
Sus manos aún conservan las huellas de la cárcel. Las pulseras de plástico con sus datos personales inscritos saltan a primera vista, como las rojizas marcas ocasionadas por venir esposados desde el lejano condado de Dodge, situado en la provincia de Wisconsin, cerca de Canadá.
“¡Nos traen como animales!, ¡amarrados!”, exclama Rogelio Martínez, originario de Oaxaca.
Son los migrantes mexicanos quienes acaban de traspasar la frontera, pero hacia el lado contrario; la mayoría, con tenis de tela color naranja o azules y pants blancos. No llevan en su bolsa más que los papeles de la deportación, cepillos dentales, cartas de sus familiares y los 10 dólares que les dan durante los tres meses que permanecen recluidos.
La gente en la Aduana se les queda viendo. Unos les brindan ligeras palabras de ánimo y otros les sacan la vuelta. Llegaron 107 en tres autobuses –luego de hacer escala en el aeropuerto de McAllen, Texas, donde aterrizaron tras atravesar el país de norte a sur– y fueron “echados” a la mitad del puente con sentido a México.
El shock cultural que estas personas viven es inmediato, pues pasan de trabajar en una superpotencia a llegar a un país tercermundista.
Sin embargo, para ellos también es un alivio sentirse libres, pese a estar tan distantes de los 400 dólares (unos cinco mil 200 pesos) que lograban percibir en promedio por una semana de trabajo (cinco y hasta seis veces más que en México).
Ahora lo que queda en la mente de los “mojados” es responderse a dónde ir, qué comer, qué hacer, a quién hablarle y dónde pasar la noche en un país que les vio nacer, pero que asimismo, se ha hinchado de peligros.
“Los propios policías te asaltan”, dice con miedo uno de los ilegales de Jalisco que llegaron en el mismo grupo.
Para algunos de ellos, haber sido expatriados representa la oportunidad de volver a ver a sus seres queridos, mientras que para otros el dolor de haberse separado de ellos.
Con años e incluso décadas viviendo como ilegales en Estados Unidos unos se casaron y procrearon hijos en ese país a quienes llaman “little american citizens” (pequeños ciudadanos americanos), quienes tal vez los “pedirán” cuando cumplan la mayoría de edad para entonces sí cruzar legítimamente.
Por lo pronto, deben encontrar una solución porque estos niños se han quedado –hasta quién sabe cuándo– sin un padre o una madre.
La frustración no puede dejar de verse en el semblante de cada mexicano, de cada “paisa” que fue capturado en un supermercado, durante una infracción de tránsito, en el trabajo, caminando por la calle y hasta en su propia casa.
Saben que de entrada regresar a la nación que los desterró representa un reto cada vez mayor, pero todavía posible. Prometen volver en señal de desafío a todos y cada uno de los obstáculos que deben esquivar para estar de nueva cuenta morando del otro lado, en lo que más bien parece una jaula con comodidades.
El reto va para los mismos policías que los entregaron a la “migra” porque “es cuestión de orgullo nacional”, aseguró Patricio Hinojosa Gutiérrez, acompañado de una jocosa carcajada y de un humeante cigarro.
EL INEVITABLE ADIOS
El recalcitrante calor de mayo sofoca al ejército de indocumentados mexicanos quienes aguardan a la puerta del complejo internacional aduanero a que salgan sus amigos, quienes en fila acuden a la administración por un vale del 50 por ciento de descuento para el boleto de camión que los llevará a casa; su “premio de consolación” del programa Paisano.
El ardiente pavimento hace más hostil la peregrinación de regreso. Peor que una manda religiosa, resisten quietos –sobre la delgada suela del calzado– a sus “compas”, a los que quizá verán por última vez cuando cada quien tome su rumbo.
Chorros de sudor caminan entre sus pants y sudaderas, porque el Departamento de Migración de Estados Unidos no les dio atuendos diferentes.
Los acentos entre los deportados son desiguales, como diversa es también su apariencia: con o sin barba; pelones y de largo pelo; con arracadas o tatuados; con notables cicatrices o sin dientes; extrovertidos o recatados; jóvenes y veteranos.
