
La noche
del huracán
Eran las 2:00 de la mañana del 17 de septiembre, la ciudad dormía luego de los festejos de la Independencia. Había llovido incesantemente durante 48 horas y la ciudad estaba en calma, mientras el agua acechaba las calles y los hogares para atacar como león a su presa.
Por Francisco Cobos
Eran las 2:00 de la mañana del 17 de septiembre, la ciudad dormía luego de los festejos de la independencia.
Había llovido incesantemente durante 48 horas y la ciudad estaba en calma, mientras el agua acechaba las calles y los hogares para atacar como león a su presa.
Yo estaba dormido, igual que millones de regiomontanos, hasta que una llamada telefónica me despertó.
“¿Ya viste lo que está pasando?, hay agua por todos lados”, era un compañero fotógrafo que me alertaba de la situación. “Tu casa está cerca de un río, pélate” fue lo último que me dijo antes de colgar.
Desperté a mi esposa y la llevé a casa de unos familiares en un lugar más seguro.
Tomé un impermeable y mi inseparable Nikon, y tras un beso a mi mujer salí a la calle en mi Renault 5, viejo aún para esa época.
Llovía incesantemente, el viento movía los árboles de un lado a otro como si fueran hechos de hule y la lluvia era tan intensa, que en unos minutos hizo que los limpiaparabrisas dejaran de funcionar. Yo estaba empapado porque el agua se metía al coche por todas partes.
Enfilé hacia el río Santa Catarina, pues una estación de radio decía que estaba a punto de desbordarse, lo que me pareció alarmista.
Pero al llegar, por la avenida Revolución, me di cuenta de lo equivocado que estaba.
Nunca en mi vida había estado frente a frente con la furia de la naturaleza como ese día.
El río que cruza toda la ciudad y que era llamado río sólo por costumbre, donde habían sido construidas instalaciones deportivas, estaba lleno de lado a lado.
El rugido del agua se escuchaba atemorizador, y con la poca luz que se lograba obtener del alumbrado público alcancé a ver estufas, colchones, láminas y automóviles completos ser arrastrados como juguetes, incluso recuerdo haber visto a un caballo remolineándose para tratar de salvarse.
Enfilé río arriba y al llegar al Puente del Papa observé lo que quedaba de los juegos Manzo, un parque de diversiones con tradición de tres generaciones en Monterrey. De los juegos sólo un carrusel se aferraba a su lugar, y sólo el toldo salía por encima de las enfurecidas olas… paradójicamente, otro juego llamado “huracán”, era arrastrado.
Eran ya las 3:00 de la mañana y los ruidos de las sirenas de patrullas y ambulancias sonaban por todas partes, tal vez demasiado tarde.
Un comando de policías evacuaba a toda prisa el barrio del “Pozo”, ubicado en la parte más baja de la colonia Independencia y con riesgo inminente de inundarse.
En Guadalupe, socorristas de la Cruz Verde rescataban con vida a dos tripulantes de un camión cisterna atrapado en medio de un arroyo.
Corrieron con suerte.
En la central de autobuses, tres camiones repletos de pasajeros salían con destinos diferentes, pero por la misma vía, por la Carretera Monterrey-Saltillo. Un agente de tránsito los desvió de la avenida Díaz Ordaz porque no había paso, sin saber que los estaba guiando a su tumba.
Los camiones, uno de ellos de Transportes del Norte y otro de Transportes Frontera, llegaron hasta la parte baja del puente Miravalle, la corriente del desbordado río había llegado hasta la avenida y poco a poco los frenó.
Yo estaba escuchando por la frecuencia de una patrulla los gritos desesperados de cuatro policías que habían llegado al lugar: “53 central, envíe 14 de inmediato, dos autobuses con 37’s adentro están en peligro de ser arrastrados por la 40… 14 de inmediato”.
Traté de llegar hasta el puente Miravalle, pero la corriente del río no se dejó. Tardé más de una hora y media en recorrer un tramo que normalmente se hace en 15 minutos.
Cuando llegué, las caras de los presentes me notificaron de la tragedia.
Los autobuses estaban llantas arriba. “Sólo se salvaron unos cuantos”, me dijo un civil, todo empapado, con el lodo hasta las rodillas y casi llorando.
