Por Erick Muñiz y Luciano Campos Garza/Enviados
De Matamoros a Tijuana la violencia tiene muchos rostros y, sin duda, uno de los más desgarradores es el de los familiares de los desaparecidos por las mafias del narcotráfico en México.
Cónyuges, hijos, hermanos, padres y madres angustiados a lo largo de los más de 3 mil kilómetros de la frontera norte con Estados Unidos, conforman el otro rostro del narco.
Ellos, pero sobre todo ellas, sufren las consecuencias de los “levantones” -como se le conoce en el argot policiaco a estas privaciones de la libertad- y mueren cada día bajo el peso de la incertidumbre de no saber qué pasó con sus seres queridos.
No hay autoridad que se aboque a investigar seriamente las denuncias de los desaparecidos por la simple presunción de que estaban involucrados en el narcotráfico. Los plagiarios nunca reciben castigo y los raptados nunca aparecen.
Además, los mismos agentes policiacos sugieren a los dolientes, mediante veladas amenazas, que lo mejor es cubrir con la tierra del olvido la memoria de los “levantados”. Quieren hacer del silencio otro socio del crimen.
Hora Cero emprendió un recorrido por diferentes ciudades fronterizas del país, recabó historias de desapariciones, el suplicio por encontrar a la hija, el hijo, el esposo, el padre, y atestiguó el dolor de los familiares que esperan un día ver regresar con vida a los ausentes.
A través de testimonios salpicados de lágrimas, los afectados rememoran el penoso sendero que han tenido que recorrer desde hace largos cinco años o recientes tres meses, porque los “levantones” hace mucho tiempo que empezaron, y siguen ocurriendo.
Abundan los casos en el país y más en la frontera.
Rosa Elena García Portillo mira por la ventana hacia la calle, en la colonia Morelos de Ciudad Juárez, Chihuahua, y dice sin emoción: “Yo lo que quiero es que a mi esposo me lo den a como sea. Ya no tengo esperanzas de encontrarlo vivo, pero aunque sea que me den el cuerpo para reclamar la pensión”. En su cara hay lágrimas de impotencia.
En esa misma ciudad, un militar fue secuestrado. Su padre, el profesor Ernesto Ontiveros, dice que fue el gobierno. “No quiero venganzas, solo que el gobierno nos diga aquí están los desaparecidos, que nos lo avienten, aunque sea como si fueran perros, pero que nos los den. Que nos digan vayan a tal parte a ver qué encuentran. La incertidumbre mata y hace que hasta se desintegren familias. Y parece ser que las autoridades se ensañan, como si les dieran la consigna de hacer sufrir a las personas y eso están logrando”.
En Matamoros, Tamaulipas, doña Carmen Pineda espera que regrese el hijo ausente: “Tengo fe en Dios que a lo mejor me lo regresa. Ojalá y que me lo regrese. Todas las noches le pido y le pido. A veces siento una rebeldía y ofendo a Dios pero después se me pasa y le pido perdón. Tengo la esperanza de encontrarlo. A veces me derrumbo pensando que ya jamás lo volveré a ver. Siento una impotencia, ganas de salir corriendo y gritar lo que siento. No sé ya qué hacer”.
Miguel Alemán, municipio de la frontera tamaulipeca, tiene también su cuota de desaparecidos. La señora Perfecta Juárez, que busca a su hijo presuntamente secuestrado por militares al servicio del narco, comenta que ha sido amedrentada pero ya le perdió el miedo a sus angustiadores: “Yo no tengo miedo, ya lo perdí. Yo a mi hijo quiero siquiera verlo por última vez. Yo quiero saber dónde está. Hace poco me andaba siguiendo un fulano y me insultó desde un carro y sí sentí temor pero ya no. Lo que quiero saber es donde está mi muchacho, que me lo devuelvan como sea”.
El abogado José Alfredo Medina Vizcaíno tiene cuatro años de desaparecido. Se fue de Ciudad Juárez a Torreón, Coahuila, y ya no regresó. Su esposa Leticia se consume en la incertidumbre. “No sé si está vivo o está muerto o en la cárcel. Y tengo todavía esperanza de encontrarlo, pero tengo mucha impotencia y coraje porque no puedo hacer nada, las autoridades no dicen nada, ni nos apoyan. A estas alturas ya quiero saber como sea lo que pasa, porque no sabemos nada”.
En Baja California, en el extremo poniente de México, también hay familias completas en duelo, como la de Alejandro Hodoyán, quien ya va a cumplir cinco años desaparecido en Tijuana. Su madre no pierde la esperanza, “pero se me rompe el corazón cada vez que mis dos nietas me preguntan: ¿abuelita, tengo papá o no tengo papá?”.