En lo que sí coinciden además de haber pasado vejaciones, es en que su mente retienen aún el recuerdo de un país en el cual sintieron progresar; en el que por primera vez acudieron a comer a un bufete; en el que algunos vieron la nieve caer y divisaron admirables paisajes; en el que supieron que era tener un auto propio o viajar en metro; en el que se compraron en un día lo que en México no pudieron en meses; en el que se creyeron importantes al trascender fronteras; pero en el que también lloraron, padecieron agobiantes jornadas laborales y en el que sufrieron miedo ante la posibilidad latente de que se viniera abajo esa efímera forma de vivir de “cansados, pero bien pagados”.
Esta vez la suerte no cayó de su lado, les jugó en contra cuando los apresaron en “suelo prohibido”, aunque a muchos les ha ido peor, porque hay quienes ya no regresan al terruño y de los que no se sabe nunca más su paradero.
Ser deportado puede representar una mejor oportunidad para recomponer el rumbo; sin embargo, pocos quieren resignarse a su nueva realidad: andar en microbuses; rendirse al virus de la corrupción; someterse a la estrechez, al hambre y a la devaluación de los siempre castigados pesos.
COMENZAR DE NUEVO
Hacerse un hueco en una nación en la que las oportunidades laborales escasean por la carencia de recursos, de capacitación, de ganas o de lo que sea, no es igual a que se destaque en un Estado que lo tiene casi todo, aunque hay para quienes este no es más que un enfoque materialista.
José Alfredo Guerrero, originario de Ciudad Guzmán, Jalisco, lo tiene bien comprobado.
Dejó la ciudad de Guadalajara porque nunca pudo ver reflejado el esfuerzo de su trabajo en años. Las experiencias de otros paisanos en el vecino país del norte, que en un santiamén mejoraron su condición económica, lo fueron persuadiendo hasta que una de sus hermanas fue la primera en abandonar el barco llamado México, para subirse al crucero transnacional denominado Estados Unidos.
José Alfredo fue el segundo de la familia en unirse a la tripulación, hasta que recién llegado a puerto sucedió algo que cambió para siempre la ilusión de resolver sus problemas financieros, cuando fue detenido y acusado “injustamente” de poseer drogas.
Trece meses fueron los que José Alfredo permaneció en una peligrosa prisión de Wisconsin.
“Yo vivía con mi hermana y otras personas. Por ahí encontraron al parecer droga y yo estuve ‘laqueado’. Busqué abogado y nunca me comprobaron nada. Salí con la deportación voluntaria. Acababa de llegar a Estados Unidos cuando me pasó eso. Mi familia se quedó derrumbada, porque la situación económica en la casa está muy crítica, pero ¿qué le puede hacer uno?”, se pregunta muy triste este hombre de blanca piel y de ondulada cabellera.
José Alfredo califica como “muy mala” la posición del gobierno estadounidense de “escupir” a sus connacionales porque: “nos está afectando a todos los mexicanos que tenemos mucha necesidad de trabajo y que en realidad no contamos con el apoyo en nuestro propio país”.
El deportado condena el trato migratorio que reciben los latinoamericanos en el país del “sueño americano”. Si bien afirma que las autoridades carcelarias verifican las condiciones médicas de los detenidos y los medio alimentan, son más las condiciones de adversidad a las que son sometidos.
“Sí se siente el racismo de todas maneras. No te tratan muy bien como mexicano, la alimentación es muy negativa, muy corriente”, comenta este padre de familia, quien carga consigo la medicina para la presión, una Biblia, fotografías y cartas que le enviaron sus seres queridos mientras estuvo preso. Los dólares por los que iba se esfumaron desde hace mucho; más bien, nunca estuvieron en sus manos.
El trayecto de retorno no fue mejor para José Alfredo y sus acompañantes, esposados y encadenados entre sí. Algunos gritos y jaloneos se los da un agente de migración apellidado Sánchez, que absurdamente es de origen hispano. Es probable que los padres de éste no hayan padecido maltratos cuando llegaron a Estados Unidos, por eso se reclutó “orgullosamente” en la “migra”.