“Hicimos lo posible, yo traje una lancha, pero de nada sirvió”, comentó angustiado.
Comenzaba a amanecer y la luz del día iluminaba la tragedia.
Cada segundo que salía el sol nos revelaba el número de víctimas y la magnitud de los daños ocasionados por “Gilberto”.
La lluvia cesó y sólo quedó una leve llovizna… El huracán se había robado vidas enteras en sólo una noche.
La ciudad amaneció paralizada, quienes salieron a sus trabajos y llegaron sanos y salvos corrieron con suerte.
La mayoría de las víctimas habían sido arrastradas en vehículos de transporte que se dirigían a trabajar en las primeras horas de la mañana.
“Oh Dios” rezaba explícita la cabeza de primera plana del Extra de la Tarde, donde cada reportero hacía su relato de la tragedia.
Tal vez ese periódico reflejó la expresión de todos los regiomontanos al amanecer del 17 de septiembre de 1988.
Por la tarde, comenzamos a conocer la magnitud real de la tragedia. Una vez que bajó la corriente de los arroyos, quedaron en la superficie decenas de cadáveres.
Uno a uno fueron colocados en cuatro tráileres frigoríficos que se ubicaron en el anfiteatro de Ciudad Guadalupe. Durante semanas desfilaron por ahí miles de personas buscando a sus seres queridos, con el “Jesús” en la boca, y orando por no encontrarlos en aquellos camiones de la muerte.
Muchos bajaron bañados en lágrimas y pesar al reconocer de entre los cuerpos a quien no querían encontrar muerto. Otros, con la foto al cielo, seguían preguntando si alguien lo reconocía… seguían mostrando la imagen de la esperanza a cuanta persona se les cruzaba en el camino: “¿no lo ha visto?”.
Muchos (poco más de 25), terminaron en la fosa común y otros más nunca aparecieron.
“No hay una cifra oficial, pero esa noche muchos automóviles fueron reportados como desaparecidos, hubo incluso una pesera repleta de gente que fue encontrada por casualidad en el río casi un año después de la tragedia, tal vez jamás sabremos exactamente cuánta gente se llevó el Gilberto”, asegura Martín Castillo, uno de los rescatistas que la noche de la tragedia estuvo como radio-operador en el operativo de seguridad que se montó.
Y tal vez tiene razón.
“Te lo digo, éste es el panteón más grande del mundo”, insiste Armando Peña, quien cada 17 de septiembre reza ante la inmensidad de piedras y lodo del Santa Catarina, “para que las almas en pena que ahí quedaron, encuentren su eterno descanso”.
Así sea.
‘Transmitimos
durante 25 horas’
Por Héctor Benavides
Recuerdo algo muy raro y trato de sintetizarlo. Más de cinco veces, a partir de la una de la mañana del sábado 17 de septiembre de 1988 -cuando estaba a todo lo que daba el paso de los remanentes del “Gilberto”-, empezamos a recibir llamadas de una persona que nos estaba dando la ubicación del fenómeno desde las 11 y media de la noche. “Ahora está en tal lugar. Ya entró a las siete por un lugar de la costa tamaulipeca. Va pasando por Ciudad Victoria”.
Pepe de la Luz, mi productor, no me dejará mentir. Le hablábamos a esta persona porque teníamos su teléfono, nos contestaba y nos seguía dando información que nos sirvió mucho durante la transmisión, que duró 25 horas en total pues contaba con un radio de onda corta y tenía comunicación con otros de sus compañeros que se manejan en esas frecuencias y que tenían datos actualizados del huracán.
Lo raro de todo esto es que nos quedamos con el teléfono de esta persona y ya cuando todo terminó le digo a Pepe: “vamos a hablarle al amigo este para agradecerle pues ni siquiera su nombre supimos”, y resulta que hablamos a ese teléfono y la persona que nos contesta nos dice que ahí no vive esa persona, que ahí vivían personas de edad avanzada; incluso yo hablé con uno de ellos y me dijo que ahí no vivía nadie con esas características.