Lilia Dávila siempre fue una hija modelo, pero estuvo en el sitio equivocado en el momento equivocado y fue “levantada” junto con una compañera en Ensenada, Baja California. Su madre no encuentra consuelo. “Mi sufrimiento es horrible ¿Las mataron? ?Las violaron? No sé, pienso yo: a lo mejor las echaron al mar ¿o las enterraron?”.
El drama interno es demoledor: familias fracturadas, vidas que nunca volverán a ser las mismas y madres que se declaran muertas en vida porque su único motivo para despertar cada mañana es saber dónde está su hijo.
En muchos casos ni siquiera claman justicia pues consideran que sería mucho pedir. Tampoco esperan ver vivos a sus familiares. Se conforman con saber dónde están sus restos.
Porque a ellos la impunidad los lastima, pero la incertidumbre los mata.
“No duermo esperando que mi hijo llegue”
Luciano Campos/Enviado
Matamoros, Tamps.-
El caso parece simple: en Matamoros, Tamaulipas, un joven empleado que aparentemente llevaba una doble vida, desapareció en abril del 2001 y no ha vuelto a saberse nada de él. Era vecino de personas sospechosas relacionada con actividades del narcotráfico y fue con una de ellas con quien lo vieron por última vez.
Su desaparición ameritó algunas líneas en las páginas interiores de los periódicos.
Pero muy pocos saben que la ausencia de Edgar Amilkar Rodríguez Pineda, de 30 años, tiene moralmente devastada a su madre, Carmen Pineda de Rodríguez.
La vida de ella se ha transformado en una lenta y dolorosa agonía desde la madrugada del 18 de abril, cuando Edgar Amilkar abandonó una reunión en el coche de un amigo para ir a entregarle, supuestamente, un aparato de aire acondicionado que le vendería.
Pero a partir de eso, nadie lo ha vuelto a ver.
La señora Pineda lo buscó al día siguiente. Preguntó a los vecinos y a los amigos del joven, pero sólo encontró silencio.
Presentó ante la Agencia del Ministerio Público la denuncia de desaparición y fue levantada el acta circunstanciada 105/2001. Persiguió durante los días posteriores al comandante Jaime Yáñez Cantú, de la Policía Ministerial del Estado en Matamoros, quien nunca le resolvió nada. Incluso ella se convirtió en investigadora y con sus indagaciones avanzó más que los agentes.
Fue presentada una persona relacionada con el caso pero nada fue aclarado.
Asesinado Yáñez recientemente, ya nadie ha continuado con su caso.
Desde que Amilkar desapareció, Carmen Pineda ya no tiene vida. Atiende todos los días el negocio de la familia, Minisuper El Amigo, en su propia casa, ubicada en Gardenia Sur 154 de la colonia Villa de las Flores, en Matamoros, pero no puede concentrarse en nada.
Entrevistada por Hora Cero en su domicilio el viernes 14 de septiembre, Carmen Pineda intenta decir algunas palabras, ser fuerte, pero rápidamente es derrotada por el dolor y las lágrimas.
“Es tanta mi impotencia. Es una cosa horrible -aprieta los dientes-. Hace poquito salió otro secuestrado y lo encontraron quemado. Yo pienso qué no harían con mi hijo. ¿Dónde está? Todos los días estoy pensando. No duermo, en las noches dejo la puerta abierta esperando que me hable o que chifle. Siempre venía y me chiflaba y me decía ‘Mamá’… así estoy todas las noches esperando que llegue. Es algo que no le deseo a nadie”.
Su casa es modesta. Sentada en el comedor, observa a su esposo, Andrés Rodríguez, que atiende el mostrador de la tienda. Doña Carmen, de 55 años, hace memoria y recuerda cómo inició el suplicio.
“Amilkar aquí estuvo la noche del 17 de abril y se fue ya el 18 y fue la última vez que lo vio mi nuera. Esa noche fue a recoger a su casa un aire acondicionado descompuesto que yo le había regalado. Se lo llevó a vender en la colonia Aurora. Se fue con un amigo de él de ahí y los conocían a todos porque antes vivíamos ahí. Se fue en el carro de Humberto.
“Desde entonces se perdió la pista. Humberto dice que fue la última vez que lo vio. Nosotros no sabíamos que era Humberto el del carro pero mi esposo fue a preguntar si ya había llegado mi hijo a su casa pero le dijeron que no. Nosotros le dijimos a Nereyda que por qué no nos dijo con tiempo, porque para entonces ya era un jueves”, dice.