“Venimos desvelados, con ganas de alimentarnos dignamente. Nos soltaron aquí en el puente y no sabemos a qué le tiramos. Se siente uno defraudado”, dice José Alfredo.
LA MALDICION LOS PERSIGUE
Otro de los paisanos que tuvieron una experiencia similar en la Unión Americana fue Jesús Cortés, originario de Michoacán. Fue detenido en el Estado de Carolina del Norte mientras conducía rumbo a su casa, mas asegura que no por cometer una infracción de tránsito, sino por tener el inconfundible rostro de un hispano.
El joven de tranquilo aspecto describe que los agentes de Migración están desplegando una “urgente” purga en las ciudades norteamericanas para proscribir a la “masa latina” que ha ganado grandes espacios y que amenaza en convertirse en mayoría en el futuro con sus hijos nacidos en suelo estadounidense.
Para las corrientes ultranacionalistas el asunto puede no estribar más en los beneficios que generan los migrantes a la economía, sino en el temor a ser desplazados del poder absoluto.
“Ahorita hay mucha deportación por ejemplo, para las personas que manejan sin licencia. Te están parando por el físico. Te preguntan que si tienes residencia y si no, vas a una detención para ser deportado. A mí me retuvieron solamente por mi físico”, relató Jesús.
Por su lado, Efraín Sánchez López, originario de Morelos, fue asegurado en el Estado de Kentucky, según detalló, con lujo de violencia.
“Ya ve como lo agarran a uno descuidadamente. Se lo llevan al bote tres o cuatro meses. A mí me agarraron en la calle, ni chance me dieron de recoger mis pertenencias. Ganaba 400 dólares a la semana, duré un año en Estados Unidos.
“Trabajaba en la yarda (jardinería). Todos los paisanos aquí venimos juntos, casi la mayoría. Traigo nomás en la bolsa papeles que me dieron los de migración, cordones y unos calcetines”, especificó.
Extenuados, por un viaje de muchas horas, de desgaste psicológico, de depresión y de incertidumbre, los indocumentados mexicanos se identifican unos con otros por tener historias parecidas, casi todas de aventura, algunas de las cuales con desafortunados desenlaces. Eso precisamente fue lo que le ocurrió a José Galindo Figueroa, nacido en la Perla Tapatía:
Arribó a la nación más rica del mundo cuando apenas había cumplido la mayoría de edad y ni siquiera tuvo oportunidad de trabajar y mandarle dinero a su familia, porque casi inmediatamente fue detenido cuando se vio involucrado en un altercado.
Le dieron 13 años de prisión, tiempo suficiente para enfriarle su enojo, pero también para engullirse un tramo importante de su vida.
Fue recluido en la cárcel del Condado Dodge de Wisconsin, la misma en la que estuvo José Alfredo. Terminado el plazo lo entregaron al U.S. Inmigration and Customs Enforcement (el Departamento de Migración), que lo deportó a comienzos de mayo de 2010.
“Me siento mejor que estar allá. Pienso regresar a mi tierra, con mi familia”, apostilla Galindo Figueroa, quien lo único que se trajo de su viaje a la “superpotencia” fue haber aprendido inglés.
Acerca de la controvertida Ley Arizona, que recientemente signó la gobernadora Jan Brewer, este migrante mexicano la tildó de: “mala, pero ¿qué podemos hacer?”.
Rogelio Martínez, originario de Oaxaca, es otro de los muchos ilegales mexicanos que son reintegrados involuntariamente a México.
Estaba en Chicago, Illinois, cuando fue arrestado, asegura dentro de su vivienda y delante de sus hijos, como a un delincuente.
“Nos tratan para la ching…, amarrados y sin comer. Yo duré 12 años en Estados Unidos, me encontraba en mi casa cuando pasó todo esto. Golpearon a la puerta y me sacaron a la fuerza. A mis hijos los dejaron.
“Que ¿qué es lo que pienso de la medida Arizona?, que es ¡ridícula!, ¡estúpida!, porque no pueden (los estadounidenses) vivir sin nosotros”, manifiesta Rogelio, enfadado y acalorado.