Suena un poco a ficción todo esto, pero lo más extraño es que todo lo que nos dijo esa persona nos sirvió mucho, nos orientó, sobre todo a las cuatro de la mañana, cuando el huracán estaba a todo lo que daba y se fue la luz aquí en la ciudad.
El aire estaba tan fuerte que recuerdo una palma que se balanceaba de un lado para otro, así de fuerte estaba el aire.
Lo otro que no puedo olvidar es que desde muy temprano supimos que a siete de los Policías Judiciales -con César Cortés “El Campeón” al frente de ellos-, se los había llevado la corriente. Habíamos confirmado eso, pero no encontrábamos la forma de decirlo y mejor no lo dijimos, ni siquiera dijimos que la corriente se había llevado tres camiones.
Nosotros lo hicimos porque pensamos en la persona que estaría en casa escuchándonos en la radio -éramos los únicos que estábamos transmitiendo- y tenía un familiar que iba a salir de la Central de Autobuses a San Luis o la Ciudad de México y se enterara que pasó eso.
Esa fue una situación bastante difícil para nosotros, el callar, hasta que ya como a las seis de la mañana se lo preguntamos al gobernador y al procurador:
> Oiga, señor gobernador ¿es verdad que fallecieron muchas personas?
Sí, ya está confirmado.
> ¿Y que también hubo camiones que fueron volcados por la corriente?
Sí, también.
Siempre quedó la duda si fueron dos o tres camiones, uno de los socorristas dice que fueron tres, aunque no se alcanzó a precisar la cantidad exacta.
Esos pasajes creo que son los que todavía permanecen en mi mente y en la de todos los que estuvimos ahí, como José de la Luz Lozano, María Elena Meza, Eduardo Garza Cortés, Enrique Salinas Rangel, entre muchos otros.
Fue un gran equipo en el que tuvimos la oportunidad de sentirnos útiles, porque esto arrasó con la ciudad y la corriente del río Santa Catarina dividió la ciudad, no se podía pasar a la parte sur, donde estaban nuestros estudios, por eso la rehabilitación se llevó muchos días.
Negros
recuerdos
Por Fabián Rojas
La lluvia corría por mi cara, todos nos quedamos mudos y nos veíamos uno a otro, no sabíamos si llorar o gritar, pero estábamos ahí… acabábamos de ver morir a más de cien personas.
Tres autobuses de pasajeros que se habían quedado en medio de la corriente del río Santa Catarina habían sido arrastrados como si fueran de juguete. Vimos cómo más de cien personas fueron prácticamente tragadas por sus enfurecidas aguas.
Había llegado ahí, a la parte baja del puente Miravalle, en el municipio de San Pedro, porque mi consigna como camarógrafo de Canal 2 era estar al pendiente de posibles inundaciones por los efectos del huracán “Gilberto”.
Estaba asignado con mi compañero reportero Santiago González, y esa noche nos acompañaba Jaime Rodríguez.
Habíamos estado haciendo algunas imágenes de un show trasvesti en un club del centro de Monterrey, pero alguien ahí nos indicó que había problemas en la zona del río Santa Catarina.
Salimos y circulamos por la avenida Cuauhtémoc, y al llegar a Constitución, al poniente, nos sorprendió ver el río Santa Catarina cubierto en su cauce de lado a lado.
“¿Ya viste cabrón?”, fue la expresión de Santiago, mientras uno a otro nos veíamos sin poder creer lo que estábamos presenciando.
Seguimos nuestro camino rumbo a San Pedro y al llegar al puente Miravalle lo primero que vimos fueron los autobuses cubiertos por el agua hasta las ventanillas.
Había varios socorristas y personas de civil, entre policías judiciales y vecinos.
Ahí observamos la impotencia de los cuerpos de rescate que hacían hasta lo imposible por llegar hasta los autobuses que estaban en el vado Santa Bárbara.
La gente que se encontraba dentro de los autobuses sacaban pañuelos por las ventanillas, ese era su manera de pedir auxilio ya que los gritos eran extinguidos por el fuerte rugido de la corriente de agua.
La lente de mi cámara no alcanzaba a ver lo que yo veía con mis propios ojos, me desesperaba que la vieja cámara 1640 no tuviera la suficiente luminosidad como las Betacam de hoy en día.
