El sismo del 19 de septiembre pasado me puso a elegir entre hacer periodismo o cargar botes de escombro en el derrumbe de Escocia y Edimburgo de la colonia Del Valle en la CDMX. Escogí lo segundo. Por diez horas hice lo que otros durante dos, tres, cuatro o más días con intervalos de sueño de horas o minutos, sacando toneladas de concreto y varillas con la esperanza de encontrar vida. Una experiencia que jamás olvidaré y volvería a repetir.
A las cinco y media de la mañana perdí el sueño y no era la primera vez en mis 33 años de periodista. Insurgentes Sur estaba todavía a oscuras, silenciosa, enlutada. Cerca estaba la colonia Condesa, de rodillas por la furia sísmica, con sus edificios milagrosamente en pie y con las familias durmiendo en los camellones, mientras en la Del Valle todavía había esperanzas -aunque escasas- de encontrar vida.
—¡Agua, agua, agua!; ¡cocas, cocas, cocas!; ¡tortas, tortas, tortas!; ¡tamales, tamales, tamales..!—, se ofrecía.
Cuando pasadas las ocho de la mañana llegué a la zona de los derrumbes en la colonia Del Valle, mi intención era empezar a buscar historias -cámara fotográfica en mano- sobre el gran operativo puesto en marcha cuatro días antes, cuando la tierra tembló bajo los capitalinos con una mortal intensidad de 7.1 grados Richter.
Ese domingo 24 de septiembre no era un fin de semana cualquiera; iban y venían hombres y mujeres; adolescentes, adultos y ancianos; militares, marinos, federales, topos, bomberos, socorristas y civiles voluntarios. Los últimos empezaban a colocarse tras una valla en Eugenia y Gabriel Mancera para poder ingresar. Pocos hablaban y sólo nos veíamos a los ojos.
Llevaban cascos de plástico, tapabocas, botas y guantes industriales, y en sus brazos destacaba un tatuaje con plumón con sus nombres, número telefónico por si acaso, el tipo de sangre y la hora en que, -días antes, con el sol, de noche y de madrugada-, muchos habían ingresado para ayudar a sacar escombros de la llamada zona cero.
—¡Varilla, varilla, varilla!; ¡clavos, clavos, clavos!; ¡piedra, piedra, piedra!; ¡madera, madera madera..!—, se alertaba.
En Escocia cruz con Mancera y Edimburgo, el martes 19 a las 13:14 horas empezó a sacudirse la tierra con una furia que, segundos después, provocó el colapso de dos edificios de departamentos de siete y nueve pisos, con personas adentro que no alcanzaron a ponerse a salvo. Se hicieron acordeón, emitiendo un sonido sepulcral.
Ya habían pasado quizás los peores días, del martes 19 al sábado 23, cuando todavía se escuchaban gritos de sobrevivientes que rascaban las losas de concreto para volver a ver la luz, y miles de voluntarios llegaron para ponerse a las órdenes en los derrumbes en Álvaro Obregón, Tlalpan, Iztapalapa, Coapa, la Condesa, la Roma y la Del Valle, entre otros.
Toneladas de escombros debían ser sacados rápido en cubetas, carretillas, en brazos y manos para permitir el ingreso de los topos y los perros rastreadores a los inmuebles colapsados, con la esperanza de escuchar un respiro, un latido. No se permitía ni siquiera un estornudo.
Envié de regreso al hotel mi equipo fotográfico y me sumé a ese ejército de estudiantes, profesionistas, amas de casa, empleados y desempleados; vecinos, no vecinos y otros que llegaron del interior del país. A ellos los había visto en televisión y en fotografías desde el día del sismo y me enchinaban la piel sus acciones. Y no fui el único seguramente.
—¡Galletas, galletas, galletas!; ¡chocolate, chocolate, chocolate!; ¡paletas, paletas, paletas..!—se escuchaba.
