
Quienes tienen sus hogares en lo más alto de las montañas que dividen a la zona conurbada de Monterrey viven dos realidades completamente distintas. O se encuentran en la opulencia, sin que nada les falte; o en la miseria total, con vidas llenas de carencias.
Las faldas de los cerros son testigos de la diferencia social que existe en Monterrey y el área metropolitana, pues dado que en el resto de la mancha urbana se pueden encontrar familias de diversos estratos sociales, en las partes más altas de los cerros solo se asientan los muy ricos o muy pobres.
Mientras que en los sectores millonarios la conglomeración de casas son llamados fraccionamientos, residencias o privadas, en los barrios bajos hay ejidos, comunidades o colonias.
En unos se cuenta con todos los servicios, no importa la altura en la que se ubique la mansión, en los otros es común que las personas carezcan de agua, luz, drenaje y no se diga el internet, teléfono o televisión de paga.
Clara Marcelo Contreras no tuvo la fortuna de nacer en una familia adinerada. Vio la luz del mundo por primera vez en una comunidad del estado de Hidalgo y, como a muchos, la falta de oportunidades la obligó a dejar a su familia para buscar una mejor vida.
Esa “mejor” vida la encontró en la ciudad de Monterrey desde hace 12 años, cuando llegó a una pequeña comunidad llamada Ejidal Los Remates, colonia que se encuentra en medio de residenciales como Contry la Silla y Villa las Fuentes.
“Nosotros llegamos aquí hace 12 años, el terreno nos costó seis mil pesos y no nos dieron escrituras; estaba lleno de piedras enormes y poco a poco las fuimos rompiendo mi esposo y yo”, recordó.
Con gran esfuerzo fueron acondicionando el lugar a fin de ofrecerles un techo a los hijos que planeaban tener.
“Tuvimos que romper las piedrotas y rellenar algunas partes, porque el piso no estaba parejo. Después fuimos cercando con piedras, láminas y así construimos nuestro ‘jacalito”, platicó.
El principal problema para Clara es la falta de agua, pues aunque cuentan con un medidor colectivo, la persona encargada de abrir la llave, sólo lo hace unas dos o tres veces por semana, durante un par de horas.
Durante ese tiempo tienen que aprovechar para llenar tambos y garrafas de agua, que después aprovecharán para consumo o las necesidades del hogar.
Aunque en la actualidad si cuentan con una red de drenaje, no siempre la tuvieron. Antes tenían que cavar un pozo para que ahí se fueran los desechos orgánicos, la basura inorgánica aún es prendida en medio del camino, pues aquí no pasa el camión.
La energía eléctrica llegó a sus viviendas por mano propia, una lideresa de la zona sólo les gestionó postes, pero tanto Clara como sus vecinos tuvieron que adquirir los metros y metros de cable, así como otros artefactos para poder llevar la electricidad a sus casas.
“Todo lo que tenemos es porque nosotros mismos trabajamos, nadie nos ha regalado nada, ni las lámparas, ni el cable y mucho menos los tubos del agua o del drenaje”, contó.
Pero así como no cuentan con los servicios como debe de ser, también tienen una menor obligación al sólo pagar una pequeña parte del cobro por el uso del agua del medidor colectivo.
Pagar impuestos no es algo que les quite el sueño a la mayoría de los vecinos de Clara, pues no todos regularizaron sus terrenos y quienes ya lo hicieron, sólo pagan alrededor de mil pesos por año por cuestión del catastro.
Para ella y sus hijos, el transporte público es otra de las precariedades que existe en su colonia asentada en las faldas del cerro de la Silla, Monumento Natural de la Nación que alberga a miles de familias en toda la extensión de su parte baja.
La ruta 95 San Ángel, únicamente llega hasta la calle Valle Azul y Valle del Norte, 800 metros abajo -con una pendiente muy pronunciada- de donde vive Clara con su esposo y sus tres hijos.
Casi un kilómetro que tienen que subir cargados de bolsas -cuando van al mandado- o con otros artículos para el hogar.
En el mejor de los casos -cada vez hay un poco de dinero extra- utilizan el servicio de los taxis piratas, sobre todo cuando sus niños salen de la escuela, pues sabe del esfuerzo que tienen que hacer para caminar con una mochila llena de libros.
Sin embargo, aun y pagando ese transporte irregular, tienen recorrer un camino empedrado para poder llegar hasta su humilde morada.
Al llegar a ese sitio no hay inmensas mansiones como se pueden observar en el cerro de la M, como se le conoce a una parte de la Sierra Madre Oriental que pasa por San Pedro.