Unos judiciales lanzaban cuerdas y hacían lo imposible por llegar a los autobuses; un voluntario ofreció una lancha, pero de inmediato rechazaron la idea porque la corriente los arrastraría como barco de papel.
Un empresario que estaba presente habló a su oficina y pidió que trajeran un bulldozer.
Unos minutos después, el enorme aparato llegó y levantó la esperanza de los rescatistas y las personas atrapadas que comenzaban a salir por las ventanas y subir al capacete de los autobuses.
En la desesperación, dos policías, entre ellos el comandante César Cortés y el voluntario Ricardo Ayala Contel, subieron al bulldozer.
“Con este nadie nos mueve, vamos a entrar”, gritó uno de los temerarios héroes improvisados; el chofer del bulldozer también accedió arriesgarse.
El grupo comenzó a incursionar en las aguas del río y con cuerdas pretendían amarrar los autobuses para jalarlos hasta la orilla, pero muy pronto la esperanza cayó al agua y desapareció.
La máquina se apagó en medio de las turbulentas aguas, los tripulantes permanecieron ahí, observando cómo salir, no llegaron a la gente que necesitaba ayuda, pero tampoco podían regresar.
En unos minutos, el nivel del agua comenzó a crecer hasta que una sorpresiva ola, como enviada del infierno para acabar de tajo con todos, los cubrió.
El comandante César Cortés y Rogelio Ayala Contel fueron arrastrados por la corriente. El chofer y el otro judicial se habían amarrado a la máquina para que el agua no los arrastrara, pero al amanecer aparecieron ahogados junto al trascabo al que se habían amarrado.
La misma ola asesina volcó de golpe a los autobuses; vi cómo la gente gritaba, intentaba nadar o simplemente se dejaban llevar por el agua, ya resignados.
Quise cerrar los ojos pero no pude, jamás olvidaré lo que sentí al ver a tanta gente vencerse ante el destino.
De ahí nos fuimos a la Cruz Verde de Monterrey, en donde hablamos con siete sobrevivientes de los autobuses, entre ellos una dama y seis varones.
Uno de ellos nos platicó como se logró aferrar a un árbol durante horas, hasta que pudo ser rescatado.
La mujer, llorando, nos dijo que tenía agarrada a su hermana de la mano, pero ya no pudo sostenerla más y nunca la volvió a ver.
Después siguió lloviendo durante toda la noche, regresamos al río y observamos cómo los autobuses pasaban ante nuestros ojos, arrastrados por la corriente con las llantas hacia arriba.
En nuestro recorrido vimos vehículos de todo tipo atrapados por la corriente del río.
Al amanecer vimos la magnitud de la tragedia, la cual habíamos vivido en carne propia.
Ese mismo amanecer fuimos a los anfiteatros, en donde lavaban los cuerpos a manguerazos y los almacenaban en un tráiler que usaban como cuarto frío.
Puentes, carreteras, calles, casas destruidas, ese fue el saldo del huracán.
Aún ahora no puedo borrar de mi mente las escenas que pude captar con mi cámara, pero, aún menos, las que capté con mis ojos y grabé en mi corazón.
Aún ahora me pregunto si quienes fueron arrastrados por el río algún día aparecieron o me pregunto dónde quedarían los sobrevivientes.
Hoy también me pregunto si esa tragedia se pudo evitar.
La última noche
de ‘El Campeón’
Por Agustín Lozano
La noche previa a la llegada del huracán “Gilberto” estaba con Santiago González y los finados Ramón Rodríguez y Roberto Mora, planeábamos qué hacer ese fin de semana largo después de disfrutar una noche mexicana. Fue cuando se nos ocurrió una idea: ir a pescar a una playa de Tamaulipas.
Los servicios meteorológicos estaban en pañales, nadie nos advirtió del diluvio que azotaría con todas sus fuerzas y que dejaría un saldo de cientos de muertos, pues en esa época no había teléfonos celulares o los fastidiosos beepers (radiolocalizadores); es más, no teníamos ni televisión y mucho menos una línea de Telmex, pues en aquel tiempo costaban “un ojo de la cara”.