En la oscuridad de las siete de la mañana me acerqué a la zona a manera de reconocimiento. En una esquina delimitada con cinta amarilla y vigilada por policías de la CDMX ingresaban los voluntarios y la ayuda en especie que debía ser separada: ropa, latas de alimento, papel de baño, agua, refrescos y alimentos recién hechos, entre una extensa variedad de artículos.
—Somos un grupo de ocho que llegamos de Monterrey, reporteros (de Hora Cero) y estudiantes (de la UANL) y queremos ayudar—, me presenté ante tres jóvenes civiles.
Alumbrado, a dos cuadras y al fondo, se veía el gran derrumbe de Escocia y Mancera, mientras una pluma empezaba a funcionar apenas amaneció para mover las losas de concreto y seguir con las labores de rescate de sobrevivientes o personas sin vida que no alcanzaron a llegar a la calle para ponerse a salvo.
El grupo de expertos de Israel se movía entre ese derrumbe y el de Escocia y Edimburgo, separados apenas por unos 50 metros. En Mancera la maquinaria había entrado en operación, pero en Edimburgo se hablaba de cuatro cuerpos por recuperar dentro de un carro y se rascaba casi con las uñas cada centímetro.
A las nueve treinta y cinco pude ingresar a otro puesto de control con un grupo de 15 voluntarios. En el hotel había dejado los guantes industriales, pero para ese día, y ante la respuesta solidaria de los comerciantes, había cientos de pares en una montaña; igual cascos, tapabocas, palas, cubetas, picos y carretillas.
—¿Su nombre? ¿CURP? ¿De dónde viene? ¿Tipo de sangre?, y firme aquí—, pedía un responsable de las cuadrillas.
Antes de mi ingreso, en la fila ya eran cientos detrás de mí los que se formaron minutos más tarde. Y en una carpa sobre la banqueta, manos voluntarias ofrecían huevo, frijoles, chilaquiles, tamales, café, pan de dulce, atole, agua, líquidos energizantes y refrescos.
Cuando la espera se prolongó después de las ocho y media, sin recibir órdenes, la mayoría nos sentamos en el asfalto; hubo quienes habían estado de noche y madrugada, se habían ido a descansar unas horas a sus casas o en un parque cercano y regresaron al amanecer. El cordón de la banqueta era su almohada.
Héctor Iván era uno de ellos. Desde el martes 19 ayudaba a mover piedras, varillas y los restos de mobiliario despedazado, cuando todo se vino abajo. Es actor del INBA y nació en Torreón, Coahuila.
Alto y de lentes; con chaleco, casco y sus generales de voluntario tatuados en un brazo, la mañana del 19 estaba en el norte de la CDMX dando un curso, y en el preciso momento del terremoto manejaba su auto hacia el sur con dos personas, una de ellas embarazada.
—¡Madres, madres, madres..! ¡Verga, verga, verga, está temblando bien feo!—, gritaban cuando un semáforo los detuvo.
Con las 9:35 marcado en mi brazo izquierdo, al lado de Héctor Iván y unos cincuenta voluntarios, llegamos a la esquina de Eugenia y Edimburgo. En su vida había sentido un sismo tan destructivo. Y cuenta que en 1985 era apenas un niño que vivía en la región lagunera.
La histeria de su amiga embarazada de pocos meses se apoderó de ellos cuando la mujer intentó en vano hablar con su esposo. Marcaba y marcaba al teléfono sin obtener respuesta. Era normal, las líneas telefónicas estaban también averiadas o saturadas. Hasta creyó que había muerto en el sismo el padre de su futuro hijo. Después supo que estaba a salvo.
—¡Botas de casquillo, botas de casquillo..! ¡Se necesitan cinco con botas de casquillo…!—, decía una voz.
En ese momento un camión de volteo se acercaba a la zona cero y alguien tendría que subirse a la caja para recibir los escombros que minutos después llegarían en cubetas y carretillas. Entendí que, sin botas de punta de fierro, una piedra en un dedo terminaría con la jornada de cualquiera de nosotros y, peor, enyesado en algún hospital.