Edgar Amilkar Rodríguez tenía 11 de años de matrimonio con Nereyda Sifuentes Palomino. Tienen dos hijos: Cristian Nayeli y Edgar Amilkar.
Doña Carmen relata el inicio de sus pesquisas.
“Yo me fui a buscarlo a la colonia. Ahí estaba un montón de muchachos lavando una camioneta. Yo los conocía, porque con ellos mi’jo se juntaba y les dije que si no habían visto a Amilkar. Se quedaban viendo unos a otros y me decían que no. Ahí estaba Humberto, le dicen ‘El Tomillo’. Después de que fuimos a poner la denuncia ante el Ministerio Público y salió en el periódico la desaparición, decía ahí mi nuera que lo habían visto por última vez en un carro negro”, dice.
Después de eso, Humberto fue voluntariamente a visitarlos para desligarse del incidente.
“(Humberto) vino entonces el domingo a decirnos que él le había comprado el aire a m’ijo. Mi esposo entonces le dijo que por qué les había mentido antes, diciendo que no lo había visto”, dice pasándose una mano sobre el rostro marchito, marcado por profundas huellas de desesperación.
Amilkar fue visto por última vez vestido con camisa blanca, pantalón deportivo verde militar y tenis del mismo color. Portaba una cadena de oro de 14 kilates Cartier y el teléfono celular Ericsson número 388862. Se desplazaba en un automóvil Lincoln Continental 85 cuatro puertas color gris, sin placas. El automóvil también desapareció y nadie se explica cómo. Días después el vehículo fue encontrado abandonado en el estacionamiento de un centro comercial en Reynosa, ciudad a 85 kilómetros al poniente de Matamoros.
Humberto Salinas fue detenido y llevado en calidad de presentado el 25 de abril. En su versión, “El Tomillo” refiere que a las 2:30 de la madrugada, Amilkar fue por él y por su hermano, Julio Salinas, alias “El Sapo”, a ofrecerles el aire acondicionado, que sacaron del domicilio del ahora desaparecido. Le pagaron 500 pesos. Un joven de nombre Carlos le comentó después que a las 4 horas de esa misma madrugada, vio a Amilkar en su Lincoln acompañado de una mujer rubia y le preguntó por “El Sapo” y al no encontrarlo, se retiró.
Después de su declaración, “El Tomillo” fue dejado en libertad.
La madre de Amilkar inició en seguida un peregrinaje para encontrarlo y en su búsqueda, semanas después, encontró las primeras pistas.
Después de que encontró el automóvil doña Carmen continuó con las indagaciones y tuvo otra idea.
“Me la pasaba pensando y me dije que para llevarlo a Reynosa debieron llevar el carro por la caseta y como tienen cámaras ahí tienen que haber visto quién pasó en el carro. Me fui a la caseta a preguntar si me podían prestar el video y me dijeron que sí pero tenían que mostrármelo con una solicitud ministerial”.
La familia tiene imágenes videograbadas de Amilkar en situaciones felices pero le prohiben a doña Carmen verlas para no hacer más grande la herida.
“Es una agonía. Mis hijos y mis hijas nos acordamos de él. Mi hija tiene unos videos de los Años Nuevos que pasamos juntos. Ella me los escondió porque no quería que los viera. Yo le digo que me deje verlos, que me deje oír su voz -suspira. Gruesas lágrimas caen por las mejillas-. Ayer vi el video, escuché su voz y sentí que lo tenía conmigo”.
La desesperación la ha llevado a evocar pensamientos terribles en los que maldice y se rebela ante el destino.
“Tengo fe en Dios que a lo mejor me lo regresa. Ojalá y que me lo regrese. Todas las noches le pido y le pido. A veces siento una rebeldía y ofendo a Dios pero después se me pasa y le pido perdón. Tengo la esperanza de encontrarlo. A veces me derrumbo pensando que ya jamás lo volveré a ver. Siento una impotencia, ganas de salir corriendo y gritar lo que siento. No sé ya qué hacer”.
Los dos primos: en 1994 y en 1999
Por Luciano Campos/Enviado
Ciudad Juárez, Chih.-
Caso raro, dos miembros de una familia desaparecieron pero con años de diferencia.
El primer secuestro es el del excomandante de la Policía Judicial del Estado (PJE) de Chihuahua, Alfonso Magaña Chávez, desaparecido el 10 de noviembre de 1994.
Ese día fue a buscarlo un joven de nombre Alfredo, que le llevaba el recado de un “madrina” de la Policía Judicial Federal conocido como “El Tigre”.
La madre de Alfonso declaró después que su hijo platicaba en el patio con Alfredo y de pronto dejó de escuchar la conversación.
