Eran poco después de las siete de la mañana del 19 de marzo de 2004. Acababa de dejar a mi hijo en la escuela y me dirigía al periódico El Mañana de Matamoros, cuando repentinamente suena mi celular. Era un número de Monterrey y tras contestar una voz ronca me advierte: “¿Ya sabes lo de Mora?”.
Era Francisco “Paco” Zúñiga, reportero de Multimedios quien me vuelve a preguntar: “¿Y tú cómo estás, dónde estás flaco?”. Me quedé mudo y no sabía qué decir; mis pensamientos se trasladaron a Monterrey donde conocí a Roberto Mora que vivía en unos departamentos que estaban ubicados en la calle Jiménez, frente a la escuela Pablo Livas, en pleno centro.
“¿Qué pasa?”, le pregunté a Paco. Y me soltó todo de sopetón: “Flaco, me dicen que en la madrugada asesinaron a Roberto Mora, para que te cuides y sobre todo ustedes que están trabajando a lo largo de esa frontera”.
Efectivamente, se trataba de una pequeña invasión regia a los distintos medios de comunicación principalmente de la frontera. Roberto era el director de El Mañana de Nuevo Laredo, Héctor Hugo Jiménez estaba como director en el periódico Hora Cero en Reynosa, y yo dirigiendo El Mañana de Matamoros.
Precisamente teníamos presencia en toda la frontera, y los tres regios que un día decidimos dejar Monterrey estábamos ubicados en periódicos importantes en las principales ciudades.
Roberto Javier Mora García era un tipo de pocas palabras. Me lo presentó otro gran amigo y periodista, Ramón Rodríguez Reyna (QEPD), y con estas palabras se expresó: “Mira Tín, Mora es buena onda, es reportero de Televisa Monterrey y antes fue editor de deportes en el periódico El Norte. Ahorita lo vas a conocer”.
Seco como era, sólo alcanzó a decir: “Pásale Agustín, aquí en este departamento estamos viviendo tres, pero falta una persona. Si te interesa te presento a los demás”. Días después regresé y conocí a Ismael, un ingeniero de Pemex, y a Ricardo, otro ingeniero de Protexa. Era una mezcla media rara de jóvenes.
Tras la primera conversación aceptó mi amistad, y aunque ambos teníamos horarios distintos siempre había tiempo, sobre todo los fines de semana para intercambiar opiniones.
En su buró siempre tenía un libro, el primero que le vi era uno del escritor de origen ruso y radicado en Nueva York , Isaac Asimov, y en cada página que leía parecía disfrutarlo demasiado, al tal grado que a la vuelta de hoja esbozaba una sonrisa de satisfacción.
La lectura de esos libros duraba meses, porque los libros de Asimov eran verdaderos tomos de enciclopedia y la ciencia ficción era la trama de cada una de sus obras.
Luego se compró otro libro que me compartió, “El Caballo de Troya” de J.J. Benítez, otro escritor de origen español quien basaba su obra en la ciencia ficción, al igual que Isaac Asimov.
Después Roberto mandó comprar a España una serie de libros interactivos cuyo contenido era muy entretenido, porque había que encontrar al culpable o bien descifrar ciertos acertijos.
Vivía encerrado en su departamento y poco a poco lo convencí de que saliera con nosotros: Ramón, Santiago, Gerardo y otro buen amigo, Sotero Monsiváis; casi a empujones lo sacábamos del departamento, pues él quería estar metido en esos enormes y pesados libros.
Finalmente aceptó y fuimos, creo, a cenar a un restaurante alemán que estaba al sur de Monterrey por la avenida Revolución; allí ya nos esperaban otras amigas (Juanita, Silvia Lydia y Liliana) que terminaron siendo sus amigas.
Después fuimos a ver cantar a Graciela “Chely” González a un restaurante que se llamaba Palenque, por Morones Prieto; en ese lugar conoció nuevas amistades.
Cómo olvidar aquella fiesta en el casino de “Los Locutores”, donde Roberto se disfrazó de sacerdote y se puso brillantina para aparecer con el pelo lamido, pero con la sotana en color blanco y un libro. Más de uno le besó la mano en la fiesta de disfraces y ya todos lo identificaban como “Bobby Cherry”.
Luego vinieron interminables fiestas en Zuazua, Nuevo León, en el rancho de mi padre. Recuerdo que tenía un carro Ford Fairmont automático; eran los años 80, llegó solo y comenzó a charlar con mi madre y con mi padre con quienes de inmediato hizo química. Recordó a su padre a quien apodaban “El Flaco Mora”.
Desde entonces fue un fiel seguidor de todas nuestras fiestas, viajes y parrandas que en muchas de las ocasiones las terminábamos jugando baraja o dominó en el departamento de la calle Jiménez, cuya casa bautizamos como “la casa que arde de noche”. ¿Quién sabe quién le puso así?
Por fin comenzamos a ver a “Bobby Cherry” sonriente, aunque la mayoría del tiempo estaba pensativo, metido en sus rollos y en sus asuntos personales.
Cómo olvidar aquel viaje a unas cabañas en San Antonio de las Alazanas, en el municipio Arteaga, Coahuila. Pasamos tremendo frío y bajo una fuerte nevada asamos bombones, tomamos tequila y Mora terminó susurrando una canción de la Rondalla de Saltillo, mientras alguien de nosotros lo acompañaba con guitarra en mano. Era tan tenue su voz que casi no se escuchaba.