Al resto, que éramos en su mayoría hombres, nos colocaron sobre la banqueta de Edimburgo a unos 70 metros del derrumbe esquina con Escocia. Había que ver de cerca ese espectáculo para dimensionar la tragedia de la Del Valle. Las mujeres también fueron llamadas y se acercaron para formar una fila. Como Isabel Arenas, estudiante de 17 años, que prefirió la pesada carretilla a mover botes vacíos.
En ese momento entendí que las cubetas llenas de escombro que íbamos a mover sobre los hombros tendrían que regresar vacías. Y no se trataba de discriminar, pero ellas realizarían un trabajo igual de monótono, pero menos extenuante evitando cargar y pasar botes de 15 o más kilos en lapsos menores a 15 segundos, cuando mejor nos iba.
—¡Vengan, vengan, vengan…! ¡Más cerca, más cerca, más cerca..! ¡En escalera, en escalera, en escalera..!—, nos acomodaban.
Como no éramos suficientes voluntarios, el camión se vino de reversa hasta colocarse a unos 20 metros del derrumbe. Quiero admitir que nunca pensé estar en primera fila, en ese lugar donde los sentimientos se entremezclaban, sobre todo cuando nos pedían silencio absoluto con el brazo derecho alzado y el puño cerrado, señal de posibilidad de vida humana.
Sobre la calle Edimburgo, el primer piso del edificio resistió en un cincuenta por ciento la sacudida. Se veían autos intactos, solamente empolvados y unas vigas de madera colocadas para evitar el colapso total. Los restantes ocho pisos se hicieron un sándwich.
Durante unas tres horas éramos un puñado de hombres y mujeres que movíamos escombros, ladrillos rojos, varillas, maderas, palos con clavos y cubetas con ropa, cobijas, juguetes y aparatos eléctricos inservibles. Pude ver una videocasetera con un VHS dentro.
Formados tipo escalera, recibiendo los botes sobre mi brazo izquierdo y pasándolos con la derecha a Héctor Iván que estaba a unos centímetros de mi lado derecho, casi de frente, las horas transcurrían sin sentir cansancio. Nadie quería abandonar su privilegiada posición.
Cerca de las dos de la tarde mi compañero actor se despidió. Había estado de madrugada en el edificio de Álvaro Obregón 286, donde hasta ese 24 de septiembre se buscaba a 39 personas que seguían atrapadas bajo toneladas de concreto y varilla.
Cuando podía, no olvidaba mi profesión de periodista -y como otros voluntarios, militares y marinos-, apuntaba mi celular hacia cientos o miles que se habían sumado para remover escombros. Para esa hora el primer camión de volteo se había retirado hasta el tope. El saldo: cero lastimados.
Sin que estuviera en mi plan, llegó un momento en que estaba casi al pie del derrumbe viendo a los topos, ingenieros y al equipo de rescatistas de Israel sobre el único techo de ese complejo habitacional que tenía su gemelo por Escocia y que resistió la sacudida.
—¡Silencio, silencio, silencio!, se escuchaba a capela y por altavoz. Y las miradas se dirigían hacia lo más alto del derrumbe.
En Escocia cruz con Edimburgo y Mancera no había nadie de la prensa nacional e internacional. Era el único periodista que estaba en esa posición. Para ingresar al lugar, un mando militar era quien autorizaba, como sucedió con un teniente coronel en la colonia Emiliano Zapata de Jojutla, Morelos.
Cerca de las tres de la tarde se asomaron los restos de un aplastado vehículo rojo donde se suponía estaban cuatro personas sin vida, hecho que fue descartado. La calle Escocia, que había sido invadida por el derrumbe, estaba a la mitad liberada para la circulación de trascabos, plumas y grúas. Al menos hasta ese momento, nuestro trabajo había redundado en algo útil.
