Esta es la historia de cuatro hombres y un pueblo llamado San Luis de la Paz, Guanajuato, que decidieron emprender un viaje en busca de 17 de los suyos desaparecidos cuando iban en ruta hacia Estados Unidos. Llegaron a Matamoros tratando de confirmar o descartar que estuvieran entre los muertos enterrados en las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas. Es también la crónica del dolor de miles de familias mexicanas que lloran la ausencia de un desaparecido.
En San Luis de la Paz la población está acostumbrada a la rutina del que se va a Estados Unidos de indocumentado: lo despiden en la central de autobuses con un abrazo, lágrimas y muchas bendiciones… Y después, a esperar las remesas para que sus familias tengan una vida mejor, con el sueño de salir de su pobreza.
Esta población ubicada en el centro de México pertenece a Guanajuato, el Estado que ocupa el tercer lugar nacional como expulsor de migrantes hacia el vecino del norte.
Aquí nacieron y crecieron José Manuel Pérez Guerrero, Valentín Alamilla Camacho, Fernando Guzmán Ramírez, Alejandro Castillo Ramírez, Samuel Guzmán Castañeda, Ricardo Salazar Sánchez, Héctor Castillo Salazar.
Miguel Ángel Ramírez Araiza, Mariano Luna Jiménez, Gregorio Coronilla Luna, Antonio Coronilla Luna, Isidro González Coronilla, Ángel Padrón Sandoval, José Luis Duarte Cruz, Juan Manuel Duarte Cruz, José García Morales y José Humberto Morín López.
Ellos salieron el 21 de marzo pasado con destino a Estados Unidos, esperando ingresar como indocumentados. Para la mayoría no era la primera vez, por necesidad, que realizaban esta travesía.
Fue en las empolvadas calles de esta comunidad ubicada en la frontera entre Guanajuato y San Luis Potosí, donde los 17 viajeros dejaron sus huellas por última vez. Con el mínimo de ropa y de dinero tomaron un autobús de pasajeros hacia la frontera sin imaginarse que en alguna parte de la ruta se iban a esfumar.
Y aunque nadie sabe con exactitud qué fue de ellos, sus familiares temen que hayan perecido a manos de grupos del crimen organizado que los secuestraron y los mataron porque no pudieron pagar un rescate por su liberación, o porque se negaron a unirse a sus filas.
Tuvo que suceder una masacre como la de los 72 centroamericanos asesinados en un rancho del municipio de San Fernando, en agosto del 2010, para que el resto del país se diera cuenta de algo que para los migrantes -mexicanos o extranjeros- ya no era novedad: estaban siendo secuestrados y asesinados.
Cuando San Luis de la Paz quedó atrás de su bitácora de viaje, el autobús entró a Tamaulipas y, según los informes de la Procuraduría General de la República, fue interceptado por hombres armados, como otros migrantes que tuvieron la misma mala suerte de ser privados de su libertad.
La mayoría de los 17 hombres iban a cruzar el Río Bravo con destino final Houston, Texas, para encontrarse con familiares que trabajan como indocumentados.
La prisa por llegar a Reynosa, Matamoros, Nuevo Laredo o a otra población fronteriza ha servido como trampolín para ingresar sin papeles a Estados Unidos; una vez que llegan al destino bastan cinco minutos para tomar el teléfono, llamar a casa y decir que todo está bien.
Por eso las madres, esposas, hijos y hermanos que se quedaron en San Luis de la Paz sabían que pasan días o algunas semanas -pero no meses- sin tener noticias del que se fue. Y en ocasiones, una remesa con algunos cientos de dólares, es la única señal de que el viaje tuvo un final feliz.
Sin embargo en marzo de 2011 las reglas habían cambiado, y en San Luis de la Paz lo sabían. Por eso una a una, madres y esposas de los 17 viajeros, les pidieron que no se fueran, que la pobreza es más llevadera con toda la familia junta.
