En su libro “La Adicción: La Hinchada más pasional”, editado y distribuido por Tarin Editores, el escritor y periodista Luciano Campos Garza aborda la historia de esta barra que hoy se encuentran en el ojo del huracán por los hechos de violencia previos al Clásico 117. Con la autorización del autor se reproduce un capítulo que engloba lo bueno y lo malo de la pasión que este grupo siente por sus colores.
Rayados tuvo su estreno en el Mundial de Clubes del 2011 luego de haber conquistado la Concacaf Liga de Campeones de ese año. En el camino dejó a Toluca y a Cruz Azul. La final fue contra el Real Salt Lake, de Utah.
Fue una llave sufrida. La Pandilla obtuvo un apurado empate a 2 en la ida, jugada en el Estadio Tec, el 20 de abril.
En la vuelta, en territorio norteamericano, como era la costumbre, Humberto Suazo marcó el tanto definitorio. Al 45, cuando agonizaba el primer tiempo, hizo una serie de paredes cortas con Sergio Santana, y la colocó a la izquierda del arquero Nick Rimando.
El pequeño estadio Río Tinto, en la ciudad de Sandy, fue un buen escenario, el 27 de abril, para esa primera conquista internacional, donde los Rayados fueron alentados por un pequeño grupo de barristas, que exhibieron sus trapos blancos y azules e hicieron mucho ruido. Los fans que acudieron recuerdan a Vucetich, enfundado en un feísimo saco color caqui, con camisa amarilla y corbata gris, celebrando junto con su auxiliar Juan Carlos Barra, la culminación del duelo. La patria rayada gozaba otra conquista en tres años consecutivos. Vivían la mejor época del equipo en su dilatada historia.
La gratitud de la afición era completa para el Rey Midas, que prolongaba su leyenda. Una vez más convertía en oro los sueños de los aficionados que concentraron, el resto del año en planear el viaje a Japón, donde se jugaría la Copa Mundial de Clubes FIFA 2011, del 8 al 18 de diciembre.
En este primer periplo internacional, para obtener el más importante título a nivel de clubes en el planeta, los aficionados aprendieron sus propias lecciones, algunas dulces y otras salobres, todas formadoras. La más inmediata fue entender que, aunque obtuvieran recursos para viajar, sus planes tenían que esperar a que la FIFA designara la sede. Los viajes de los barristas son, por lo general, precarios. Apenas tienen recursos para llegar al destino. En el extranjero, si llegan a una ciudad equivocada, condenan la aventura porque, muchas veces, carecen de recursos para moverse al interior del país invadido. Por eso, hay que hacer planes con precisión y apegarse al itinerario.
De cualquier manera, Asia estaba a la vista. Los seguidores rayados salivaban de expectación. En un torneo de siete equipos cualquiera puede ser campeón.
Directiva, cuerpo técnico, jugadores y aficionados sentían que, estirando la mano, podrían alcanzar una estrella largamente acariciada por el futbol de México: ser campeón del mundo. Como únicos equipos de renombre estaban el poderosísimo Barcelona, campeón de la UEFA, y el Santos, de Brasil, que había ganado la Copa Libertadores. Además de Rayados, estaban el campeón de Asia Al-Sadd, de Catar; el monarca africano Espérance, de Túnez; Auckland City, de Oceanía; y el ganador de la liga japonesa Kashiwa Reysol.
¿Barcelona? ¿Por qué no? Acceder a una final, ante los catalanes, ya significaba un triunfo sin precedente para la institución. Pero, ya estando ahí, podrían dar la sorpresa. Los aficionados soñaban día y noche con dar el campanazo.
La justa inició el 8 de diciembre. Los de Kashiwa dieron cuenta del Auckland y avanzaron a cuartos de final, donde tuvieron como rivales a los regios.
El modernísimo Estadio Toyota, al sur del país fue la sede del duelo, disputado el 11 de diciembre. La temperatura estaba en el punto de congelación, Antes, durante y después del juego, cayeron hojuelas de nieve que acentuaron el ambiente de irrealidad que vivían los invasores de La Adicción. Nunca habían presenciado un juego cubriéndose de la nieve.