En Los Remates, los espacios son delimitados con piedras acomodadas unas sobre otras; ninguno pasa los 360 metros cuadrados, pues apenas si miden unos 11 metros de ancho por unos 30 de largo.
Con el paso de los años van mejorando los hogares, hasta que las personas viven bajo un techo de concreto y con paredes de block, como lo hicieron Clara y su esposo.
Pero mientras el progreso llega a esos hogares, la pobreza sobresale y se puede observar desde las principales avenidas que conducen a Los Remates como Lázaro Cárdenas o Garza Sada.
En ese barrio que carece de todo, menos de una vista espectacular al centro de Monterrey y una parte de San Pedro, tienen que soportar frío, calor y lluvia con más rigor que en otras zonas.
Si el termómetro marca cinco grados Celsius en el centro de la capital de Nuevo León, en Los Remates la temperatura es menor por unos tres grados más.
Si la lluvia arrecia en el área metropolitana, ahí los escurrimientos del cerro de La Silla inundan los caminos empedrados y los vuelven ríos de lodos.
Aunque por increíble que parezca, en esos barrios, la mayoría de las veces se carece de áreas públicas y eso tal vez tome sentido al ver la falta de planificación de esos sectores.
“No es que no nos gusten las plazas y parques, pero creo que a veces uno prefiere aprovechar esos espacios para construir una casita”, dijo.
La vida es muy difícil en todos los sentidos, pues la ayuda del gobierno es muy poca, por no decir nula, en esas zonas, sin embargo las familias que ahí habitan -la gran mayoría provenientes de ranchos de otras regiones- aprenden a solucionar sus problemas.
Y LOS MILLONARIOS…
Tanto pobres como ricos tienen una vista envidiable a comparación de quienes habitan en zonas llanas, sin embargo, son los millonarios quienes no carecen de necesidades, aunque en ocasiones si sufren los embates de la naturaleza, que no conoce de clases sociales.
Así como los pobres habitan en las faldas de los cerros, la gente con mayor poder económico también lo hace, pero sin las carencias que aquejan a las comunidades más olvidadas en las montañas del área metropolitana.
Tal vez sean las grandes cantidades de dinero que pagan en impuestos para contar con todos los servicios: agua, luz, drenaje, recolección de basura, parques y calles pavimentadas, mismas que al estar en dichas condiciones llevan otros servicios hasta las puertas de esas inmensas mansiones.
En sectores como Colorines en San Pedro Garza García, las casas son hasta de tres pisos y con lujosas fachadas de materiales costosos; los terrenos son cuatro o cinco veces más grandes que el que tiene Clara en Los Remates.
Es común ver casas adornadas con piedra laja, ladrillo o granito, verdes jardines y accesos con portones eléctricos; sus bardas son perimetrales y altas, no son formadas de piedras puestas una sobre otra.
Y las que llegan a verse de esa manera, son construidas de una manera estética y reforzadas con cemento para dar un acabado con estilo.
Aunque, ahí tampoco llega el transporte público, no es una necesidad para sus colonos, pues ellos tienen como mínimo dos autos en la cochera que se ubica a la puerta de sus residencias.
La diferencia social es visible desde cualquier punto. Las calles son de asfalto y no de concreto como en colonias irregulares donde abunda la precariedad.
En los sectores residenciales si hay parques verdosos con grandes pistas para que su gente se ejercite o simplemente salga a caminar por la tarde acompañados de sus mascotas.
En la mayoría de esos fraccionamientos el acceso es controlado y los visitantes sólo pueden entrar si dan una dirección específica y dejan una identificación oficial en la caseta de vigilancia.
Marcelo Góngora lleva viviendo alrededor de 18 años en Colorines y desde que se acuerda jamás pasó por alguna necesidad.
“Siempre hemos tenido todas las comodidades, es muy bonito vivir en estas áreas porque estás cerca de la naturaleza”, platicó.
Cuando era pequeño llegaba al colegio en coche y no recorriendo calles empedradas esquivando obstáculos o teniendo cuidado de donde pisaba.
Los ojos de Marcelo jamás vieron animales rastreros recorrer su patio, como Clars si los ha visto en el piso de tierra que la recibe cada vez que cruza la puerta de la entrada a su casa, ahí donde sus niños pasan horas jugando sobre montañas de tierra.
El joven sampetrino recordó que más bien acudía a un parque ubicado entre las calles Magnolia y Noche Buena, para recorrer el perímetro junto a su mascota, un border collie.
La única similitud, como ya se había aclarado renglones atrás, es la panorámica que se puede apreciar desde las partes altas de sus sectores, una vista que ofrece una postal única cuando la contaminación no está presente.