Llegaron a Nuevo León en busca de mejores condiciones de vida y las encontraron… pero el proceso de adaptación y el relevo generacional podría amenazar su identidad: son los indígenas que habitan en el estado.
Se les ve en las calles pidiendo dinero, tocando el acordeón por una moneda o vendiendo artesanías de manera informal, pero ellos son los recién llegados a la capital industrial de México. Los otros, aunque se desconoce en qué porcentaje, se encuentran en las aulas de escuelas públicas aprendiendo inglés, en las universidades forjando una carrera o en talleres que les enseñan a fundar un negocio de artesanías.
No son pocos; de acuerdo a la encuesta Intercensal del INEGI de 2015, en la entidad vivían 352 mil 228 personas que se describían a sí mismas como indígenas (6.9 por ciento de la población total), de las cuales apenas 58 mil 883 hablaban un dialecto.
De los 68 grupos étnicos reconocidos por el gobierno de México, 56 tienen presencia en Nuevo León, principalmente en la mancha urbana de Monterrey, en donde habita el 70 por ciento.
Pablo Vega Rojas es un ejemplo de ello. Originario del municipio de Silacayoapam en Oaxaca, llegó hace 21 años a la colonia Héctor Caballero de Juárez, que congrega una de las comunidades mixtecas más grandes la entidad y en donde el ritmo de la urbe se conjuga con las tradiciones de su natal poblado San Andrés Montaña.
Aquí, cada 28, 29 y 30 de noviembre los habitantes replican las fiestas patronales de Silacayoapam, en honor al santo patronal San Andrés Apóstol, al cual hasta le construyeron una pequeña capilla en las inmediaciones de la colonia.
Con música de banda y comida típica, los festejos se desarrollan dentro del bullicio de la zona conurbada de Monterrey.
“Estamos tratando de mantener la tradición de la música y la fiesta patronal del pueblo, y cuando estamos acá tratamos de juntarnos entre toda la comunidad y hacer una pequeña comidita y pues la banda (sic)”, aseveró don Pablo.
Y es que la intención de preservar las tradiciones de su pueblo natal va más allá de la adoración a los santos, pues se busca que las nuevas generaciones de mixtecos no se impregnen de las conductas negativas de sus vecinos no indígenas.
“La costumbre de la ciudad es que a la una o dos de la mañana se ponen (los jóvenes) en una esquina a fumar y a drogarse, y es lo que no queremos para nuestros hijos porque nosotros tenemos otra cultura. No queremos que sus tradiciones se revuelvan con las de nuestros hijos”, expresó el hombre.
Cada tarde, don Pablo descansa un momento en el porche de su casa de dos pisos, que también sirve como estacionamiento para la camioneta Armada de reciente modelo, y propiedad de una de sus hijas que se recibió de maestra.
De estatura baja y piel trigueña, el mixteco de 53 años platica sonriente sobre su próximo viaje a Oaxaca, mientras guarda un smartphone bajo su playera para no distraerse.
Actualmente, es uno de los indígenas que toma el taller de emprendedores de la Secretaría de Desarrollo Social del Gobierno del Estado para aprender a comercializar bolsas típicas, en el estado que le ha brindado mejores condiciones de vida.
Y es que en su natal Oaxaca, don Pablo era uno de los llamados “olvidados de la sierra” en donde a su vivienda no llegaban los servicios básicos, y mucho menos la educación o la salud.
Recuerda que el hambre calaba duro, pues sembraban para el autoconsumo, y el temporal no siempre les favorecía.
Desde niño, su padre le enseñó a fabricar sombreros de hoja de palma, y cuando cumplió 17 años decidió salir de la sierra con dirección a la Ciudad de México. Ahí permaneció hasta el terremoto de 1985, que lo obligó a mudarse a Guadalajara, pero sólo duró dos años en el occidente, cuando optó por mudarse de forma definitiva al norte.
Fue así que hace 23 años arribó a Monterrey. Primero se ubicó sobre la orilla del Río la Silla, junto a otros integrantes de su comunidad, pero poco tiempo después fueron desalojados por encontrarse en propiedad federal.
Al llegar a Juárez, los mixtecos se apoderaron de tierras que no se regularizaron hasta 2007, con el apoyo del escultor oaxaqueño, Francisco Toledo -creador de La Lagartera-, quien ayudó con dinero para su formalización.
Sería mentira si don Pablo asegurara que en estos 23 años no han vivido discriminación en Nuevo León. De hecho, el hombre asegura que parte de su identidad ha sido modificada por el temor a ser ridiculizados.
“Acá cuando llegamos hubo mucha discriminación. Por esa razón la gente ya cambió su vestimenta y cambió todo, ya no traen su ropa de allá. Hay unas cuantas señoras que todavía se visten como allá, pero son las más viejitas. Los que son así como de mi edad ya cambiaron su vestimenta por las burlas y esas cosas”, aseguró.
Cuando don Pablo llegó a la Ciudad de México no hablaba español y con esfuerzo logró aprenderlo. Ahora, el relevo generacional en su comunidad ha invertido las cosas, pues los jóvenes prefieren aprender sólo el español.
“Poco a poco va perdiendo identidad porque hay unos niños, por ejemplo mi nieto, que hablan español y están dejando el mixteco”, mencionó el oaxaqueño.
Don Pablo sabe que la vida en la ciudad es distinta a la de la sierra y quiere que sus cuatro hijos sobresalgan en Monterrey. Por eso decidió darles educación universitaria para que adquieran nuevas habilidades sin olvidar su origen.