Lorenza Benavides Magaña, es cuñada del excomandante y relata como ocurrió la desaparición del primer Magaña.
Por tres días consecutivos fue un joven llamado Alfredo a buscarlo, que le llevaba un recado de un “madrina” de la Federal mal llamado “El Tigre”. No lo encontró esos días, hasta el jueves 10 de noviembre de 1994 y sale mi cuñado a platicar al patio fuera de la casa y de pronto dice mi suegra que poco a poco dejó de escuchar las voces y al salir ya no estaba mi cuñado y así desapareció”.
“No sabemos si se lo llevaron o se fue por su propia voluntad. Le dice la suegra a mi marido que Alfonso (hermano de Alfonso) se fue con Alfredo y mi marido, acostumbrado a que mi cuñado por su trabajo no regresaba, pensó que se había ido de farra pero el sábado ya no regresó. Mi marido entonces pensó que no podía irse tan seguido de parranda. Fueron a poner la denuncia y al mismo tiempo a buscar a Alfredo, el que se lo llevó y cuando lo encuentran, se lo traen a mi casa para que le diga a mi suegra lo que ocurrió”.
“Ahí le dice que llevaba un recado del “Tigre” y que se fueron a un bar que se llama “El Edgar”, que está por la calle Xilotepec. A “El Edgar” le hablaron dos agentes federales, que le dicen que ahí no, que en el “Phantom”, que está en Soriana Juárez y de ahí que se vayan al Auto Hotel “Las Fuentes” y, supuestamente, Alfredo ahí lo dejó con los dos agentes federales. Uno de ellos se llamaba Hugo Tulio y apareció el año pasado encajuelado y ejecutado en México y el otro era Eduardo Mancera. “Después dejaron a Alfredo en su casa pero no lo volvieron a encontrar después para nada”, relata.
Benavides Magaña señala que las investigaciones llevaron a los agentes a caer en contradicciones pero no sacaron nada en claro.
“Entonces la investigación ministerial sigue en la PGR que les den los nombres de los agentes y les dicen que están hospedados en el Hotel “Kalinda” y ahí van y se entrevistan con ellos. Mancera no da la cara pero Hugo Tulio da la versión contraria: que dejaron a mi cuñado con Alfredo en ‘Las Fuentes’ pero algunos testigos dicen que no es cierto, sino que mi cuñado se quedó con los dos agentes y fueron ellos los que lo desaparecieron”, dice Benavides, quien es codirectora de la Asocación de Desaparecidos.
Desde entonces, su madre lo espera y no acepta la idea de que Alfonso ha desaparecido para siempre. En su casa mantienen intactos los uniformes como efectivo de la Judicial del Estado, en espera de que un día regrese.
Cinco años después, el 2 de abril de 1999, desapareció otro de la familia, Elías Casas Magaña, un joven discreto, treintañero, primo de Alfonso pero sin nexos con la policía.
Ese domingo de Pascua salió de la casa de su hermana de la colonia Morelos, iba a un día de campo y nadie lo vio de nuevo. Se lo tragó la tierra.
Benvides Magaña: “Nunca llegó a reunirse con la gente del trabajo. Desaparece con todo y carro y no se ha sabido absolutamente nada. Él era muy serio, hermético, muy dedicado a su trabajo, no tenía diversiones, por eso las autoridades no le encontraron nada por todas las investigaciones que le hicieron. No había por donde buscarle para que estuviera involucarado en narco y la ineptitud les llevó a decir que Elías era homosexual y que se fue a vivir su vida libremente. Esa fue la respuesta que nos dieron. Después de eso no sabemos nada”.
El militar que “sabía bien algo”
Por Luciano Campos/Enviado
Ciudad Juárez, Chih.-
En la que es considerada su foto oficial, Víctor Hugo Ontiveros Gómez luce orgulloso su uniforme militar con insignias. Era Teniente de Infantería del Ejército Mexicano e instructor de armamento y tiro de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua.
Desertor del Ejército, su carrera en la PJE iba en ascenso hasta que el 2 de septiembre de 1996, a la edad de 31 años, desapareció. Ese día avisó su mujer que regresaría en minutos, salió de su casa y ya no fue encontrado. Su coche fue hallado al día siguiente, pero sin él a bordo.
Su padre es el profesor Ernesto Ontiveros Godínez, uno de los activistas de la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas, A.C. en Ciudad Juárez.
Aguerrido, el profesor Ernesto es incansable en la búsqueda de Víctor y no ceja en el empeño, pese al “cinismo” y “crueldad” de las autoridades que “pareciera que hacen hasta lo imposible por que no sean hallados los desaparecidos”.
No se anda con rodeos cuando elabora la teoría de la desaparición.
