Medianoche del 4 de junio. Simón llegó a su casa después de un largo día de trabajo en un restaurante de hamburguesas donde laboraba desde hace un año. El bochorno del día aún pesaba; 30 grados centígrados marcaba el termómetro y el comienzo de la madrugaba no conseguía disipar el calor.
Era una de esas noches en las que uno prefiere mantenerse despierto pese al cansancio porque, de pronto, le entran ganas de vivir, como si una súbita ansia por respirar se apoderara del cuerpo.
Simón, un hombre corpulento de 24 años, 100 kilos de pesos y 1.75 metros de estatura, tocó a la puerta de su vivienda luego de pasar por el portón de la vecindad donde rentaba una casa modesta de una planta.
Su pareja, Ana, tiene sólo 22 años, pero es madre de dos niños. Le abrió la puerta luego de revisar que, efectivamente, se tratara de él. Y es que a como están las cosas “más vale prevenir…”. La colonia donde vivían en Monterrey no es una zona segura a pesar de que el vecindario es considerado tranquilo.
Simón besó a su mujer con cariño y le preguntó por los niños. La mayor de cinco años y el menor de apenas dos. A pesar de que no eran sus hijos naturales, Simón los quería y los consideraba suyos, pues aceptó la responsabilidad de velar por ellos cuando Ana le dio el sí para acompañarlo en una nueva aventura para conseguir un mejor futuro. La pareja emigró de una ciudad del noreste de la República, a Monterrey, en busca de un mejor porvenir.
Tanto Simón como Ana pertenecen a familias de clase popular. Él, difícilmente terminó la primaria y ya no quiso seguir estudiando. Ella llegó al noreste, proveniente de San Luis Potosí y desde niña tuvo que trabajar para salir adelante.
Sin las herramientas que da la educación, ambos comenzaron a remar contra la corriente de la vida en un mar lleno de injusticias para los que menos tienen. Con el paso del tiempo las necesidades aumentaron y el dinero escaseó. Es que cuando llegan los hijos la gente se desespera si no puede darles las satisfacciones que requieren.
Pese a todo, Simón y Ana eran felices con pequeñas cosas, mínimos gustos que se daban de vez en cuando, pero que para ellos significaban mucho porque representaban la forma de celebrar “victorias chiquitas” frente a lo duro de la vida. Esa noche calurosa del 4 de junio iba a marcar la vida de esta joven pareja.
Los goznes oxidados del portón sonaron con un chirrido escalofriante y violento intranquilizando a quienes los escucharon. Cuatro hombres armados entraron sin miramientos y se dirigieron hacia la vivienda de Simón. La puerta de la casa estaba cerrada con llave, pero Ana se asomó por la ventana, que siempre permanecía abierta, para permitir la entrada de tímidas ráfagas de viento que de vez en cuando soplaban desde el cerro de La Silla.
“¡Andamos buscando al Pancho Tijerina!”, vociferó uno de los hombres al tiempo que movía su cabeza tratando de ver hacia dentro de la vivienda. Los perros ladraban afuera como presintiendo una tragedia. En la casa contigua los vecinos se asomaban por las rendijas de las ventanas evitando ser vistos por los visitantes no deseados.
“Aquí no vive ningún Pancho”, respondió Ana con voz entrecortada y sin poder disimular el susto. La sorpresiva visita la dejó perpleja. Sólo sentía cómo su hija la tomaba de la pierna y la jalaba hacia adentro.
“¡Que salga, si no te matamos a ti, hija de la chin..!”, gritó el hombre mientras empuñaba un arma larga. Sus ojos desorbitados brillaban con la luz de las farolas y sus fosas nasales se abrían y cerraban al ritmo de su adrenalina.
“¡Abre la puerta… abre la puerta!”, repetía el hombre.
“¡Aquí no vive ningún Pancho!”, respondió Simón desde el fondo del cuarto levantándose como resorte de la cama.
“¡Abre la puerta hijo de la chin… o aquí mismo te mueres!”, le contestaron desde afuera.