Hubo otro viaje, a ese no pude ir, pero lo organizo Héctor Hugo Jiménez. El destino final era la laguna conocida como la media luna, en Río Verde, San Luis Potosí, una enorme fosa que no tenía fondo. Se la pasaron de ensueño y, cuentan, al iniciar el camino de madrugada por carretera Roberto se perdió.
Hugo me llamó preocupado y me dijo: “Tín, no encontramos a Mora, checa con tus amigos de la Policía Federal de Caminos a ver si no tuvo un accidente en la carretera”; movilicé hasta el comandante regional Jorge Vergara Berdejo y los agentes salieron en busca del Ford Fairmont, pero no lo encontraron, ni volcado, ni chocado.
Roberto era amante de la velocidad y le metió la pata hasta llegar primero a Río Verde. En la mañana Hugo me habló durante la noche y me confirmó: “Ya encontramos a Roberto, estaba en Río Verde esperándonos”. Todos respiraron tranquilos, pero esa historia la puede contar mejor el organizador del viaje.
Así pasaron los años, Roberto renunció a Televisa y el departamento poco a poco dejó de ser visitado por José Luis Undiano, Julio Castillo, Filiberto Garza, Ramón, Sotero, Roldán Trujillo, Santiago y Gerardo. Tiempo después se fue a vivir a unos condominios por la colonia Hacienda Los Morales, en San Nicolás.
En una ocasión se desligó del periodismo. Laboró en el sector metal-mecánico del grupo IMSA, en acumuladores LTH. Era el editor de una revista y conoció otro ambiente diferente a los medios de comunicación.
Nos seguimos frecuentando poco y luego entró como jefe de información al periódico El Diario de Monterrey (hoy Milenio). Regresó a su pasión que era el periodismo escrito; dentro de la redacción formó a jóvenes reporteras y reporteros y convivió nuevamente con sus siempre amigos Ramón, Gerardo, Santiago y de vez en cuando convivía con los otros de El Porvenir y El Norte
Esperábamos el fin de semana para tener un poco de dinero y salir a dar la vuelta a la Casa de Pancho Villa, al Mesón del Gallo y otros antros del Barrio Antiguo.
Roberto seguía bien metido en su papel de jefe de El Diario de Monterrey donde conoció a Aracely Carrillo, con quien años después se casaría. Juntos procrearon un hijo a quien llamaron Sebastián.
Tras su salida de El Diario de Monterrey de plano le perdimos la huella; supimos poco de su trabajo en un periódico de finanzas que llevaba un título en inglés y que se editaba en Monterrey.
Pasaron los años y los 90 habían terminado. En el 2003 me enteré que había sido contratado como director editorial de El Mañana de Nuevo Laredo.
En ese año hablamos varias veces y en ocasiones intercambiamos información. A fin de cuentas trabajábamos para periódicos hermanos de la familia Deándar. Le pregunté que cómo estaba, en su tono seco me contestó que todo bien, que los fines de semana iba a Monterrey a ver a su esposa y su hijo “Sebas”.
Ya asentados en Tamaulipas platicábamos poco, cada quien había hecho su vida y tomamos distintos caminos. Hugo seguía en Reynosa, en Hora Cero; Ramón en Miami, como corresponsal de Notimex; Filiberto, en Monterrey; Silvia Lidia, en Japón; Liliana, en Washington; Undiano, en El Norte, y Sotero se había ido hasta San Quintín, Baja California Norte. Santiago del periodismo pasó a la política, fue diputado local, y los ingenieros Ricardo e Ismael siguieron en Monterrey y ambos hicieron su vida.
Hoy, a casi 10 años del deceso de Roberto Javier Mora García, lo sigo recordando como mi amigo, porque cuando se trataba de dar consejos, para eso era muy bueno. Y ni qué decir de su profesionalismo: eras un chingón para el periodismo; muchos pupilos y pupilas te recuerdan con cariño. Dejaste raíces en Monterrey y nunca te olvidarán muchos que te llaman “maestro”. Lo mismo pasó en Nuevo Laredo donde todos te recuerdan con cariño y respeto.
Pero recibir esa fatídica llamada aquel 19 de marzo de 2004, y ver tu cuerpo en un ataúd en las Capillas del Carmen de la avenida Constitución, nunca lo voy a olvidar; menos ver a los Deándar destrozados y clamando por justicia.
Ahí estaba tu cuerpo inerte, tus ideas, tu carisma y tu forma tan peculiar de ser estaba en cada uno de tus amigos que estuvimos presentes en tu último adiós de tierras regias, porque ibas a Saltillo donde descansarías por fin de nosotros.
En estos días seguramente, si habláramos metafóricamente, estarías revisando notas en la redacción del periódico El Cielo, junto a Ramón, José María “Chema” Alanís y otros amigos más que se nos adelantaron en el camino.
Nosotros sólo podemos decir que te extrañamos. Y si necesitas reporteros, subdirectores, jefes de información, jefes de redacción y editores, dile al dueño que esas vacantes ya están separadas para nosotros, para tus amigos de Monterrey.
No te desesperes, aquí todavía somos requeridos y cada vez que podamos te recordaremos, porque a final de cuentas todos vamos hacia el mismo destino, pero todavía nos falta hacer la tarea y hacer la última parada.
¡Hasta pronto Roberto Mora!