Hubo doble cartelera ese día en el mismo escenario.
En el primer encuentro, a las 16:00 horas, Al-Sadd eliminó al Espérance, con marcador de 2-1. Luego vino el plato fuerte para los mexicanos.
Dos centenares de enloquecidos regiomontanos, vistiendo llamativas camisas de rayas verticales le enseñaban a los locales como verdaderamente se vive el futbol. Desde antes de que iniciara el encuentro, ya hinchaban para su escuadra. Los japoneses
aplauden los goles. Los mexicanos los gritan. Aunque el duelo fue parejo, el campeón de Concacaf se veía considerablemente superior a los asiáticos. Los adictos que hicieron el viaje esperaban que ya el silbante australiano Peter O’Leary silbara el final con un marcador a favor. Pero la historia fue muy diferente.
Los amarillos del Rey Sol se fueron al frente al 53’ por conducto de Leandro Domingues, que prendió de volea un centro a media altura. La banda de la AD se quedó fría, como cubo de hielo en ese congelador abierto. Pero volvieron a recuperar calor y vida al 58’, cuando Chupete prendió la bola de zurda un centro de Chelito a segundo poste, que se paseó por toda el área chica y anidó en el arco. Mientras rayados se jugaba la vida en la cancha, en la tribuna, los aficionados escucharon, por el sonido local, un anuncio inusual. Las autoridades del Estadio Toyota advertían que en breve partiría el último tren hacia Nagoya, la ciudad donde estaban los hoteles de los viajeros. Si no se dirigían, de inmediato, a la estación, ya no tendrían oportunidad de encontrar transporte y tendrían que viajar hasta la mañana siguiente.
Los integrantes de La Adicción intercambiaron miradas de extrañeza. Realmente eran organizados y considerados, los nipones. Cada uno, mentalmente, les dio las gracias, aunque ni uno solo de ellos se movió del asiento. Habían cruzado todo el Océano Pacífico para estar ahí. En ese encuentro con la eternidad, y no se perderían ni un detalle del compromiso, aunque los sacaran convertidos en paletas.
Los aficionados aguantaron estoicos, pero el clima se recrudecía y la situación se agravaba. Ya no había tren y el agua nieve se convirtió en nevada.
El juego terminó 1-1 y llegó a los penales. Los fans de La Adicción hinchaban a todo pulmón en el coso medio lleno. En la ciudad de Monterrey, retumbaban sus gritos en la transmisión de madrugada de la TV.
“Oe, oe, oe, oe, Jona, Jona”, coreaban. La tanda se cobraba precisamente en el arco del lado sur, donde estaban colocados los mexicanos, que tenían sus mantas albiazules con leyendas como San Nicolás, Villas y La Carroña. En la barda colocada exactamente detrás de la cabaña, estaba el trapo más colgado: MTY LADRÓN DE MI CEREBRO, que pudieron admirar los fanáticos futboleros que vieron el juego alrededor del mundo.
Luis Pérez falló el primero. Mal augurio. Los aficionados se arrancaron los cabellos por pura desesperación Pero no dejaron de alentar. Abucheaban a los locales que cobraban, y coreaban anticipadamente los goles de los suyos. Luego anotaron seguidos Suazo y Ayoví. En la cuarta ronda, Orozco la impactó en el poste, y aunque lavó el error, al contener el disparo siguiente, se esperaba un milagro que no llegó. Delgado cumplió con su tiro, pero Hayashi dictó sentencia, al colocarla abajo y con potencia, a la izquierda del arquero regio.
Kuso, dirían en japonés. Todo había terminado. Solidario con la raza, como se la ha conocido siempre, Jonathan se aproximó a la tribuna y arrojó sus guantes al sitio donde estaban los fieles que los habían seguido hasta el país del Sol Naciente. No había nada más que pudiera hacer para consolarlos. El mismo arquero también tenía el corazón roto.
Luego de la derrota, los aficionados se quedaron sumergidos en la tristeza absoluta. Mientras arriaban los trapos y las banderas, en silencio entendían que los sueños se habían hecho añicos. La tragedia deportiva había ocurrido, pero todos ellos, en sus propias vidas, tenían otros problemas de los que debían ocuparse en lo inmediato. Los trenes habían dejado de circular. El trayecto de 15 minutos a Nagoya se convertía en una hora a pie.