Simón se asomó por la ventana y apartó a Ana y a la niña. Temía por la vida de su familia, pero al mismo tiempo su cerebro no alcanzaba a entender la situación. Por instinto trató de dialogar con el hombre armado quien hacía intentos por abrir la puerta.
“¡Aquí no vive ningún Pancho!”, repitió Simón.
“¡Abre o los matamos a todos!”, fue la sentencia final.
Simón entendió que la situación era grave y que no tenía escapatoria. Le dijo a su mujer que no se preocupara, que todo era un malentendido y que explicaría eso a los hombres armados.
Abrió la puerta lentamente y salió. Aún no se quitaba la ropa que usó durante el día. Pantalón de mezclilla y una camiseta estampada en color negro. Ya no traía los zapatos, sino una chanclas de hule.
Afuera, el hombre lo jaló del brazo y lo sacó al corredor. Le preguntó a qué se dedicaba y por el paradero de Pancho Tijerina. Dos más le apuntaban con armas largas y uno cuidaba la entrada a la vecindad.
“No sé quién es ese tal Pancho”, dijo Simón, mirando a su agresor a los ojos.
“¡Pues te vas tú hasta que nos digas lo que queremos saber!”, respondió su agresor.
A empellones, los hombres sacaron a Simón de la vecindad. Antes de salir tocaron la puerta de otra casa y al no recibir respuesta comenzaron a rafaguear la fachada. Entraron rápidamente en una camioneta y se llevaron a Simón con ellos. El rechinido de las llantas al partir sólo alebrestó más a los perros que ladraban sin parar.
Esa fue la última vez que vieron con vida a Simón…
LA ODISEA
Ana esperó pacientemente toda la madrugada el regreso de Simón. Las horas transcurrían lentamente y sólo se escuchaba el tic tac del reloj que colgaba de la pared… y de vez en cuando los ladridos de los perros. Cada auto que pasaba por la calle representaba una esperanza de que Simón regresara sano y salvo.
Llegó la luz del nuevo día y sólo trajo calor y bochorno, pero nada más. Ana y Simón no tenían familiares en Monterrey, sólo los amigos del trabajo, quienes no sabían nada sobre la suerte del joven.
La muchacha se comunicó a la casa de su suegra, en una ciudad del noreste, y le explicó la situación. Al día siguiente tomó un autobús y junto con sus dos pequeños hijos regresó para buscar ayuda con su familia política. Llevaba consigo el periódico del día y en él la noticia de un asesinato más… uno de los cientos que ha sufrido Nuevo León en los últimos años.
Doña Ofelia, madre de Simón, recibió a Ana en la central de autobuses y rápido hojeó el periódico.
Buscó, ansiosa, la sección en la que aparecía la nota que quería encontrar, pero cuyo contenido se rehusaba a aceptar. Un hombre de complexión robusta fue encontrado por albañiles en un terreno baldío. La ropa era similar a la de Simón y sin titubear, la ama de casa, madre de siete hijos exclamó: “Sí se… se parece a mi Simón”.
Con el valor que la naturaleza le da a las madres y ese sexto sentido que sólo las mujeres tienen, doña Ofelia apenas esperó que amaneciera para tomar el autobús a Monterrey. Nadie la acompañaba, solamente su esperanza de recuperar al hijo perdido.
Como pudo llegó hasta el departamento de Servicios Periciales y se identificó. Mostró el periódico y les dijo que el hombre encontrado muerto podría ser su hijo. Le mostraron fotos tomadas al cadáver, pero por el estado de descomposición era difícil reconocerlo.
“Le tomaremos una prueba de ADN y las cotejaremos con las del muerto”, le dijo uno de los agentes. “Regrese a su casa y en dos o tres semanas le avisaremos los resultados”.
Con la pena en el alma y un cansancio físico y moral, doña Ofelia emprendió el regreso a casa con la esperanza de cuando menos saber qué le pasó a su hijo y poder recuperar el cuerpo.
ERA UN BUEN HIJO
Unas horas antes de ser levantado -quizás minutos- Simón se había comunicado con su mamá para decirle que el fin de semana iría a visitarla. En sus palabras había alegría porque, además, llevaba los papeles para dar de alta a su hijo en el IMSS.