Mas allá de las súplicas, la decisión estaba tomada, pues cada uno tenía una urgencia que atender: terminar de construir un cuarto nuevo para la casa; tener dinero para enviar a la familia, o juntar un patrimonio que le permitiera contraer nupcias.
No había pasado ni un mes desde que el grupo partió hacia el norte cuando los noticieros dieron la trágica noticia: se habían encontrado más de 70 cuerpos enterrados en fosas clandestinas… en San Fernando otra vez.Desde entonces los días dejaron de ser tranquilos y las noches pasaban en vela, esperando alguna señal de los ausentes.
Fue entonces cuando el pueblo, reunido en una improvisada asamblea, decidió que el jueves 7 de abril enviarían cuatro emisarios a Tamaulipas a buscar noticias de sus desaparecidos; a hurgar entre más de 70 cadáveres encontrados -hasta esos días- en las fosas para saber si estaban los suyos.
Entre ellos estaba Raúl Pérez, el delegado de la comunidad, el hombre que hace una década estuvo a un paso de morir abandonado en las áridas praderas del sur de Texas después de que el “coyote”, que guiaba a su grupo, decidió escapar asustado por la presencia de agentes de la Patrulla Fronteriza.
Raúl tenía un motivo muy poderoso para desafiar el camino a Tamaulipas: su hijo José Manuel (“Meme”, como todos lo conocían), estaba entre los perdidos.
Junto a Raúl viajarían Erick Salazar, quien iba en búsqueda de su hermano Ricardo y su primo Héctor Castillo Salazar, y Hugo Guzmán Ramírez, tratando de localizar a su hermano Fernando y a sus primos Alejandro Castillo Ramírez y Samuel Guzmán Castañeda.
También iría Hugo Coronilla, representando las esperanzas de ocho diferentes familias.
Con dos mil pesos entre billetes y monedas, una carpeta con fotografías, copias de actas de nacimiento y credenciales de elector, los cuatro viajaron hacia Matamoros, Tamaulipas.
Con el paso de los días y las horas, cientos de personas comenzaban a llegar al Servicio Médico Forense buscando terminar con la incertidumbre: saber si su pariente estaba entre los cuerpos desenterrados en San Fernando.
PREGUNTAS,
MUCHAS PREGUNTAS
Es sábado 9 de abril por la tarde. En las oficinas de la Dirección de Servicios Periciales de Matamoros hay mucha actividad. Decenas de personas -mujeres, en su mayoría-, esperan que alguien las atienda.
El acceso a la oficina, una puerta de vidrio con la inscripción “Dirección de Servicios Periciales” en color amarillo, luce tapizada con fotografías y letreros donde se pide la ayuda para encontrar a algún extraviado.
Son casi las cinco de la tarde y los cuatro emisarios de San Luis de la Paz se perdieron en un laberinto burocrático.
Callados, resignados y con aspecto humilde, van de oficina en oficina atendiendo las instrucciones de un funcionario público; les explica que su trámite tienen que hacerlo en otra parte.
Finalmente tras un escritorio encuentran a alguien que los atiende: es una mujer amable que les empieza a tomar los datos de cada uno los 17 desaparecidos. Esperanzados, comienzan a dictarle nombres, edades y señas particulares que eran anotados en simples hojas de papel blanco. Nadie protesta.
El profundo olor a muerte que impregna el lugar -porque los cadáveres son almacenados a unos metros de distancia en una caja de tráiler -, no desanima a estos cuatro hombres; siguen firmes en su idea de ver los rostros de los muertos con la esperanza de reconocer a uno de los suyos.
Pero no fue posible. Los cuerpos desenterrados presentan un avanzado estado de putrefacción y la mayoría están irreconocibles.
A cambio, las autoridades de Tamaulipas, representadas por Rubén González Chapa, delegado en Matamoros de la Procuraduría de Justicia, ofrece mostrarles las fichas con datos de los cadáveres encontrados, hasta ese momento, en más de diez fosas clandestinas de San Fernando.