Los voluntarios encargados de atender a los carga-cubetas no hacían pausa para seguir repartiendo líquidos, comida, galletas y dulces. A esas horas me entró el hambre. En mi estómago sólo tenía un pan de dulce y atole que me serví antes de las nueve de la mañana en la primera valla.
Un hot dog envuelto en aluminio desapareció en menos de dos minutos, ante la sorpresa de un militar que recibía los botes de escombro que ponía a la altura de sus hombros. Ese 19 de septiembre volví a confirmar, después de 24 años, que la adrenalina te quita el hambre. Y la esperanza de que moviendo escombros se encuentra vida, también te hace perder el apetito.
La única ocasión que había visto una destrucción similar fue en 1993, pero con las armas en el asedio a Sarajevo. Pero esa es otra experiencia vivida como corresponsal de guerra.
En la colonia Del Valle pocos querían ser remplazados de las tres filas de civiles que, para la tarde, se habían organizado y formado sacando cubetas llenas de desperdicios y que regresaban vacías de la zona cero. En una ida y vuelta interminable, que empezaba con las primeras horas del día, que las cobijaba la noche y se prolongaba de madrugada.
—¿Usted a qué horas llegó?—, preguntó una voz.
—A las nueve y treinta y cinco de la mañana—, respondí y mostré mi marca.
—¿Está cansado? ¿Quiere un reemplazo?—, sugirió.
— ¡No, todavía no!—, fui claro.
Luego llegaron policías federales, militares y marinos. Debió ser como a las cinco de la tarde aproximadamente. Todos con un brazalete de Plan Marina, Plan México y Plan DNIII, y se suponía que iban a tomar el lugar de los civiles al pie del derrumbe. Pero pocos nos movimos para darles nuestro lugar. Por un buen tiempo sólo veían las labores, hasta que una orden los llevó al otro extremo de la calle.
Un joven llegó a la carpa acondicionada como enfermería con una cortada sangrante en una mano. Mientras era atendido, contó que al levantar unas piedras se hirió y encontró un mono de peluche que se lo llevaría a su hija de siete meses. Apenas fue curado por los médicos volvió a formarse en la fila con su amuleto en el pecho metido en su chaleco.
Eran pasadas las cinco de la tarde y sentí el cansancio y el hambre en serio. Ya habían transcurrido nueve horas desde que me enlisté como voluntario, y ocho horas cargando y pasando botes con escombros.
— ¡Agua, agua, agua!; ¡cocas, cocas, cocas!; ¡tortas, tortas, tortas!; ¡tamales, tamales, tamales..!—, se ofrecía.
En una bandeja, una mujer de cabello rubio y bien pintada…de polvo, seguro del sector de la Del Valle, ofrecía tamales verdes y rojos en una cubeta a todos, y mi estómago ya había procesado la salchicha metida en un pan que había ingerido horas antes.
Vi el reloj, abandoné mi puesto y pedí a un militar que me relevara. Tomé el tamal rojo, me senté en una banqueta y agarré de la tierra un folleto del funcionamiento de una televisión. Era mucho pedir un plato y un tenedor. A cambio, mis dedos los suplieron.
Sobre un rollo de madera de cable de luz empecé a saborear esa masa de maíz pintada de rojo. Sólo faltó el bolillo. Otro voluntario me vio y me preguntó qué iba a tomar, y pedí una bebida hidratante. Otros también hicieron una pausa mientras amarraban mecates para tumbar una losa de grandes dimensiones que estorbaba.
—¡A la una, a las dos, a las treeeeees!—, gritaron y alertaron al unísono.
Cuando el sol desaparecía entre los edificios que resistieron al sismo, salí de la zona cero en busca de tres estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL (Dalia, Myrna y David) que viajaron para enfrentarse a un hecho periodístico y ofrecerse como voluntarios.