Pero primero, había que acceder a la estación, a algunos kilómetros de distancia de distancia. Con las pesadas mochilas, en las que cargaban los estandartes mojados, accedieron al cobertizo que les daba poca protección. En la parada, encontraron a seguidores del Al-Sadd, que habían avanzado a semifinales. Inesperadamente, los cataríes se mofaron de los afligidos regios, que habían sido ya echados de la competencia. La sangre mexicana se agolpó en sus heladas cabezas. Los asiáticos se expresaban en un idioma que no entendían, pero que se veía que era de burla. De las palabras se fueron a los puños. Hubo intercambio de golpes, que sirvió para que los del Al-Sadd guardaran la compostura y supieran que debían respetar a los americanos.
En el punto donde estaban, no encontrarían ninguna solución, acaso alguna pulmonía. Avanzaron caminando a una estación intermedia. Ahí recalaron y fue creada una comisión de emergencia para encontrar una posada dónde pasar la noche. Los más jóvenes, ateridos, se enredaron en las mantas para soportar el frío que estaba bajo cero. Les urgía encontrar refugio. El que se quedara dormido, corría el riesgo de congelarse y perecer. Así de enredado estaba el laberinto en el que se habían metido.
Finalmente consiguieron subir a un tren que los acercó a Nagoya. En el trayecto, el silencio era roto por los sollozos. La realidad abrumaba a algunos de ellos. Había invertido los ahorros de todo un año.
Algunos retacaron la tarjeta de crédito y no sabían cómo solventarían la deuda. Uno reconoció que por andar en la colecta de recursos, descuidó los estudios y reprobó el semestre. Algunos confesaron que no tenían dinero para regresar a casa y no tenían idea de dónde lo conseguirían. Uno de los atribulados se levantó y, en medio de los lamentos gritó: “De cualquier manera, ¡arriba el Monterrey!”. La proclama les recordó a todos que habían emprendido el viaje buscando una ilusión y que debían pagar el precio por aspirar a la grandeza.
Esa noche los líderes de La Adicción aprendieron una lección de vida: en esos trayectos, aunque el equipo sea derrotado, y el ánimo decaiga, ellos deberán mantener el entusiasmo elevado, para evitar que el desánimo provoque pánico, como estuvo a punto de ocurrir, al sentirse todos en el desamparo, en una tierra tan lejana y extraña. Los aficionados al futbol dicen que integrarse a la barra les ha hecho crecer como personas. En esa ocasión lo comprobaron.
Finalmente, en el trayecto, los aficionados encontraron un restaurante McDonalds abierto durante la madrugada. Batallaron para que les dieran techo, porque no querían que ahí se alojaran esos muchachos con aspecto de menesterosos. Al final obtuvieron compasión y comprobaron el enorme corazón de los japoneses. Un grupo regresó a la estación por los que se habían quedado y afortunadamente aún los encontraron despiertos y en buen estado de salud.
Regresaron a la improvisada posada de las comidas rápidas. Varios errabundos encontraron calor en el lobby de algunos edificios. En medio de todas las penalidades, sobrevivieron a ese día y despertaron a salvo. La crisis había pasado, aunque por la mañana se enteraron de una noticia procedente de México que les caló como una estaca en el pecho: mientras Rayados era eliminado en Japón, en el Estadio Universitario, Tigres se proclamaba campeón del torneo Apertura 2011. Muchos de los viajeros, aún ahora, recuerdan ese como el peor día de sus vidas.
Tres días después, el 14 de diciembre, Rayados tuvo su triunfo de consolación ante el Espérance, de Túnez, con marcador de 3-2 en el Estadio Toyota. La Pandilla se regresó con un quinto lugar. En la doble cartelera de ese día, Santos pasó por encima del Kashiwa con 3-1.
Con el equipo brasileño jugaba un jovencito Neymar que comenzaba a llamar la atención del mundo.
Al final, el Mundial fue para Barcelona, que aplastó al Santos con marcador 4-0.