Simón tenía un hijo varón en la ciudad donde vivía su madre y era el momento de darle la seguridad médica y proteger su futuro inmediato.
“Él era bueno, siempre estaba de buen humor. Se llevaba muy bien con sus compañeros y con sus hermanos”, dijo Ofelia con un dejo de tristeza, pero con orgullo.
“Nunca le gustó la escuela, pero era muy trabajador. Siempre fue muy responsable en lo que hacía y por eso su jefe lo quería mucho”.
Dentro de la tristeza de su pena, doña Ofelia recordó una anécdota que le devolvió la sonrisa a los labios.
“Cuando estaba en la secundaria todos los días le preparaba la mochila y su lonche. Un día me hablaron para decirme que no entraba a clases. Lo esperé en la puerta de la casa y cuando llegó le pregunté cómo le había ido. Me dijo que bien y no pude contenerme… le pegué con la escoba porque tenía mucho coraje”.
Después de ese incidente Simón y su mamá llegaron a un acuerdo. Él no seguiría en la secundaria y se pondría a trabajar. A partir de ese momento, como a los 13 años de edad, encontró trabajo para ayudar en el gasto familiar.
Doña Ofelia se ha dedicado por muchos años a administrar una “pulga”. Ella es la encargada de cobrar las cuotas a los oferentes y de abrir y cerrar el local. Por la noches vende tacos afuera de su casa en un carrito que con muchos sacrificios pagó.
EL RESCATE
En Servicios Periciales le dijeron tres semanas, pero su corazón le dijo: “Es hora”. Nuevamente doña Ofelia abordó el camión para Monterrey y dos semanas después de haberse hecho la prueba de ADN, fue a preguntar por los resultados. Esta vez traía con ella a su nuera, Ana. Ambas llegaron a la ciudad con la esperanza de cuando menos recuperar el cadáver del joven desaparecido.
De Periciales las mandaron al Ministero Público, donde les darían el acta para recoger el cuerpo. Las pruebas eran contundentes. El ADN de doña Ofelia había resultado altamente coincidente con el cuerpo encontrado por los albañiles el 6 de junio en un terreno baldío.
Luego de horas de espera y una noche en un hotel de tres estrellas, Ofelia y Ana recibieron el acta. Personas caritativas que se enteraron del caso acudieron en su ayuda solventando los gastos funerarios que en cuenta corriente hubieran costado alrededor de 20 mil pesos.
Aunque algunos miembros de la familia querían que el cuerpo se velara en la casa materna, Ofelia estaba decidida a cremarlo, para de esa manera llevarlo con ella en su regazo, como cuando era un bebé.
IDENTIFICACIóN
Con acta en mano y en compañía de dos personas que decidieron ayudarlas en este momento de dolor, Ofelia y Ana acudieron al anfiteatro del Hospital Universitario para identificar el cadáver. Desde que se abre la puerta de recepción, un olor extraño se siente por todos lados. Se impregna en la ropa y penetra la nariz.
Carrozas de diferentes funerarias hacen fila para entrar en una cochera donde sólo caben tres autos compactos y un cajón está ocupado -malamente- por el carro de un funcionario.
“¿A qué huele?”, le pregunto a uno de los trabajadores. “¿Es alguna especie de químico?”.
“No”, dice, “ese olor es natural, aquí los cuerpos están en el frío, pero sin conservadores”.Vale más esperar afuera mientras Ofelia y Ana hacen los trámites ayudadas por un empleado de la funeraria. Sacan un cuerpo, va dentro de una bolsa, pero en los pocos segundos que pasan desde que sale del anfiteatro hasta la carroza fúnebre se escapa un olor penetrante que entra por la nariz, golpea el estómago y produce miedo.
Ofelia y Ana no son las únicas que esperan. Hay otras familias que también buscan noticias, aunque no sean agradables. La llegada y salida de carrozas es más frecuente de lo deseado; los choferes de estos autos parecen estar tan acostumbrados al ir y venir que platican como si nada, incluso se acercan a las personajes para ver si ya cuentan con el servicio fúnebre para darle el último adiós a su ser querido.
