Por Sophie Dupuy
Una ruta hacia el sur, viajando en avión, tomando camiones o en carro, pero siempre seguir esa ruta, cada vez más al sur.
Salí de Monterrey, la ciudad donde vivo desde hace un año que llegué de mi natal Francia, y tomé esa ruta como otros turistas -mexicanos, europeos o “gringos”- que intentan definir lo que es México, que buscan conseguir una vista completa e incisiva del país (más allá de Cancún) a través de sus ciudades, sus playas, su campo y, sobre todo, encontrando a su población.
El camino que seguí me llevó hasta los estados de Guerrero y de Oaxaca.
Evocando mi viaje en el sur del país se despertaron en la mente de mis conocidos imágenes, recuerdos, sentimientos y también estereotipos. Por sus diferencias profundas con el norte, el sur del país provoca la imaginación: “¡Fuiste al México mágico!”, “¿Viste la casa de Luis Miguel?”, “¿Qué tal la fiesta en Acapulco?”, “¿Viste los clavadistas en La Quebrada?”, “Y… ¿Te enfermaste por la comida?”.
¿El México mágico? Ese México es bien real, y traté de descubrirlo.
Llevé vino tinto francés y lo cambié por mezcal. Me olvidé de las fiestas francesas para descubrir cómo se celebra según las tradiciones mexicanas. Me acostumbré a una nueva cocina, familiarizándome con sabores desconocidos.
El sur tiene raíces profundas, tradiciones conservadas. Llama a todos los sentidos con intensidad a través de sus paisajes, su cultura, sus chamanes, su cocina, su música. Entonces traté de abrir los ojos y escuchar lo que la gente tenía que decir.
Enfrenté otra cara del país. En los estados de Guerrero y Oaxaca se halla otra manera de vivir, otras costumbres. A lo largo de esos kilómetros de costa se encuentran playas paradisíacas pero también contrastes y diferencias muy fuertes.
Guerrero y Oaxaca son destinos turísticos de los más importantes de México; sin embargo, los dos estados son de los más pobres del país, después de Chiapas.
¿Qué paisaje puede nacer de tal encuentro entre un turismo desarrollado y una realidad social de las más difíciles? ¿Qué realidad nace de tal confrontación entre riqueza y pobreza? Encontrando personas locales y turistas, pude hacer un retrato de ese pedazo de la costa del Pacífico.
En mi viaje encontré un pasado de tradiciones y un futuro lleno de desafíos. Llegando a Acapulco, donde empezó la vuelta, uno se da cuenta que la energía acumulada durante los tiempos de gloria de la ciudad ya no está controlada: la impresión de desorden y de sofocación surge de la sobrepoblación, del tráfico intenso, de los numerosos taxis y camiones que se disputan el transporte de los turistas y acapulqueños.
Cada camión tiene su nombre, lo que le da su identidad, creando encuentros insólitos en la ciudad: el “Muñeco” cruza el “Tiburón”, cuando “Stuart Little” deja la prioridad al “Venado”.
La nostalgia de una edad de oro pasada está latente en Acapulco. Se queda el recuerdo de una época cuando la ciudad acogía turistas de todo el mundo, el negocio florecía. La ciudad conoció su ascendencia, su apogeo y parece ahora enfrentar un proceso de decadencia.
Pueden encontrarse testimonios de la gloria de esta ciudad, verdadero paraíso que atraía a las estrellas de cine. Pero las fotografías del pasado contrastan con el presente. “Acapulco en los años 50”: en los hoteles son expuestas imágenes del pasado: carros de lujo, la bahía en todo su esplendor, las playas de mar abierta casi vírgenes…
Acapulco fue víctima de su éxito. Los numerosos hoteles y condominios a la orilla del mar gastan el paisaje. Las fuertes lluvias tropicales traen hasta las playas todo tipo de basura, sobre todo botellas de refrescos.
Sin embargo, fui seducida por esa ciudad. Encontré varias personalidades, vi muchas caras diferentes que reflejan el caleidoscopio que representa ese destino turístico.
Muchos niños y adolescentes que se acercan con curiosidad a los “güeros” nacieron sin muchas perspectivas. Pescadores de mi edad (21 años) sobreviven en condiciones difíciles. Las mujeres muy orgullosas, con mucha personalidad. Un taxista culto, con un discurso político bien desarrollado.
En las playas, un verdadero negocio. Se puede encontrar de todo: desde las chanclas hasta las papas, desde los tatuajes hasta las pescadillas (en vez de quesadillas) un poco pasadas. Las mujeres, con mucha habilidad, cargan toda la mercancía sobre su cabeza.
En Acapulco las desigualdades se exacerbaron. El “jet set” local de un lado, la gente humilde del otro. Quedándome más tiempo en ese ambiente, los turistas parecen evolucionar en otra realidad, sólo pasando en flujos masivos al lado de la realidad social, creando una ciudad imaginaria hecha de hoteles, condominios, antros caros y restaurantes finos.