Ahora idea ya un plan para ir otra vez al norte, aunque arriesgue su vida, a unas horas de haber sido deportado.
LAS HISTORIAS NO TERMINAN
Agazapado en un pedazo de concreto, con la boca pastosa de saliva, con la mente extraviada y con sus ropas húmedas pegadas al cuerpo, Aarón Mar Cifuentes, originario de Campeche, no puede creer que esté de vuelta en México y que su familia se encuentre en los extremos sur y norte de la frontera con Estados Unidos.
Tampoco sabe si es más fácil irse para Campeche o volver al Estado de Illinois, a donde dejó a sus pequeños hijos.
“Me detuvieron en Kentucky, pero vivía en Chicago desde hace 12 años. Me llevaron a la cárcel, donde estuve dos meses.
“Iba con mi cuñado cuando se desgajó de una esquina un grupo de agentes de Migración y nos esposó a todos. El arresto fue pacífico y muy lento”, memora el enclenque padre de familia.
Aarón se toma su lacio pelo y lo peina hacia atrás, deja de hablar por unos momentos y pide una tregua para fumar lo que tarda una inhalación –“una disculpa, pero me moría por un cigarrito viejo, ¡Oh, my God!”–, luego continúa platicando.
“En el tiempo que estuve preso me daban de comer bolonia todos los días, papas o frijoles con salchichas. Ya gracias a Dios que estamos libres en México, en nuestro país”, comentó en señal de alivio.
A unas horas de haber descendido del avión, al que se subió por primera vez no por placer, sino calidad de arrestado, Aarón dijo que la política migratoria de Estados Unidos violenta la seguridad familiar y atenta contra la estabilidad de esa nación.
“Están separando a las familias y los hijos que se quedan allá son los que llevan el dolor. Uno también, pero más los hijos”, adujo.
Este deportado mexicano recomendó: “Que la gente la piense antes de cruzar para el otro lado, porque ahorita está muy difícil para allá. Ahorita la policía tiene el derecho de detenerte y llevarte a Migración directamente”.
No obstante, anticipó que intentará regresar por sus hijos que viven allá, porque insiste en que “les hace falta un padre”.
De acuerdo datos oficiales se calcula que en la Unión Americana radican más de 11 millones de mexicanos de manera ilegal y que cada año al menos medio millón de latinoamericanos traspasan sus fronteras sin papeles.
Asociaciones civiles y grupos parlamentarios demócratas han forzado al gobierno americano a que conceda una reforma migratoria para regularizar el status de millones de personas, aunque sin éxito.
Por lo pronto, otro de los más de 100 migrantes que volvieron a México estrecha saludos en señal de despedida con sus paisanos.
“Se rompió una taza y cada quien para su casa”, dice y agrega que harán el intento de verse otra vez:
“Por donde caiga (sic) a señales de humo, vamos a volver a cruzar al otro lado, nos vamos a reencontrar, sino de perdis nos vemos por el Facebook”, concluye el repatriado.
CUESTION DE
SEGURIDAD NACIONAL
En Tamaulipas el gobernador, Eugenio Hernández Flores, declaró que el asunto migratorio con Estados Unidos ya se convierte en un problema de seguridad nacional para México, por todos los indocumentados deportados que se están quedando de este lado de la frontera y no retornan hasta sus lugares de origen.
Según divulgó en su portal electrónico, en vísperas de una reunión con Jorge Tello Peón, asesor en materia de seguridad pública de la Presidencia de la República, tenía preparado un informe para exponerle la situación que prevalece en Tamaulipas, ya que en 2009 fueron 72 mil mexicanos devueltos por las autoridades migratorias estadounidenses por esta entidad del noreste mexicano.
“Estamos preocupados, porque el número de deportados se incrementará sustancialmente, ya que el Congreso de Estados Unidos aprobó una cantidad muy importante de recursos para fortalecer las redadas en ese país para repatriar a más mexicanos, por lo que esperamos que en esta ocasión haya una respuesta positiva para poder establecer un programa conjunto Estado-Federación y darles la opción a estas personas de que se regresen a sus lugares de origen sin ningún costo”, manifestó el gobernador. v