“Yo les empecé a decir a mis hijos que estudien y que salgan adelante, porque si no estudian no van a salir de la pobreza. Siempre les digo que hablen mixteco y si es posible que aprendan también inglés”, expresó.
OTOMÍES EN LOMAS MODELO
Los otomíes son otra comunidad indígena congregada en la mancha urbana.
De acuerdo con el censo del INEGI de 2010, en Nuevo León se contabilizaron mil 397 de ellos, de los cuales más del 60 por ciento radicaba en el municipio de Monterrey, teniendo su más importante asentamiento en la colonia Lomas Modelo.
Entre calles sin pavimentar y senderos que funcionan como caminos hacia sus hogares construidos en el cerro, los miembros de esta comunidad habitan en una de las zonas más conflictivas de la zona metropolitana
Al igual que los mixtecos, los otomíes llegaron décadas atrás motivados por el hambre, y se apropiaron de terrenos para construir; sin embargo, a diferencia de los primeros, éstos no han podido regularizar sus predios.
Sara García Hernández vive esta suerte desde su llegada a la Sultana del Norte hace 33 años.
Originaria de Santiago Mexquititlán, Querétaro, la joven de 37 años recuerda que a su arribo no entendía al resto de los niños, pues nunca había tenido contacto con el español.
“Sólo recuerdo que cuando escuchaba a otros niños hablar en español yo le preguntaba a mi mamá que qué era lo que hablaban, porque no les entendía lo que estaban diciendo”, aseveró.
En ocasiones, su acento distinto fue motivo de burlas en la primaria y secundaria.
“A veces me sentía discriminada por la gente porque no podía hablar bien español”, dijo.
Su infancia transcurrió entre la escuela y el trabajo, pues desde muy chica ayudó a sus padres a vender desde yukis hasta fruta.
Pero sus papás querían ofrecerle una mejor vida y le permitieron seguir estudiando para que no repitiera la historia de desempleo de la que escaparon.
Su último grado escolar fue la secundaria pues, aunque deseaba continuar sus estudios, la crisis de 1994 la obligó a buscar empleo para ayudar en casa.
Desde entonces, la también madre de dos hijos se ha desenvuelto como empleada doméstica y comerciante.
El asentamiento de Lomas Modelo es un ejemplo del mensaje que se pasó de “de boca en boca” en pueblos golpeados por el abandono del campo en México.
Ante la falta de empleo, un otomí llegó al poniente de Monterrey, en donde se le ofrecieron tierras, así comenzaron a poblar el lugar, poco a poco.
Hoy, en el sector, cerca del 80 por ciento de sus habitantes pertenecen a dicha etnia y el resto son regiomontanos, quienes amenazan con impregnar su cultura con sus actividades.
Y es que es bien conocido por las autoridades que en la zona existen altos índices de drogadicción y vandalismo, pero no es el único reto que los otomíes enfrentan al situarse en la mancha urbana, sino también a la pérdida del dialecto, ya que las nuevas generaciones no tienen la intención de preservarlo.
“Yo hasta ahorita hablo en otomí, al igual que mis papás, pero ya mis hijos no hablan, ya no podemos tener una conversación de largo tiempo. A mí no me gustaría que desapareciera la lengua que hablo y estaría bien que haya doctores y maestros que hablen en otomí”, mencionó Sara.
Aún y con las tradiciones otomíes bien marcadas, la mujer se considera regiomontana, pues esta ciudad es la que conoce como hogar desde hace 33 años.
“No regresaría porque es lo mismo que cuando mis padres se fueron. Ya no tengo nada allá”, puntualizó la vecina del poniente de Monterrey.
RADIOGRAFÍA ÉTNICA
DE NUEVO LEÓN
La vida de Nuevo León siempre ha tenido un sabor indígena. Desde la presencia de los chichimecas antes de la conquista española hasta las actuales etnias que llegaron a la entidad en busca de empleo, salud y educación.
En el siglo XIX los nativos de la entidad fueron exterminados, pero desde 1990 el desarrollo industrial y económico del estado ha atraído a miles de pobladores indígenas de otras entidades, convirtiéndose en uno de los grupos de mayor crecimiento.
Provenientes principalmente de San Luis Potosí, Veracruz, Hidalgo, Oaxaca y Querétaro, en los últimos 10 años el porcentaje de dichos pobladores en Nuevo León aumentó 200 por ciento, según estadísticas del INEGI.
La movilización urbana de los indígenas puede calificarse de tres maneras: congregadas, dispersas y aisladas.
Los mixtecos, zapotecos, otomíes y mazahuas generalmente radican de manera congregada y se dedican a comercializar sus productos elaborados, como artesanías, comidas, flores y demás.
Por su parte, los nahuas y teenek de la Huasteca, acostumbran a migrar y habitar de forma dispersa o aislada.
En 2015, Escobedo era el municipio que concentraba mayor población de este tipo, con 77 mil 65 indígenas, lo que equivalía al 21.9 por ciento de la población total. Le seguían en cifras Monterrey, con 48 mil 582 (13.8 por ciento del total), Guadalupe con 46 mil 81 (13.1 por ciento del total), Apodaca con 42 mil 579 (12.1 por ciento del total) y García con 32 mil 810 (9.3 por ciento del total).
En su mayoría, de acuerdo con el Catálogo de Programas de Atención a Población Indígena en el Estado de Nuevo León 2017, los miembros de las etnias migraron para buscar un empleo.