“Mi hijo, por ser militar y trabajar en la Policía Judicial del Estado como instructor de armamento y tiro, sabía muy bien algo. La característica de todos los desaparecidos es que sabían mucho o poco de los narcotraficantes y el contubernio con el gobierno. “Creemos que los narcos le decían al gobierno: todos estos saben algo de mí y de mi contubernio contigo, así que a ver qué haces con ellos, así que los desaparecen”, dice.
Su casa está en la calle Río Orinoco 1381 de la colonia Magisterial. Al momento de la entrevista, su esposa, Esperanza, le ayuda algunos niños a hacer la tarea en la sala de la casa. Cuando aborda el tema de Víctor, deciden trasladarse a otro lugar a seguir con sus ocupaciones.
“Todos decimos lo mismo: si cometieron algún delito, que los enjuicien, si se hacen merecedores a 20 o 30 años de cárcel, correcto pero por qué nos lo desaparecen -clama el profesor-. No es cierto que ellos hayan cometido algo, porque por ley no deben desaparecer. Llegó el momento en que aumentó el número de desaparecidos que eran tantos que se convirtió en una papa caliente que nadie quiere resolver porque están metidos muchos funcionarios públicos”.
Después de la desaparición de Víctor, el mayor de cinco hermanos, su fe en las autoridades quedó destruida.
“Antes yo medio creía en las autoridades. Yo sé que hay leyes pero lo que medio cree uno es que no hay justicia y ahora estoy completamente convencido de que la justicia es selectiva, aunque la ley es para todos. Tenga la completa seguridad que si alguno de los desaparecidos fuera hijo o pariente de algún funcionario público, por lo menos a esa persona ya la hubieran hallado pero de clase media hacia abajo no, porque no tenemos dinero para contratar a un buen licenciado y los que sí han podido no han hecho mucho”, dice frustrado.
Los amigos tampoco han respondido al llamado de solidaridad. “Algunos licenciados conocidos, algunos de ellos alumnos míos, se interesan en el caso de mi hijo y nos dicen que nos ayudan pero a los pocos días que los veo nos dicen que andan con mucho trabajo y que me avisan después pero al mes los vuelvo a ver y nada me dicen. Nada de nada”.
La ausencia de su hijo le pesa como una losa, pero tiene encendida la flama de la esperanza, algún día cree que lo encontrará con vida, aunque la suya sea un infierno.
“Yo sí tengo la esperanza de encontrarlo vivo. La esperanza muere al último. La incertidumbre nos mata, porque no es lo mismo saber que lo mataron y ver el cuerpo y que está enterrado ya ve uno por sus muertos y habla con ellos. Pero en Navidad o en algún evento que se reúne la familia y los amigos y todos están muy contentos y todo es cuestión de que nos acordemos de mi hijo. Si estará bien de sus facultades, dónde estará, muriéndose de hambre, lisiado”, dice.
Y agrega fervoroso, apretando los dientes: “Cuando uno expone el caso, se quiebra uno aunque no quiera, porque la incertidumbre es muy dolorosa. lo descontrola a uno por completo. Se han muerto madres en nuestra asociación. Dios quiera que nunca le pase a nadie lo que a nosotros”.
Cinco años después de la desaparición, el profe Ontiveros no tiene anhelo de revancha, sólo pide saber qué fue de su hijo el Teniente.
“No quiero venganzas, sólo que el gobierno nos diga aquí están, que nos los aviente, aunque sea como si fueran perros pero que nos los den. Que nos digan vayan a tal parte a ver qué encuentran. La incertidumbre mata y hace que hasta se desintegren familias. Y parece ser que las autoridades se ensañan, como si les dieran la consigna de hacer sufrir a las personas y eso están logrando”, se duele envarado en un sillón.
Activista al fin, Ontiveros Godínez señala que la culpa de las desapariciones, secuestros y levantones es de los dos últimos gobiernos de la entidad.
“En el 93 inician los desaparecidos y los asesinatos de las jovencitas. Y por coincidencia cambia del PRI al PAN. Parece ser que al entrar el PAN tuvieron carta abierta los delincuentes, porque empezaron a incrementarse más y más y más pero exageradamente los delitos pero nuestras autoridades locales y estatales no hicieron nada, puras mentiras.
“En la federación tampoco hubo respuesta. A nosotros nos impresiona el contubernio entre la delincuencia organizada y el gobierno. Al abrir la cloaca de los desaparecidos, van a salir bastantes personas. -Ejemplifica-: A (Francisco) Barrio le dieron de premio la Secodam para que no diga nada porque esto está que arde. Hace poquito vi en la tele que se iba a hacer una fiscalía para los desaparecidos que anunciaba Rafael Macedo de la Concha. Una superfiscalía. Pero si las autoridades locales ni estatales, ni federales han hecho nada, menos con los militares porque ahí está Macedo de la Concha”, lamenta.
