vivas.
Por otra parte, los que le deben a Hiroshima y Nagasaki la vida (y no la muerte) han representado otra historia: la del renacer. Poco se habla de los que, como el arzobispo de Nagasaki, Joseph Mitsuaki Takami, fueron expuestos a los bombardeos aún en el vientre de la madre. Las palabras de este líder religioso se ocupan más de reflexionar sobre los costos de las armas nucleares y la educación para la paz, pero en una larga entrevista, no dejan de aflorar los recuerdos de aquella dura prueba de subsistencia para su familia.
Justo el 6 de agosto de 1945, entre el olor a muerte, también nacieron niños. Así llegó al mundo Yoshinori Sakai, “el bebé de Hiroshima”. Al abrir los ojos entre aquella tragedia, ya era un sobreviviente más. El destino lo llevaría a cargar simbólicamente el fuego que portaba desde su nacimiento, hasta el día en que encendió el pebetero en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Tokio, en 1964.
Simbólicamente, así como Hiroshima estuvo representada en aquel evento, Nagasaki sumaría su presencia con un mensaje de paz en la clausura de las Olimpiadas de este año 2020, que debía celebrarse el 9 de agosto, justo a 75 años del bombardeo atómico sobre esta ciudad.
EL 2020: TODOS SOMOS SOBREVIVIENTES
El 2020 no es como lo auguraban algunos hace 75 años. Hay más vida de lo que se esperaba. El 2020 no es ni siquiera como podía imaginarse apenas hace unos meses, antes de esta pandemia. También, tristemente, hay más muertes de las que el mundo podía imaginar.
El 2020, que simbolizaba la “visión perfecta” de un mundo pacífico, nubla las esperanzas de algunos miembros de aquel club de los soñadores.
Desde hace décadas, la iniciativa de un grupo de “alcaldes por la paz”, nacida en Hiroshima, se proponía ver el mundo libre de armas nucleares en el 2020.
Este año, la Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), presidida por el embajador argentino Gustavo Zlauvinen, esperaba arrojar resultados más concretos justo a 50 años de la creación de esta iniciativa, pero fue postergada a causa de la pandemia.
En cambio, en medio de esta crisis global, que ha revelado la falta de presupuestos en investigación y salud, se consolida el gasto en armamento de los países privilegiados por el TNP (Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia y China), así como de otros poseedores de estos proyectiles (India, Pakistán, Israel y Corea del Norte), que acumulan alrededor de 13 mil armas nucleares.
Los “hibakusha” lograron llevar su voz al preámbulo del nuevo Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) de la ONU en 2017, que sin embargo no ha entrado en vigor porque aún no ha alcanzado la ratificación de 50 países. Por otra parte, el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START III) que compromete especialmente a Rusia y Estados Unidos a disminuir sus arsenales, está a punto de expirar en febrero del 2021, sin muchas expectativas de entendimiento entre estas potencias.
Las luces de esperanza se vuelven a encender con el trabajo de innumerables agrupaciones, como la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés) que recibió el Premio Nobel de la Paz en 2017, y en la que participa activamente el médico y activista costarricense Carlos Umaña.
Lo paradójico para las víctimas de la bomba atómica es que el propio gobierno japonés haya mantenido hasta ahora en el contexto internacional, una posición ambigua sobre estos tratados y se haya negado a firmarlos, cobijándose bajo el criticado “paraguas nuclear” de Estados Unidos.
Japón está en una posición difícil en el contexto geopolítico y geográfico. Con una constitución pacifista, pero con amenazas permanentes por el repetido lanzamiento de misiles desde Corea del Norte, autoridades niponas empiezan a considerar tecnología bélica para equipar sus Fuerzas de Autodefensa.
En el año 2011, un terremoto devastador que trajo además un tsunami y graves daños a la planta nuclear Fukushima Dai-ichi, dejó en evidencia también que el gobierno de este país apuesta a la energía nuclear, asumiendo sus demostrados riesgos para la población.
El 2020 ha traído además la noticia de que este 29 de julio la planta Rokkasho, que recicla material nuclear, ha pasado pruebas de seguridad y podría llegar a operar, aumentando considerablemente el almacenamiento de 40 toneladas de plutonio, que ya acumula Japón; es decir, un importante material que eventualmente podría usarse en armas atómicas.
LAS LUCES QUE TODAVÍA FLOTAN
¿De qué servirá ese nutrido y costoso arsenal bélico a países que están sucumbiendo ante el Coronavirus?, se preguntan algunos sobrevivientes de los bombardeos atómicos.
La frágil salud de los llamados “hibakusha”, que han sobrevivido 75 años, encuentra ahora una amenaza más: un virus que podría matarlos en unas horas. Los aproximadamente 140 mil sobrevivientes que quedan entre Hiroshima y Nagasaki tienen en promedio una edad de 83 años. Tan abruptamente como este 2020 ha cambiado los escenarios del mundo, podría apagar las únicas voces autorizadas para explicar este penoso capítulo de la historia que la humanidad no ha terminado de comprender.
Por eso, aun contra el viento desfavorable de este año, insisten en celebrar su simbólico llamado al mundo. Las ceremonias y la lectura de las declaraciones de paz en estas ciudades han llegado a contar hasta con 100 mil visitantes. Este año, como medida preventiva de contagios de Covid-19, el aforo previsto es considerablemente menor y se ha reducido el número de eventos conmemorativos.
Muchos actos simbólicos de solidaridad en el mundo, también se han cancelado o se celebrarán, de manera inédita, en línea.
Pero en el escenario real, aquellos que sobrevivieron y no perdieron la esperanza, estarán ahí, orando por los cientos de miles que murieron hace 75 años, y por los de estos aciagos días en que otra amenaza vuelve a flotar en el aire. Y en cada linterna de papel lanzada a los ríos va su desesperada voz para que los líderes del mundo entiendan el verdadero valor de la vida y la paz.