Llega el momento, el hombre de la funeraria se acerca y dice: “No recomendaría que la mamá vea el cuerpo, está muy descompuesto”.
“Pero ella debe reconocerlo”, le responde, “¿cómo se va a llevar un cadáver si no está segura?”.
Ana se da cuenta de la situación y decide ser ella la voluntaria. Se empieza a agitar su respiración y su corazón late con fuerzas mientras se acerca lentamente hacia la puerta de vidrio que separa el porche del edificio con la entrada al anfiteatro. Realmente sólo hay un espacio como de cuatro metros entre puerta y puerta antes de acceder de lleno al lugar.
En ese sitio hay una camilla en el suelo. Entre bolsas negras mal amarradas yace un cuerpo. El sepulturero abre con su mano derecha la parte superior de la bolsa. Ana esperaba ver la cara de Simón, pero en cambio encontró una masa de carne verdosa e hinchada casi sin facciones. Ella se le queda viendo por unos segundos y rompe en llanto.
“Sí es”, dice entre lágrimas. Ella sale del lugar y se dirige a donde está doña Ofelia.
Los empleados funerarios suben el cadáver a la carroza y le pregunto si podrían abrir un poco más la bolsa para ver el pelo. Simón usaba un corte muy especial y sería fácil reconocerlo de esa manera.
“Es que ya no hay pelo, no se distingue”, dijo el trabajador.
En un gesto de valor sobrehumano, doña Ofelia decide ver el cuerpo. Se acerca a la carroza y le abren la bolsa de la parte superior. Se queda quieta y observa. Aunque para cualquiera sería difícil tomar la decisión, una madre sabe cuando tiene la razón. Se abraza con Ana y se retiran del lugar.
REGRESA A CASA
La mañana del viernes 29 de junio, Ofelia y Ana reciben una urna café con un pequeño símbolo en el centro. Son las cenizas de Simón.
Ambas están entre desconcertadas y resignadas. Se ven una a la otra y un empleado de la funeraria les hace firmar un documento.
“Ya todo está en orden”, les dice.
Salen del establecimiento. Una quiere llevar la urna, pero la otra también reclama, en silencio, su derecho a cargar las cenizas de Simón.
“Está caliente de abajo…”, dice doña Ofelia, “se siente muy caliente…”.
“Es que acaban de traer las cenizas y como queman los cuerpos…”, interviene una persona que escuchaba la plática.
Doña Ofelia y Ana no tienen expresión en el rostro. Van calladas y sigue esa “disputa” en silencio por la urna.
De pronto, afloran las emociones.
“Mi gordito…”, dice Ana. “¿Cómo cabe aquí si estaba bien gordito?”. Luego comienza a sollozar.
Doña Ofelia secunda su comentario: “Sí, estaba bien dado… me acuerdo que una vez se metió a arreglar unas cosas en la casa; abrió un hueco y yo le decía ´te vas a quedar atorado…´”. Se ríe.
Ambas la abrazan suavemente y la acarician. Una lágrima cae por la mejilla de doña Ofelia, quien mira a lo lejos y por su mente pasan como en un película los momentos de la vida de su hijo.
Llegan a la central de autobuses, compran dos boletos, pero en realidad viajarán tres. Otros pasajeros ven la urna y comentan entre sí. Se escandalizan porque seguramente no les agrada la idea de viajar en el mismo vehículo en el que irán las cenizas de una persona. No les quitan la vista de encima.
Doña Ofelia y Ana se acomodan en los asientos y en medio colocan la urna. El autobús toma carretera y empiezan el viaje de vuelta a casa. Nuevamente Ana y Simón están viajando, pero ahora de regreso. Están haciendo, a la inversa, el recorrido que tiempo atrás hicieron llenos de sueños y proyectos que nunca cristalizaron.
Para doña Ofelia este recorrido representa la oportunidad de volver a tener a Simón entre sus brazos, como cuando era pequeño y aseguraba “nadie me lo iba a quitar”.
Los nombres de las personas involucradas en esta historia fueron cambiados para proteger su seguridad.