“Estoy muerta por dentro”: doña Emma
Por Erick Muñiz/Enviado
Tijuana, B.C.-
¿Has hablado alguna vez con una persona muerta? ¿No? Pues mira: ahorita lo estás haciendo porque desde que se llevaron a mi hijo yo estoy muerta”.
Emma Márquez Magdaleno, madre de Héctor Alejandro Estavillo Márquez, es quien así se expresa y recalca: “Yo ya ando mal. No voy a terminar nada bien, nada bien”.
Mujer joven y atractiva, Emma era tan unida con su hijo que iban juntos a los mejores bailes de Tijuana y ella se sentía halagada cuando alguna conocida de él lo celaba, pensando que eran pareja.
Ahora es diferente. Siente que envejeció cinco años en 12 meses, considera que no tiene ningún caso arreglarse como antes y asegura que la alegría de vivir ya no la encuentra por ningún lado.
La razón: su hijo fue “levantado” hace poco más de un año, el 29 de noviembre del 2000 y desde entonces no aparece.
Una de las muchas dificultades que implica entrevistar a quien tiene un familiar desaparecido es el manejo de los tiempos gramaticales, ese manejo de los verbos que traiciona: ¿su familiar es o era? ¿está o estaba? Es muy delgada la línea que implica pensar a una persona con vida o sin ella.
Después de una extensa charla informal, la afligida madre accede a la entrevista y luego de un par de días reconoce que su hijo Héctor andaba en malas compañías y a ello atribuye su desaparición.
“Le dijeron a mi hijo que querían a Jaime, un muchacho que vendía droga. Héctor lo ayudaba en el trabajo pero no tenía nada qué ver con él y les dijo que si querían a Jaime le preguntara al hombre que les puso la trampa, el que los citó, porque él es primo de Jaime pero aquél se había ido inmediatamente después que los agarraron, y luego supimos que fue agente ministerial”.
La relación de Héctor Estavillo con el buscado Jaime inició de forma casual, cuando el primero trabajaba como chofer de un comandante de la Procuraduría General de la República.
Luego de una época más o menos buena, llegaron tiempos de vacas flacas para el joven. Se quedó sin trabajo, le robaron dos camionetas pick ups con las que trabajaba, le nació un niño sin planear y su suegra los corrió de un departamento que les rentaba.
“Mi hijo se paniqueó y se fue por lo más fácil, ¿que aquí hay mucha lana? Pues aquí me meto, sin medir las consecuencias absolutamente de nada”.
Cuando recuerda la infancia de su hijo, a Emma se le iluminan los ojos con los buenos recuerdos de quien todavía considera un niño. Su niño.
“Héctor siempre fue un chamaco muy inquieto. Lo malo es que cuando estaba en la secundaria empezó a juntarse con muchachos de mucho dinero y como su papá era abogado y yo enfermera no le podíamos dar los mismos lujos. Luego empezó a andar de novio con una muchacha que sus familiares son narcotraficantes y ella es ahijada de Jesús “Chuy” Labra, el gatillero de los Arellano Félix.
Las manos de Emma no descansan: están en el café, pasan al cigarrillo, mueven la grabadora, acomodan su cabello, entrelazan sus dedos. Son apenas un breve reflejo de la angustia que la inunda.
Mujer práctica y realista, lo primero que hizo cuando vio que su hijo no llegaba fue irse “derechito” a buscarlo al Servicio Médico Forense. Por suerte no estaba. Luego retoma vuelo la esperanza.
Hoy ya sabe qué es de su vida: un infierno en el que hasta respirar duele, en el que hasta la felicidad ajena es un insulto, en el que llega a ofender a Dios por permitirle sufrir tanto, en el que el consuelo no se encuentra por más que se le busca.
Al principio, sus labores de investigación la mantuvieron más o menos ocupada “pero luego me enfermé y ya no puedo trabajar, no puedo manejar, no puedo hacer nada. Tengo miedo de salir, tengo que estar con medicamento porque si no me siento bien trastornada. A veces quiero hacer mucho y a veces ya no quiero hacer nada”.
Las lágrimas ya no pueden contenerse. Los suspiros llenan el restaurante vacío, salen a la calle y se pierden en la fría tarde de Tijuana que también parece estar triste con esa llovizna que dura todo el día.