El nombre de Acapulco perdió su connotación exótica y glamorosa para los turistas internacionales, que prefieren ahora el Caribe –Cancún y Playa del Carmen- a una bahía acapulqueña dañada.
Entonces uno se da cuenta que la economía de la ciudad se apoya sobre las olas de turistas nacionales que vienen durante los puentes, vacaciones o fines de semana. Qué sorpresa darse cuenta que el turismo sobrevive ante todo gracias a las lluvias de “chilangos” que invaden la ciudad cada fin de semana.
Sin embargo, se sigue construyendo en Acapulco: los hoteles y condominios parecen extenderse al infinito, imponiendo a los turistas en búsqueda de autenticidad y de naturaleza el reto de ir cada vez más lejos. Muy diferente con Francia que estableció una ley de protección del litoral para preservar sus playas.
Para terminar la iniciación acapulqueña, hay que probar la cocina local, compuesta de pescado a la talla, mariscos al mojo de ajo y de ceviche.
“No se puede ir a Barra Vieja (playa de mar abierto) sin probar el huauchinango a la talla”, dijo un pescador, tratando de convencerme de comer en su restaurante.
Salir de la ciudad de Acapulco es como pasar del todo a la nada, de la agitación extrema y permanente a la tranquilidad inesperada del resto de la costa.
El contraste es impresionante. La actividad de la zona se concentró en Acapulco y los pueblos de los alrededores que no aprovecharon el turismo ahora enfrentan una cierta pobreza.
COLORES DE OAXACA
Llegar al estado de Oaxaca es encontrar una tierra que conservó más sus tradiciones, por su accesibilidad limitada, creando así una forma alternativa de turismo.
Las tradiciones de fiesta impresionan al viajero: la del rábano, por ejemplo, con sus esculturas orgánicas cada Navidad.
Y también la comida, la artesanía, la música. En los camiones suben con los viajeros músicos oaxaqueños que crean canciones mágicas con sólo una voz y una guitarra.
En cuanto a las playas Puerto Escondido y Mazunte son famosas por preservar el paisaje,mientras Zipolite atrae más la atención por sus nudistas.
Esas playas atraen turistas en búsqueda de autenticidad y de tranquilidad. Las olas gigantes -las mas grandes se hallan en la playa de Zicatela, famosa por todo el mundo- hicieron de esa costa uno de los lugares favoritos de los “surfers”.
Cada tarde, los oaxaqueños acompañados de los turistas se sientan en la playa y contemplan el espectáculo ofrecido en las olas de más de tres metros.
Las personas que escogieron esos lugares, a veces estableciéndose de manera definitiva, se caracterizan por su nostalgia de la naturaleza, su deseo de alejarse de la civilización y su interacción con la población local. Por ejemplo, en Mazunte vive una colonia de italianos: siluetas altas y ojos azules se mezclan con la población local.
Viajar en esta costa es además barato, en comparación con las estaciones balnearias turísticas. La mayoría de los turistas son “mochileros”, jóvenes o de la tercera edad. Todos aprovechan esos lugares que proponen cabañas baratas y una cocina diversa y original: pescado, mariscos, las tradicionales tlayudas oaxaqueñas (quesadillas gigantes, generalmente imposibles de terminar), y todo a precios accesibles.
Otros lugares de la costa, como Ventanilla, son reconocidos por sus lagunas de manglares. El lugar fue transformado en una reserva natural, se hallan variadas especies de pájaros, cocodrilos, iguanas y tortugas.
El estado de Oaxaca ofrece también al viajero unos paisajes impresionantes en su montaña. Desde San José del Pacifico, con una altitud de mas de 3 mil metros, se puede distinguir el mar. Inaccesible, la montaña oaxaqueña tiene una flora y una fauna muy ricas.
¿Pero cómo preservar ese patrimonio desarrollando el turismo? Unos oaxaqueños comentaron que la construcción de una autopista está en proyecto, para sacar la costa de ese aislamiento.
Un plan de inversión para Puerto Escondido está planeado, con la construcción de una avenida a lo largo de la costa y con varias infraestructuras modernas. Ya los grandes hoteles se están interesando en el lugar.
Los sentimientos de los oaxaqueños están divididos: la actividad económica florecerá, ¿pero cuáles serán las consecuencias a largo plazo para la naturaleza, el ecosistema y las tradiciones?
El turismo masivo conlleva a menudo daños ecológicos, perdida de las identidades locales y de las riquezas regionales: ¿sacrificar su identidad sería necesario para lograr un desarrollo económico por el turismo y así sacar a la población de la pobreza?
Terminando el viaje, queda la impresión de que esta época es decisiva para los lugares visitados: es el momento de elegir entre un modelo de desarrollo económico a corto plazo, que se apoya exclusivamente sobre el turismo de masas, o un modelo a largo plazo respetando las costumbres locales y la magia del sur.