Salí del Diario de Monterrey y me dirigí a mi departamento ubicado en la calle Jiménez y Washington, frente a la preparatoria Pablo Livas, mismo que la raza la conocía como “La Casa que Arde de Noche”… quién sabe por qué.
Uno a uno fueron llegando mis amigos, por fin estábamos juntos, pero como teníamos mucha hambre decidimos salir a cenar, nuestro destino fue una taquería llamada El Furgón, ubicada en Venustiano Carranza y Padre Mier.
Por fin llegamos y una ligera llovizna se asomó, la taquería tenía un pequeño techo de lona en color amarillo. Como era mi costumbre, nos sentamos en la última mesa pegada a la pared que, por cierto, era de sillar.
Mientras pedíamos unos de harina con carne asada y queso fundido, al estacionamiento llegó un Jeep color verde con capote de plástico.
Del auto bajó un hombre corpulento con muchas cadenas de oro al cuello, quien se dirigió hacia nosotros. De inmediato lo identifiqué, era el comandante César Cortés, a quien apodaban “El Campeón”. Del Jeep nadie más bajó.
El comandante se enfiló a nuestra mesa, me saludó fuertemente, como era su costumbre, y dijo: “¿Cómo estás Agustín?, aquí saludándote”.
Yo le respondí: “mira, te presento a unos amigos: Roberto Mora de Televisa, Ramón Rodríguez de El Diario de Monterrey y Santiago González, también de Televisa”.
Muy amigable el comandante saludó a mis compañeros, y tras estrechar sus manos se presentó con un “César Cortés, a sus órdenes”.
Segundos después hablamos en clave, recuerdo que le pregunté: “¿qué 40 comandante? (novedades)” y me respondió: “4 de 10 (sin novedades), sólo esta pinche agüita”.
Ya comenzaba a sentirse la lluvia más fuerte, el comandante se retiró de la mesa, se subió a la Jeep color verde esmeralda adaptada con torretas y se enfiló por la avenida Venustiano Carranza, rumbo a Constitución.
Ramón y Santiago de inmediato comenzaron con la carrilla de “¡qué amiguitos!”, haciendo referencia a “El Campeón”; en aquellos tiempos los judiciales tenían muy mala fama y se la ganaron a pulso, pues continuamente cometían abusos y atropellos.
Tan pronto llegaron los tacos de harina, procedimos a devorarlos y ni tiempo tuvimos para hacer los planes del viaje que pretendíamos hacer, acabamos de cenar y nos subimos al Ford Fairmont gris de Roberto, para enfilarnos al departamento.
Ramón se fue a su casa en la colonia Independencia, él vivía por la calle Baja California; Santiago se fue por su camarógrafo, pues le tocaba cubrir la guardia nocturna para Televisa, ya que lo habían castigado.
La lluvia comenzó a arreciar y un débil viento movía las hojas de los árboles. Roberto también se fue a trabajar.
Yo desperté temprano, creo que eran las 6:00 horas, noté que había llovido toda la noche, por lo que agarré mi cámara Minolta y me puse a caminar por la ciudad, crucé toda la calle Pino Suárez hasta llegar a Constitución.
Había poco tráfico, vi que no había camiones y solo me topé a unas personas que venían de cruzar el puente Pino Suárez, quienes aterrados me comentaron: “Está muy feo el río, lo bueno fue que pudimos pasar”.
A pasos agigantados llegué al puente y lo que miré me dejó aterrado: el río Santa Catarina se había convertido en un monstruo y sus aguas estaban a punto de desbordarse hacia la colonia Independencia y el centro de la ciudad.
Seguí caminando. En el puente se estrellaban casas de madera, tanques de gas y refrigeradores.
Tomé casi 20 fotos en blanco y negro, y unas 15 en color (diapositivas); con rapidez cambié los rollos y los puse a salvo en mi mochila de reportero.
Otra vez mi Minolta estaba frente a mi cara captando las aterradoras imágenes de un río que rugía; algunas de las olas topaban con la parte alta del puente.
Repentinamente un soldado que no vi venir se puso detrás de mí y me susurró al oído, “órale cabrón, muévete a la v… ¿no ves que te puede cargar la chingada si se cae el puente?”.
