Los centroamericanos que se encuentran de paso por la zona metropolitana en su camino hacia Estados Unidos no tuvieron una Navidad feliz. Como Daniel Martínez, originario de Honduras, que a sus 18 años a diario tiene que enfrentar los peligros de caminar entre los carros que esperan la luz verde pidiendo unas cuentas monedas para poder sobrevivir.
A más de dos mil 500 kilómetros de su natal Honduras, Daniel Martínez de 18 años, espera cauteloso el cambio de luz en el semáforo de la avenida Pablo Livas y Serafín Peña en Guadalupe.
Cuando el brillo de la señal pasa de verde a rojo, el centroamericano se para frente a los automovilistas y a pesar de que su rostro refleja hambre, sonríe.
Con una mano saca de entre su ropa una identificación de su país de origen y con la otra levanta su dedo índice en señal de “un peso”.
Arriesgando su vida, peregrinó por entre los automóviles esperando que la empatía de los regiomontanos en las pasadas fechas decembrinas le permitiera recolectar algunas cuantas monedas para comer.
Y es que, entre el caos de las fiestas navideñas y fin de año, existieron cientos de migrantes a quienes el dulce sabor de las fiestas de fin de año se les tornó amargo.
Para estos hombres, mujeres, niños y niñas, las días conmemorativos de diciembre ya no fueron tan especiales desde el momento en que se vieron obligados a abandonar su tierra para escapar del hambre y la violencia.
Al igual que Daniel, cientos de indocumentados deambulan por las calles de Monterrey en espera de que la seguridad fronteriza de Estados Unidos se relaje y puedan intentar cruzar hacia el país de las barras y las estrellas.
Sin embargo la espera se ha prologado por las medidas tomadas en la frontera sur desde la llegada miles de migrantes en caravanas, por lo que su estancia en Monterrey se ha dado hasta la temporada de “noches de paz y noches de amor”.
Llegó diciembre y las luces navideñas adornaron las fachadas de los hogares regiomontanos, los villancicos se escucharon por las calles de la mancha urbana y el olor a champurrado y buñuelos se percibió en algunos rincones de la ciudad.
Todo pareció felicidad, pero para Daniel las celebraciones pasadas estuvieron ausentes de calor familiar. Él, al igual que cientos de compatriotas apenas y tuvieron un bocado para degustar en las cenas del 24 y 31 del mes pasado.
Y es que, entre los gastos de las cenas de Navidad y fin de año, hay quienes sólo tuvieron la fortuna de comprar pan, jamón y refresco para compartirlo con sus compañeros de viaje.
Con su “oficio” de recolector de monedas, las fiestas decembrinas se tradujeron a festejos un tanto distintos a los que estaba acostumbrado en su tierra catracha.
Nunca conoció los lujos ni la comida gourmet, pero al menos un plato de comida en la mesa lo tenía asegurado, así como estar en familia en estas fechas.
Con nostalgia, el centroamericano recuerda cómo celebraba las fechas pasadas en su natal El Progreso: tamales, sándwiches y refresco.
“Allá los tamales se hacen diferentes, con hojas de plátano, arroz, papa y carne. Me gustan más así”, aseveró el joven.
Nunca en sus pasado existieron los regalos, mucho menos en su presente. Y es que, cuando el hambre cala y la violencia se desborda en su alrededor, lo material está de más.
Cada año, en su tierra de origen, sobrevivir era el mayor presente que podrían recibir en las fiestas de fin de año, pues seguir de pie es todo un lujo en territorios donde rige la ley del más fuerte.
“En Honduras no te regalaban nada más que un tiro en la cabeza. Allá no se pide regalos, es para reventar cohetes y andar en la calle. Allá hasta en Navidad se mata gente”, aseguró Daniel.
De oficio albañil, esta es la tercera ocasión que buscará llegar a Estados Unidos, pero tendrá que ser paciente para que la vigilada frontera vuelva a tornarse porosa.
Hace tres meses el joven dejó Honduras para buscar un mejor futuro.
Nacido en el seno de una familia pobre, sus padres no le pudieron dar estudios, por lo que desde joven comenzó a trabajar en la albañilería.
“Mi familia era pobre, no podía darme lo que yo ocupaba porque no tenía el dinero para lo que quería”, dijo.
Aunque digno, con el dinero que sacaba en el oficio apenas y le alcanzaba para comer.
Fue así que decidió tomar una mochila y emprender su viaje rumbo a Estados Unidos con la esperanza de trabajar y ahorrar dinero.
Cuando llegó a Monterrey a bordo de “la bestia”, se percató que la situación en la frontera era tensa y se vio obligado a quedarse en la ciudad.
Como la mayoría de los migrantes, incluso mexicanos, buscó refugio en uno de los albergues de la ciudad, específicamente “Casanicolás”, en donde las políticas del sitio le permitieron quedarse solo tres días en el lugar.
Desde entonces, la banqueta del albergue se ha convertido en la cama y el resto de los migrantes en la familia que dejó a kilómetros de distancia.
Al ser ilegal no puede trabajar, pero ya ha intentado en dos ocasiones conseguir empleo, pero ha sido embaucado por deshonestos mexicanos.
“Ya van dos veces que vienen a decirnos que si trabajamos lavando carros, pero cuando llega la hora de pagarnos la semana ya no nos quieren pagar nada”, aseguró el indocumentado.
Sin estudios, el centroamericano busca ganarse unos pesos para alimento y su opción hasta el momento ha sido pedir dinero en los cruceros, en los que puede ganar de 200 a 300 pesos diarios.
Aunque no es mucho dinero, es suficiente para sobrevivir y compartirlo con sus compañeros. Y es que, al final de cada jornada, cuando la noche los abriga, el dinero recolectado entre todos es usado para comprar alimentos.
“El salario que tenemos en nuestro país no alcanza. Lo que sube nada más es la comida, pero el sueldo no te rinde porque es muy cara la comida. No te alcanza lo que vale la comida”, dijo.
Mientras tanto en Monterrey ha encontrado refugio. Sabe que su presencia puede provocar desconfianza en un sector de la población, pero remarcó que no busca hacer daño sólo ganarse el pan de cada día.
“No sé cuanto tiempo más depende de cómo está el tiempo por lo de la Caravana. Ahora para entrar a Estados Unidos hay más policías, pero ahora con la Caravana pues está más difícil. No ha tenido problema porque lo único que hace es pedir dinero, malo fuera que estuviera quitando (robando) los teléfonos”, mencionó el hondureño.
Con apenas dos cambios de ropa, que lava en los márgenes del río La Silla, el indocumentado enfrenta día con día una labor de supervivencia.
Y mientras los regiomontanos celebraron las fiestas decembrinas con excesivos gastos, para la mayoría de los centroamericanos, comer fue todo un reto.
Para Daniel, el único sabor dulce de la Navidad y fin de año fue encontrar mayor empatía entre la comunidad, quienes en épocas de “amor y paz” se vuelven un poco más solidarios.
Con el fin del descanso navideño, la realidad regresó para los regiomontanos y también para los migrantes, que probablemente tendrán que enfrentar la llamada “cuesta de enero” junto a los nacionales.