La tarea fue hurgar en su memoria, y con el apoyo de otros familiares en San Luis de la Paz, para recordar el color del cabello, algún tatuaje, cicatriz o la ropa que usaban los 17 cuando partieron, o cualquier otro detalle que ayude a su identificación.
Cumplida la tarea no queda más que esperar.
DOLOR COMPARTIDO
La quietud de la mañana del domingo 10 de abril en Guanajuato sólo se rompe con el repicar de una campana. A paso lento, familias completas se dirigen a una pequeña capilla ubicada en la comunidad de Maguey Blanco, de donde son originarios varios de los desaparecidos.
La liturgia transcurre pero sólo hay una petición: que aparezcan vivos o muertos, pero que aparezcan.
Mientras, los cuatro emisarios deciden seguir el ejemplo de sus familiares y llegan hasta la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe en Matamoros para hacer la misma plegaria.
Terminadas las gestiones con Dios, es momento de reiniciar las gestiones oficiales.
Aunque amable y solidario con el dolor de los cuatro originarios de San Luis de la Paz, Osvaldo Salinas, encargado de Servicios Periciales, les explica que va a ser imposible que entren a ver los cuerpos a la morgue.
Pero no todo está perdido. Raúl podrá hacerse un examen genético cuyos resultados serán comparados con los realizados a los muertos en las fosas.
De hecho, todos los padres y madres de los desaparecidos tienen que hacer lo mismo, pero para ello se necesita el apoyo de las autoridades de Guanajuato.
El grupo decide separarse y enviar de vuelta a casa a Erick. Él debe convencer a los familiares de interponer las denuncias penales por las desapariciones y hacerse las pruebas del ADN.
Pero la tarea no es fácil. En sus comunidades pocos, o nadie, quiere cooperar; están atrapados entre la tristeza, la desesperación y las esperanzas de localizarlos vivos; están indecisos entre viajar a Guanajuato capital para exigir una investigación, o esperar a que la ayuda de las autoridades les caiga del cielo.
El lunes 11 de abril por la mañana, mientras Erick viaja con destino a Guanajuato, un grupo de familiares sale a la capital del Estado para exigir informes al gobierno. Pero les dijeron que primero tienen que interponer las querellas por las desapariciones y hacerse las pruebas genéticas, en San Luis de la Paz.
Son casi las cinco de la tarde y Erick ha regresado a casa; reunidos los familiares de los 17 extraviados, les explica que en Matamoros fue imposible entrar a ver a los cadáveres, y que la única opción para identificarlos es realizarse las pruebas genéticas.
Las palabras del joven fueron el último empujón que se necesitaba para actuar. Horas después se ven atiborradas las oficinas de la Procuraduría de Justicia de Guanajuato para levantar las denuncias; al mismo tiempo se hacen las pruebas genéticas a los familiares que serán enviadas a laboratorios.
En Matamoros, el lunes 11 de abril inicia con la noticia de que los tres emisarios restantes podrán ver las primeras fichas de identificación de 43 cadáveres, y que podrían coincidir con sus familiares.
Estas fichas contienen datos generales y una descripción de la ropa que vestían las personas al momento de morir.
Es también una escueta descripción de la causa de su muerte: un golpe en la cabeza con un objeto contundente.
Para agotar el tiempo antes de la cita, el grupo decide dirigirse al puente nuevo internacional que une Matamoros con Brownsville. Esta es la primera vez que Hugo Coronilla, Hugo Guzmán y Raúl Pérez ven el Río Bravo desde lo alto y secos.
Mientras observan la puerta de entrada a Estados Unidos, un grupo de deportados pasan a su lado. La esperanza de que sus hermanos, primos, amigos o hijos se encuentren entre ellos, apenas dura unos segundos.