A empujones me sacó de la zona de peligro, todos los puentes fueron cerrados, nadie podría cruzar, unos se quedaron del lado sur y otros del lado norte del río Santa Catarina.
Marqué al conmutador del Diario de Monterrey y pedí hablar con Francisco “Paco” Salazar, quien era el director editorial, le dije lo que pasaba y le ofrecí que si quería las fotos se las llevaba.
“Paco” me contestó fiel a su estilo: “Agustín, nadie puede cruzar, si estás de aquel lado no podremos cruzarlas, pero si estás del lado sur, vente”.
Esas fotos se quedaron en mi cámara para siempre, porque en el periodismo no hay nada más viejo que unas fotos de ayer.
Ya por la noche me tocó ver las desgarradoras imágenes del camarógrafo de Santiago González, donde los pasajeros de un camión agitaban sus pañuelos pidiendo ayuda.
Repentinamente, una enorme ola se tragó la pesada unidad y la hizo girar una y otra vez hasta que se perdió de vista.
En ese momento me enteré de la muerte del comandante César Cortés y de tres agentes judiciales que estaban bajo su mando, quienes intentaron rescatar a los pasajeros de otro camión que se quedó varado en el puente del Obispo.
¿Quién iba a pensar que la noche anterior sería la última vez que vería con vida a “El Campeón”?
Lo bueno es que el comandante, que siempre andaba enjoyado, no me invitó a irnos a patrullar, pues quién sabe quién hubiera contado esta historia.
No me resta más que decir: descansa en paz, comandante César Cortés Vázquez.
‘Gilberto’, el ‘bautizo de fuego’
del ‘Cazador de Huracanes’
Por Mario Alberto Palacios
Han pasado ya 30 años, y Doroteo Treviño Puente, secretario técnico de la Cuenca del Río Bravo, tiene presente los tres días y sus noches en que el huracán Gilberto mostró el Poder de la Naturaleza cuando reclama lo que es suyo.
El novel ingeniero agrícola de 27 años fue bautizo en fuego por el meteoro, o literal, en agua, y le cambió la vida: tres décadas ha dedicado a estudiar no sólo huracanes, sino sequías, heladas y todo fenómeno meteorológico que impacte al noreste de México y Nuevo León.
Desde “El Gilberto” Treviño es un “Cazador de Huracanes”, y ha seguido puntual los estragos que estos vendavales dejan, por lo que es uno de los expertos más consultados sobre el tema.
“La Naturaleza reclama lo que es suyo.”, apunta en entrevista con Hora Cero.
En los veranos y otoños de 1986 y 1987, durante la escasez de agua en la entidad, como ingeniero en la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, tuvo la suerte y fortuna de colaborar en un programa de bombardeo de nubes mediante un avión conocido como La Reina del Aire, para aplicar yoduro de plata a las nubes y generar lluvias.
Su experiencia en esas lides le permitió estar en la primera línea de información sobre lo que representaría el huracán Gilberto en septiembre de 1988. Era un “aprendiz” de meteorología en la oficina de Aguas Superficiales de la SARH, ubicada en Pino Suarez y Carlos Salazar.
“Esos días del Gilberto estaba de vacaciones pero me mandaron llamar porque tenía conocimientos de lo que ocurría”.
Narra que las herramientas para medir la intensidad de las lluvias y crecidas de arroyos y ríos que convergían en las presas Cerro Prieto y La Boca, y la Venustiano Carranza, en Coahuila, eran rudimentarias.
“Nada más había estaciones convencionales, con personas haciendo en los afluentes mediciones a mano, y pasando datos vía telefónica o por radiofrecuencia, con fallas por la intensa lluvia, para comunicarse al centro de operaciones en Monterrey”.
Pese a la falta de experiencia de él y el resto del personal, se manejó de manera atinada los efectos de la tormenta que afectaban a todo Nuevo León.
En base a información recibida cada minuto por las estaciones de medición, se elaboraron boletines para el gobernador Jorge Treviño, las oficinas centrales en el Distrito Federal de la SARH, para así tomar las decisiones sobre qué hacer.
A CIEGAS
“No había pronósticos del clima como hoy. Nos basamos en información que enviaba el Servicio Meteorológico Nacional (SMN) por teléfono. Estábamos con los ojos vendados sobre la ubicación y trayectoria del Gilberto, y así dimos respuesta inmediata a la emergencia”.