Emma se desbarata. Se contrae en sí misma, como queriendo eludir el dolor que siente, la tristeza que la está matando. Como si quisiera que la situación pasara rozando su cabeza pero sin tocarla y cierra los ojos fuerte, con coraje. A lo mejor quiere ver si al abrirlos resulta que todo era un sueño, pero no. Los abre y todo sigue igual.
Sorprendentemente asegura que estuvo peor “ya no estoy tan mal como estaba, antes no podía hablar nada. Con mi familia no hablo de esto porque no quiero que me vean mal pero ellos ya saben”.
Los vaivenes del ánimo de Emma son impresionantes. Cuando su interlocutor está apenas hilvanando una torpe frase, un lugar común que no muestre una amarga derrota pero tampoco un irresponsable optimismo, algo que pueda servir de aliciente, de absurdo consuelo o por lo menos de pretexto para abrir la boca reseca y tragar un poco de saliva, ella da un bandazo al otro extremo de la realidad.
La mujer parece un poco repuesta. Es cuando uno comprueba que la única forma de que recupere un poco su entereza es teniendo la seguridad de saber lo que pasó. Aunque sea lo peor pero saber qué pasó.
Por eso se justifica la siguiente pregunta. O a lo mejor no pero de todas formas la escuchó y, al responderla, lamentablemente volvió a caer por esa insana pendiente del dolor: “¿Entonces usted ya está segura de que su hijo está muerto?”.
“No -dice luego de una pausa de duda y de otro torrente de llanto- pero mi corazón de madre me lo dice”.
Y uno tiene que creerle, porque si pudiera evitarlo, ningún hijo dejaría a su madre sufrir como Emma sufre.
Para consuelo del entrevistador, la mujer expresa que hablar del problema la desahoga un poco, le ayuda en algo.
Las lágrimas se están secando, la respiración es más tranquila y la noche le avisa a Emma que tiene que retirarse. Antes de la despedida se le hace la última pregunta, una para las madres que tienen menos tiempo viviendo el infierno que ella ya conoce. Un consejo para ellas.
“¿Un consejo? ¿Pues qué me puedes decir a mí que me consuele? Nada. Si desde el momento en que están desaparecidos la vida se termina para uno, no hay consuelo, no hay una palabra, no hay.
“Yo no podría darle consuelo a una madre porque yo misma no lo tengo y no se puede dar lo que no se tiene”.
Doña Elvira, la madre herida de Lilia
Por Erick Muñiz
Ensenada, B.C.-
Elvira Padilla de Dávila es menudita. Sentada en la silla, sus pies apenas alcanzan a rozar el suelo de la estética, ubicada en céntrica calle de Ensenada, Baja California, donde sus hijas ofrecen cortes de cabello con estudio de imagen por computadora.
Blanca, de cabello castaño y unos lentes de estilo conservador que le van bien con su papel de abuela, la mujer no deja que su cuerpo denote la angustia que se le sale por los ojos: mantiene bien recta la espalda y apenas y retuerce sus dedos cuando lo más álgido de los recuerdos le lastima la memoria.
Parecería que lo mejor es no pensar, mantener la mente embotada en cualquier cosa que no sea evocar a su hija, tan parecida a ella hasta en el carácter.
Elvira ya no vive la misma vida, se la cambiaron por completo. Ahora vive anclada al 27 de noviembre de 1997, el día que Lilia, su primogénita, desapareció junto con otra joven del mismo nombre, en uno de los pocos casos de secuestros contra mujeres y que la prensa local bautizó como “el caso de las Lilias”.
Para esta mujer, el tiempo tiene un parteaguas: antes y después de que su hija fue desaparecida. O “levantada”, como se dice en el argot del narcotráfico, el cual ahora esta ama de casa domina a la perfección forzada por las circunstancias.
Las aciagas evocaciones vuelven el ambiente tenso pero Elvira no se raja: dijo que estaba dispuesta a hablar porque está convencida que de algo puede servir la entrevista “a lo mejor alguien en algún lugar la lee y puede finalmente apiadarse de mí y decirme dónde está mi hija”.
Porque si hay alguna persona de verdad inocente en la historia de los “levantones” es la joven Lilia Elvira Dávila Padilla, quien, asegura su madre, nunca estuvo relacionada ni de lejos con asuntos del narcotráfico pero, lamentablemente,
acompañó a quien no debía y estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Hace cuatro años de eso y las autoridades todavía no saben -o no quieren saber- nada.
SIN DEBERLA
NI TEMERLA
“Ese día (noviembre 27 de 1997) mi hija iba a ir al cine con una muchachita que también se llama Lilia y trabajaba donde mismo, en la compañía de teléfonos Telcel. Ellas ni siquiera eran amigas, eran compañeras. Mi hija la llevó a la casa a comer dos o tres veces.