Desde la mañana, su responsabilidad fue recibir y seleccionar la ayuda que llegaba. Y hasta documentaron cuando elementos de la Policía Federal intentaron llevarse parte de lo acumulado, siendo impedidos por los civiles, quienes rápido la escondieron en los edificios deshabitados de Mancera.
La búsqueda de mis alumnos universitarios fracasó. Habían sido invitados a comer por tres “roomies” de la zona que vivieron para contar su experiencia de ese martes 19 de septiembre a las 13:14 horas.
—Estoy desde la nueve treinta y cinco de la mañana. Voy a salir y quiero regresar—, pedí a una médico en el puesto de socorro.
—Usted vaya tranquilo y sólo diga que está asignado a la zona cero—, me dijo. Y con esa confianza salí y regresé.
De vuelta confirmé que ya no eran cientos, sino unos dos millares de voluntarios en Edimburgo y en las calles aledañas. La noche estaba por asomarse. Las luces que alumbraban el derrumbe daban un toque más dramático a las labores de remoción de escombro y búsqueda de personas con vida.
De nuevo me formé en la fila para mover los pesados botes. No me sentía cansado y me asombraba ver juntos a militares, marinos y federales recibiendo órdenes de civiles. Frente a mi estaban dos mujeres y uno de la Marina Armada de México juntando objetos personales.
Llegaba de todo: documentos, monedas, álbumes de fotos, peluches, carriolas de bebé y máquinas metálicas de escribir… o lo que quedaba de ellas; ropa, cobijas, cortinas y recibos de luz y teléfono. Hasta una caja fuerte resistió a la demolición… y una urna con cenizas. Y pensé: “Esa persona murió dos veces”. Cuando como periodista reaccioné para tomarle una foto, ya no estaba.
Ya de noche -cerca de las ocho de la noche- volví a tomar mi segundo descanso y recordé que soy hipertenso. Me acerqué al puesto de socorro y un médico me tomó la presión, no sin antes preguntarme a qué hora empecé a cargar escombro.
—¡A las nueve treinta y cinco de la mañana!—, respondí con exactitud.
Mis parámetros marcaban 140/100, necesarios para tomarme una pastilla que tenía en una bolsa del sucio pantalón.
—Gracias por su ayuda, pero ya debe descansar. ¿Dónde está hospedado?—, me preguntó, cuando leyó en mi casco que era de Monterrey.
Junto con mis compañeros estaba en el Hotel Diplomático de Insurgentes sur, un edificio que había resistido los dos temblores del 19 de septiembre, con 32 años de diferencia. Cuando reservé para el grupo no tuve dudas que ahí estaríamos más seguros ante la eventualidad de un nuevo sismo, aunque no me gustó mucho que las tres habitaciones estaban en el sexto piso.
El sábado 23 cuando salimos de Monterrey, llegamos por la mañana; había sonado de nuevo la alerta sísmica.
Ese domingo, mientras caminaba todo empolvado por las oscuras calles de la Del Valle y Avenida Insurgentes rumbo al hotel, confirmé la discriminación que siente un trabajador de la construcción. No una, sino varias personas se bajaron de la banqueta al verme, o se silenciaban encogiendo sus hombros ante mi pregunta: “¿Queda lejos el Hotel Diplomático?”.
Horas después supe por los noticieros que cerca de las nueve de la noche de ese día, dos personas abrazadas sin vida fueron sacadas bajo las losas en mi derrumbe: en Escocia y Edimburgo. Y el miércoles 27 los rescatistas recuperaron el cuerpo de un joven estudiante de 19 años de la esquina de Escocia con Mancera.
Cuando llegué a la recepción del hotel, frente a Gerardo, José Manuel, Martha, Myrna, David, Dalia y mi hija Andrea, conté con emoción haber visto la solidaridad de los mexicanos ante la desgracia.
—Había valido la pena dejar el periodismo esas horas. No me arrepiento ni un gramo de escombro cargado—, me dije. El martes 26 partimos rumbo a la devastada Jojutla. Esa, esa es otra igual… o peor historia.