Enrique Peña Nieto pide perdón por la “casa blanca” y los mexicanos estamos sorprendidos por la insólita actitud del líder de los priistas considerado prepotente y soberbio. Por eso los comentarios siguen arrasando en los medios masivos.
Saber pedir perdón no es un acto de humillación, sino de humildad. Y esta no es señal de pequeñez del ser humano, sino de grandeza de espíritu. Por tanto habrá que agregar cómo sana, libera y alivia saber perdonar, aunque el golpe moral o agravio no se olvide. Mostrarse benigno y misericordioso ante el que sabe reconocer un error u ofensa, ya es de por sí un acto de magnanimidad y madurez que enaltece a quien sabe tender la mano después de un conflicto o malentendido.
Pero sería peor que hoy Enrique Peña Nieto se muestre como un Presidente atribulado por la percepción que de él tiene la opinión pública por el escándalo desatado desde hace dos años por la famosa “casa blanca”, y utilice esa postura de reconciliación con sus críticos como un engaño, o, peor aún, como una estrategia electoral para cosechar votos a favor del PRI en los próximos comicios en el Estado de México y en el 2018 a nivel nacional. La hipocresía le daría peores dividendos.
Por ahora le concedemos el derecho de la duda y valoramos sus palabras dentro del discurso que sirvió el lunes 17 de julio para poner en marcha el Sistema Nacional Anticorrupción. Bienvenida su sinceridad y aceptación del error que tanto afectó a su familia; ha dañado –y sigue dañando– el nivel de popularidad de su persona y “lastimó la investidura presidencial y la confianza en el Gobierno”. No se diga más.
Sin embargo, dicen que “el que con leche se quema, hasta al jocoque le sopla”. Es decir, los mexicanos estamos bien hartos de tantas promesas incumplidas y lágrimas de cocodrilo como las de 1982 del Presidente José López Portillo, que no creemos tan fácilmente en los propósitos de enmienda cuando se trata de arreglar lo desarreglado en el olimpo político o de combatir la corrupción, que es nuestro más grande lastre que nos ha dejado una impunidad insostenible y las secuelas de inseguridad, narcotráfico, crisis de fe y graves rezagos en los sectores más desprotegidos.
Y a eso se enfrente ahora Peña Nieto. A la incredulidad de la mayoría de los mexicanos o a la sospecha de que su perdón se trata de una argucia muy bien montada para que el PRI no pierda el poder en la entidad donde nació Peña Nieto, como ocurrió el pasado 5 de junio en que la oposición lo vapuleó cabalmente por los evidentes abusos y vergonzosa podredumbre de los gobernantes priistas César Duarte, de Chihuahua; Javier Duarte, de Veracruz, y Roberto Borge, junto con su suegro, de Quintana Roo, sin dejar de lado las trapacerías de otro priista apestoso como Rodrigo Medina, de Nuevo León.
Ya era mucho cargar con el pesado fardo de priistas con pésima fama como Mario Villanueva, Andrés Granier, Tomás Yarrington y Eugenio Hernández. Y con la resistencia a apegarse a la ley 3de3 de muchos políticos tricolores que le temen más a los “malitos” por la inseguridad, al juicio de los que saben leer cómo algunos vivales se enriquecen de la noche a la mañana con su sueldito de representantes populares (regidores, diputados, senadores), líderes sindicales, altos funcionarios gubernamentales o “servidores públicos”.
Por eso no tendrá garantía y optimismo la cosecha de Peña Nieto con su disculpa a voz en cuello si el Sistema Nacional Anticorrupción no procede de inmediato contra Rodrigo Medina de la Cruz y su familia, así como contra los Duarte de Chihuahua y Veracruz o contra Roberto Borge, de Quintana Roo, y se presta a negociaciones para exculparlos de delitos que se les prueben con tal de no procesar también a otra ralea de corruptos transas de otros partidos.
El pueblo quiere hechos más que palabras. Y justicia de la buena, a través de un proceso limpio. Los indignados ya no están para pantomimas y la moral ya no puede esperar. Sexenio tras sexenio, la lucha contra la corrupción lo único que ha conseguido es que aumente la devastación de México con tanto sátrapa voraz, cínico y desvergonzado. Ya es hora de que los depredadores sepan lo que les espera al ver su fortuna de regreso al erario de donde salió de mala manera. Sólo así los mexicanos perdonarían a Peña Nieto y lo elevarían al altar laico de los verdaderamente arrepentidos de sus pecados mayúsculos, como el de la falta de moral a la hora de ejercer un cargo público.