Hace 37 años viajé por primera vez a México con un Papa. A pesar de no haber relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, Juan Pablo II, apenas tres meses después del inicio de su pontificado, decidió aceptar la invitación de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, no antes de pedir el “beneplácito” del presidente de la República José López Portillo, quien lo recibió al pie de la escalerilla del avión, le tendió la mano y le dijo:
“Buenas tardes, señor, lo dejo en manos de su grey”.
El papa polaco pensó quizás en ese momento que sus colaboradores que le habían intentado convencer de que no fuera a México en esas circunstancias, a lo mejor tenían razón. Pero le fue suficiente salir del aeropuerto para encontrarse con millones de personas, que a lo largo de una semana y en cuatro viajes más, lo siguieron paso a paso, con una fe, una alegría, una entrega, un amor que hasta hoy le tienen.
Juan Pablo II volvió a Roma y me dijo que en México había entendido cómo quería ser Papa: al ver a esas multitudes llenas de júbilo, entendió que tenía que ser un Papa viajero que se acercara a los católicos del mundo entero.
Estuve cinco veces con Juan Pablo II en México y en marzo del 2012 con el papa Benedicto XVI en Guanajuato y León.
Nunca me hubiera imaginado volver con un papa latinoamericano y con las características del papa Francisco.
Un hombre sencillo, humilde, muy espontáneo, excelente comunicador, ocurrente, con tonos moderados, con mucha serenidad, que no llegó a México con una varita mágica para resolver nuestros problemas, ni para dar soluciones políticas, económicas o sociales.
El Papa vino para encontrar a un pueblo que le cautivó. En el avión de regreso desde Ciudad Juárez hasta Roma, nos dijo que el pueblo de México era “un pueblo grande, por su cultura milenaria, por su fe, su capacidad de hacer fiesta, por su alegría”.
Nos dijo que a pesar de las adversidades por las que ha pasado a lo largo de su historia, es un pueblo que ha sobrevivido, que no ha fracasado y nos explicó a qué atribuye la fuerza y fortaleza de México: a la presencia de la Virgen de Guadalupe. México, dijo el Papa, no es huérfano porque tiene a la Madre.
Uno de los momentos más emotivos del viaje fue seguramente el que el Papa vivió en el camerino de la Virgen de Guadalupe, en la Basílica. Él había pedido que lo dejaran a solas con ella por el tiempo que él quisiera. Estuvo más de 20 minutos. Le preguntamos, al volver a Roma, qué le había dicho a “La Morenita”. Nos contestó que “lo que un hijo le dice a su madre es secreto”, pero sí nos reveló que le pidió muchas cosas.
“Pobrecita” –dijo haciendo un gesto con las manos muy elocuente, “acabó con una cabeza así”, como diciendo que le había dado dolor de cabeza por todo lo que le encomendó. Nos comentó que le pidió por el mundo, por la paz, por el pueblo de México, por una iglesia que sea mejor, por sacerdotes que sean mejores sacerdotes, por monjas que sean mejores monjas, por obispos que sean mejores obispos, “así como lo quiere el Señor”, dijo.
En la Catedral de la Ciudad de México fue especialmente duro con los hombres de su Iglesia, al decirles que no deben ser príncipes, que el suyo es un servicio, que deben ser unidos, comprensivos y misericordiosos, inclusivos y no deben buscar ni poder ni privilegio. No son funcionarios ni empleados de Dios, les dijo.
Es probablemente prematuro hacer un balance de la séptima visita del Papa a México, ya habrá tiempo para evaluar las repercusiones políticas, religiosas y sociales del viaje.
Quisiera, sin embargo, compartirles unas reflexiones. Este viaje fue querido fuertemente por el Papa y diseñado completamente por él.
En México se encuentran concentrados los grandes temas de su pontificado, la violencia, el narcotráfico, la corrupción, la trata de personas, la inmigración, la exclusión social, la pobreza, la marginación, la impunidad. Él eligió las ciudades a las que quería ir. Con excepción de la Basílica de la Virgen de Guadalupe, eligió zonas no visitadas por sus predecesores, para privilegiar a más diócesis. Para tratar el tema migratorio, eligió las dos fronteras, la del norte y la del sur. La norte, para llorar a los mexicanos que pasan del otro lado del muro en busca del sueño americano. En la frontera sur, para rezar por los centroamericanos que entran a México y cruzan el país en medio de situaciones dramáticas, en manos de la criminalidad organizada y de la trata de personas. El Papa quiso abordar el tema de la migración a 360 grados, porque México es un país receptor y un país que ve a sus hijos arriesgar la vida para pasar del otro lado. Su presencia en el muro fue altamente simbólica. Parado en silencio frente a la cruz que recuerda a tantos muertos.
En Chiapas no habló de inmigración, pero sí de los derechos de las comunidades indígenas que eran los grupos que él quería ver.
“Algunos han considerado inferiores sus valores, su cultura y sus tradiciones –les dijo–. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaba”.
Ante representantes de muchas etnias y fieles llegados de varios países centroamericanos, el papa Francisco pidió que se haga un examen de conciencia, porque de modo sistemático y estructurado los pueblos indígenas han sido excluidos de la sociedad.
Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: “¡Perdón! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita”.
En Morelia, el papa Francisco le habló a los jóvenes para darles motivos de esperanza, para hacerles entender que hay que echarle ganas, todos, sin distinción, para lograr una sociedad mejor. Les dijo a los jóvenes que ellos son la verdadera riqueza de México. A ellos propuso y ofreció testimonio de la amistad de Jesús, que “nos llama amigos y que nunca nos invitaría a ser sicarios o nos mandaría a morir”.
En Ciudad Juárez, en el altar colocado a pocas decenas de metros del muro, recordó a los migrantes, pero antes entró a la cárcel del Cereso para decirles a los detenidos que la misericordia alcanza a todos y en todos los lugares y que para todos hay una vía de salvación, un mañana. También mantuvo un encuentro con trabajadores y empresarios, en el que Francisco abogó a favor de un sistema económico ético que ponga al centro al trabajador y no a las ganancias.
Tras afirmar que trabajadores y empresarios están en el mismo barco, les preguntó qué México le quiere dejar a sus hijos.
“¿Quieren dejarles una memoria de explotación, de salarios insuficientes, de acoso laboral? ¿O quieren dejarles la cultura de la memoria del trabajo digno, del techo decoroso y de la tierra para trabajar?”
El papa Francisco se despidió invitando a los trabajadores y a los empresarios a soñar un México donde no haya personas de primera, segunda o cuarta.
Durante la estancia del Papa en México, mucho se habló de su decisión de no recibir a los familiares de los 43 jóvenes de Ayotzinapa. Al volver a Roma, el Papa nos explicó, en el avión, que muchos grupos habían pedido un encuentro privado, pero que se trataba de “grupos contrapuestos” entre ellos, y que para él, como extranjero, era muy complicado entender el contexto. Añadió, incluso, que esta contraposición afecta también a la sociedad mexicana.
El Papa finalizó diciendo que en muchos mensajes se refirió al dolor de las personas, víctimas de la violencia, denunció esta plaga y dijo que se llevaba a Roma su dolor porque el pueblo mexicano no merece estos dramas.
La autora del artículo es corresponsal de Televisa en El Vaticano y es la decana de los periodistas acreditados ante la Santa Sede.