Treviño rememora el uso del Nifax, antecesor del fax, que recibía enviaba una fotografía en blanco y negro tomada de satélite, donde se apreciaban los detalles del huracán. La imagen tardaba 30 minutos en “quemarse”, y era enviada cada seis horas por el SMN, lo que dificultó poder hacer previsiones de lo que pudiera ocurrir ante las elevadas precipitaciones.
“Pasado el ciclón, al revisar la información nacional nos dimos cuenta que nuestros datos al momento coincidieron con la llegada del centro Gilberto a Linares, cuando ya teníamos la lluvia encima, con una duración de 18 horas continuas.
“Fue cuando decimos hacer extracciones por vertedores de las presas Cerro Prieto y La Boca, al registrar altos incrementos de sus niveles, un poco al tanteo porque no teníamos datos precisos de los aforos de los ríos Pablillos y Camacho”.
Debido a que muchos arroyos convergieron en el embalse de La Boca y sin poder medir su intensidad, se abrieron poco a poco las compuertas para desfogar presión, y así evitar daños aguas abajo o bien, vaciarla.
Incluso un aparato térmico eléctrico no estaba en los tableros de control de las compuertas, y se requirió que uno de los técnicos fuera en cuestuiones de horas a Estados Unidos y regresara, para poder resolver el problema.
“Me queda la satisfacción profesional y personal de que con escasa información y recursos técnicos, pero sobre todo el personal humano, atendimos la emergencia, y presentamos datos concretos al gobernador para aplicar los planes de apoyo a la población necesarios”.
LO QUE EL AGUA DEJÓ
“Aprendí mucho con el Gilberto. Esa fue la semillita que me creció para querer aprender más en meteorología. Cuando nos llega el huracán nos agarra desprevenidos, por lo luego estudie Meteorología IV”, refiere, el ahora responsable del secretariado técnico de la Cuenca del Río Bravo, de la Comisión Nacional del Agua.
Doroteo Treviño detalla que desde los sismos de 1985, en México la población y autoridades modificaron su percepción de lo que es la Naturaleza y los efectos que en ella tienen las acciones de los humanos.
“No hablemos de desastres naturales sino de desastres y negligencias humanas. La Naturaleza ahí estaba antes y estará después de nosotros. Lo que hacemos con ella es lo que genera tragedias humanas”.
“En 1988 no se tenía interés en el pronóstico del clima, ni había tantas herramientas tecnológicas para conocerlo. Ahora, cualquiera puede acceder a una imagen satelital y a un portal de información, y convertirse en meteorólogo sin tener conocimientos previos.
“Sí te ahogas es porque cometiste un grave error, ya que por todos los medios se advierte de que hay condiciones climáticas de alto riesgo. No es culpa del gobierno ni de nadie más que tuya”.
El legado de 1988 es amplio y variado, aunque prevalecen las fallas y la terquedad humana como constantes.
“Aprendimos la cultura de la protección civil, que permitió crear una ley y un sistema al respecto. Se metió orden a los municipios y Estado en ese aspecto, que en el caso de los huracanes Emily y Alex, permitió salvar vidas”.
Más que error humano, hay una negligencia criminal a que pese a prohibiciones federales que impiden vivir y construir en cauces y límites de ríos y arroyos, se sigue haciendo.
Explica que después del huracán Alex, los ajustes de puentes y pasos a desnivel sobre el río Santa Catarina tienen especificaciones técnicas para facilitar el paso de una crecida del afluente, hasta por un periodo de retorno de mil años.
“No entendemos, tanto el Gobierno del Estado como los municipios. Hoy en día, hay quienes opinan que se deben de hacer canchas en el río Santa Catarina, lo cual es un error grave. El río es un río, aunque pareciera seco la mayor parte del tiempo, está vivo y reclama su espacio”.
Aunque vivimos en el desierto, muchos olvidan que de cuando en cuando va a llegar un ciclón sin previo aviso, y el agua buscará su cauce natural.
“El río va a reclamar su espacio natural. El daño que cause, es ya culpa de los seres humanos”.