La compañera de trabajo de mi hija se llama Lilia Hernández Ramírez y las dos tenían la misma edad, 26 años”, recuerda Elvira.
“Mi hija y la otra Lilia iban a ir al cine, pero un oficial de Tránsito encontró el carro de mi hija abandonado en la calle de Jaime Nunó. Como estaba ahí supusimos que iban a la casa de su compañera de trabajo para que se cambiara, porque no le gustaba salir en la tarde con la misma ropa que traía en la mañana.
“El carro estaba casi a media calle, con las puertas abiertas y las luces y el estéreo encendidos. Hasta la bolsa de mi hija con su agenda estaba dentro del carro y como la puerta del lado del chofer no se podía abrir por fuera, pensamos que las amenazaron con un arma para hacerlas salir”, explica Elvira, con una calma de ésas que presagian tormentas.
EL MOTIVO
Obligados a convertirse en detectives, la familia de Lilia empezó a preguntar, investigar y atar cabos hasta que dieron con la razón del “levantón” y, como lo presentían, su hija no tenía nada qué ver. El problema era con su acompañante y ella tuvo la mala suerte de ir con ella en el peor momento.
“Un agente militar antinarcóticos de nombre Ecatzin Flores era novio o amante de la otra Lilia, la amiga de mi hija. Esa muchacha además tenía novio oficial y hasta se iba a casar.
“El día 25, dos días antes de la desaparición, ese agente Ecatzin fue por Lilia para invitarla a cenar y fue a su casa en un vehículo oficial de la milicia pero antes de llegar a la cena sus superiores le avisaron que fuera a una bodega porque iba a haber un cateo.
“Entonces este señor, en vez de disculparse y bajar a la muchacha, se la llevó al cateo que fue en la avenida Transpeninsular del Fraccionamiento Valle Dorado, donde la muchacha vio autos y armas y a varias personas que los agentes dejaron ir”, cuenta Elvira y explica que la información se la dio “la otra Lilia” a su hermana y ésta se las platicó a ellos.
EL DOLOR
DE UNA MADRE
Lilia Elvira Dávila Padilla creció en San Luis Potosí y es la mayor de la familia. Tenía 17 años cuando llegó a Ensenada y toda la familia decidió mudarse a este Puerto de Baja California.
“Mis hijos nunca reprobaron ni un año, no eran callejeros ni groseros con la gente, muy normales. Siempre estábamos pendientes de ellos llevándolos a la escuela, recogiéndolos a los cuatro, Lilia, la mayor, luego mi hijo el que murió recién casado y otras dos mujeres.
“A mi hija no le gustaba salir, tenía una o dos amigas, contaditas, que era con las que se juntaba pero aquí en Ensenada, no”, recuerda Elvira con un aire de orgullo por la buena crianza otorgada a sus hijas.
“Lilia era muy seria, callada, poco comunicativa. Muy observadora, se pasaba observando y escuchando a la gente con la que trataba sin comentar nada y después me comentaba que tal persona era de cierta manera. Era muy buena gente, muy analítica”.
La voz de Elvira languidece como el sol de Ensenada que se pierde en el Pacífico. Se vuelve un hilo y la grabadora no registra sino murmullos, frases ininteligibles y la mujer se va convirtiendo en algo así como una niña que reclama ayuda, que necesita consuelo.
Viene una de sus hijas por un lado. Por el otro se escuchan los sollozos de otra madre que también perdió a su hijo y quería conocer a alguien que comprendiera su dolor.
Nadie habla. Solamente los suaves gemidos y el ruido del caset avanzando
inútilmente porque nada es capaz de grabar ese dolor. Hay que estar ahí no para sentirlo -eso apenas ellas- pero por lo menos para imaginarlo un poco.
Los recuerdos le escuecen el alma. Tal vez ella ni cuenta se da pero se le enchina la piel y se le erizan los vellos de los brazos cuando divaga sobre el destino de su hija. Es una mujer callada, de carácter pero finalmente se quiebra: emite profundos sollozos y deja correr las lágrimas que fluyen sin cesar en medio de un silencio incómodo, lastimero, pesado. Cualquier comentario sonaría hueco; cualquier pregunta sería inoportuna.
Ella misma salva la situación recuperando un poco la entereza.
“Y como yo digo, no nomás son ellas las víctimas sino toda la familia, toda la familia. En primer lugar queda uno traumado, salen mis hijas y ahora más que nunca les pregunto dónde van a estar y a qué horas se ven y con quién y nada más de que sepa uno que salen empieza a angustiarse y si se tardan más de cinco minutos ya está uno pendiente del teléfono”.