Pero la visita no fue en vano. Un agente del Grupo Beta de Migración mexicana les pide hablar con los repatriados a la fuerza. Y ellos acceden. En pocos minutos relatan su triste peregrinar que los trajo desde su pueblo natal, donde trabajan como albañiles y realizan labores en las áridas tierras de cultivo, hasta esta frontera.
DE VUELTA A CASA
De regreso en las oficinas de Servicios Periciales, los tres están listos para buscar a sus parientes entre las fichas de identificación; tras un par de horas, hurgando entre papeles, descartan que alguno de los 17 desaparecidos estén en los cadáveres que llegaron desde San Fernando.
Sentimientos encontrados en cada experiencia son evidentes. Saben que sus familiares no están muertos, pero sigue su angustia por no saber dónde están.
Y toman la decisión de volver a San Luis de la Paz, donde la espera de noticias será mas llevadera junto a sus familias.
Cuando deciden volver a Guanajuato, se enteran que el número de cadáveres encontrados en San Fernando se incrementó a casi 150.
Devastados, saben que podrían pasar semanas, quizás meses, sin recibir noticias de los17 extraviados desde el 21 de marzo.
Así, la mañana del miércoles 13 de abril inician el largo camino de regreso a San Luis de la Paz, deseando que junto con ellos vinieran los de su propia sangre.
Y aunque no tienen noticias, ninguno ha perdido la fe. Piensan que aún existe la posibilidad de que el autobús donde venía el grupo haya pasado de largo los retenes de la delincuencia organizada, que hayan llegado a la frontera y continuado en ruta hacia el interior de Estados Unidos.
“Tenemos fe”, repiten una y otra vez cuando hablan de su viaje, de su misión y la esperanza que los 17 aparecerán con vida.
Es casi el mediodía y el sol inclemente cae sobre los áridos campos de San Luis de la Paz. Nadie en el grupo sabe mucho de Erick, quien decidió quedarse en casa. Desde que llegó ha confortado a su madre, a su cuñada y a su pequeña sobrina, con el sueño de volver a ver de nuevo un día a Ricardo.
El primero en reencontrarse con su familia fue Raúl, el delegado, quien abraza a sus hijos. Tuvo diez con su esposa. Ella no sabe cuántas veces le ha pedido a Dios que le regrese a “Meme”, el hijo que se perdió el 21 de marzo.
María de Jesús sólo tiene una petición: si su hijo está muerto quiere que se lo digan, que no se lo oculten: “De lo contrario voy a perder las ganas de vivir”.
En los últimos días su salud ha empeorado. En varias ocasiones ha ido al dispensario médico donde le recomiendan no angustiarse más.
La felicidad por volver a ver a su esposo sano y salvo, se opaca porque no tiene noticias de “Meme”.
En otro ejido cercano, a Hugo Coronilla lo recibe una pequeña multitud conformada por sus familiares. Sólo con ver su rostro saben que no trae buenas noticias. Agobiado, se quiebra en llanto al verse arropado por su madre, su hermana y sus primos. Es la primera vez en días que suelta una lágrima.
Finalmente, tras más de mil 700 kilómetros de viaje, Hugo Guzmán regresa a su humilde hogar. En el zaguán de la puerta de su casa, su madre lo espera con un gesto derrotado.
La mujer menuda, morena, anciana y muy delgada, apenas escucha la explicación de su hijo, quien le detalla que vieron las fichas de más de 40 cadáveres y ninguno de ellos era su hermano Fernando.
> No coincidía con la ropa, ni nada…—, dice a su madre que rompe el silencio con una desgarradora pregunta:
> ¿Ni uno..?
La mujer regresa a su casa de ladrillo entre el polvo, mientras Hugo camina despacio detrás de ella cabizbajo, con su mochila casi arrastrando. No derrotado del cansado viaje, pero con las manos vacías.
Esta historia se público originalmente en junio de 2011 y se reproduce como parte de la conmemoración de los 20 años de Hora Cero.