Las noches en prisión son profundas como un sueño. Un sueño intranquilo del que se despierta agotado. Las noches y los días se estancan en el tiempo de la prisión. Da igual que sea domingo o lunes o martes en ese pantano monótono donde vive atrapado el ex boxeador Rodolfo El Gato González, detrás del portón gris de una fortaleza color salmón, el Reclusorio Oriente, en Iztapalapa.
Afuera sopla el viento que arrastra el polvo en lo que antes fueron páramos y hoy cubre un populoso barrio; a un costado los autos transitan por el anillo Periférico; adentro hay un laberinto de pasillos angostos, rejas, paredes altas, alambre de púas y controles con guardias, cuyos rifles cuelgan aburridos y amenazantes, como ellos mismos.
La cárcel es un mundo pequeñito, dice El Gato, y cierra un puño lleno de cicatrices; deja un hueco en la palma de la mano. “Es así, otro mundo, distinto al de allá afuera”, dice mientras entrecierra un ojo para mirar a través del túnel que forma con su mano. “Aquí todo es angustia, soledad y desesperación”.
“Aquí hay que estar activo para sobrellevar los días; jugar a ignorar la cárcel para no estar pensando tonterías y no estar ahí nomás, acostadillo”, señala el ex púgil cuya trampa al tiempo dentro del reclusorio consiste en impartir clases de boxeo.
El gimnasio de El Gato es un patio flanqueado por un bloque gris de paredes descarapeladas –uno de los ocho dormitorios que tiene el reclusorio–, junto a un pasillo oscuro con enrejado azul del que cuelga ropa interior, calcetines y ropa beige reglamentaria. Justo a un costado de una galería de tiendas improvisadas con palos y plásticos, tendederos, más ropa colgada. Todo el reclusorio parece ropa beige tendida al sol. Ahí, bajo un rótulo con el rostro de David Beckham, El Gato enseña a internos sentenciados o con proceso abierto por diversos delitos, los secretos del deporte que lo elevó a la fama durante la década de los ochenta, cuando estuvo cerca de convertirse en campeón del mundo.
Lo habría conseguido si la desventura de ser El Gato González no lo hubiera perseguido toda la vida.
CRIMEN A DOMICILIO
La madrugada del 5 de octubre de 2007 un hombre yacía muerto en la habitación de una casa de la colonia 20 de Noviembre. El pasillo que conducía a la estancia estaba regado de sangre. Había otro hombre inconsciente en el suelo. Murió horas más tarde. Ambos perdieron la vida a consecuencia de los golpes que recibieron. Uno más había sobrevivido.
Ese domicilio pertenecía al ex boxeador Rodolfo El Gato González. La puerta quedó abierta por la premura de la huida.
Cuando la policía llegó, sólo encontró los vestigios de una noche tensa, botellas desperdigadas, una casa revuelta, un cadáver, un hombre agonizante y otro seriamente golpeado pero sin riesgo de muerte. El Gato, aterrado y todavía con los estragos del alcohol encima, había escapado con lo que llevaba puesto. Durante seis meses estuvo a salto de mata. Con la barba crecida y el pelo largo, vivió como un indigente empujando un carrito con unas cuantas pertenencias. Dormía en las calles, comía lo que le regalaban en los mercados.
–Andaba en la calle todo mugroso, todo chilapastroso, para que no me reconocieran; es feo, porque era El Gato, pero de basurero… después de ser un Garfield –dice en alusión al felino perezoso de las tiras cómicas estadunidenses–, me convertí en gato de basurero, bromea, pero sin mostrar algo que pueda confundirse con una sonrisa. Las bromas del ex boxeador saben amargas.
Evadió por un tiempo la cárcel, pero la hostilidad de la vida callejera y la incertidumbre de que tarde o temprano la ley le daría alcance se le hicieron insoportables. En un arrebato de desesperación decidió poner fin a ese calvario y regresó a la casa donde seis meses antes se le descompuso la vida.
La policía hacía guardia ante un eventual arrepentimiento del presunto homicida o confiada en la tesis de que un asesino siempre regresa a la escena del crimen: “Yo me presenté solo”, confiesa el Gato: “Cuando llegué, luego luego me agarraron”. Al otro día los diarios daban la noticia de su arresto, acusado de doble homicidio.
–Me pintan como si fuera un monstruo. Que yo maté a dos, que a tres… si yo no soy Supermán. Es cierto que estuve tomando esa noche, no lo niego; se encontraban en mi casa, de acuerdo; pero como se estaban peleando entre ellos y no pude calmarlos, me fui con mis botellas a beber a otro lado.
“Yo no estuve cuando pasó eso: cuando regresé ya vi todo. ¡Por qué me incriminan!”, insiste el Gato con la voz destemplada por repetir tantas veces la misma historia sin éxito. Fue encarcelado y más tarde sentenciado a 30 años de prisión.
“Así, ya para qué salgo: tengo 52 años, ya no tiene caso. Es como si me dieran cadena perpetua, mejor ya me muero… está muy cabrón”, resopla y la voz se le apaga hasta hacerse casi imperceptible. Por primera vez parece un hombre vulnerable, con la mirada perdida en algún punto de sus manos cicatrizadas.
Algunos personajes sólo pueden entenderse bajo la luz de ciertos acontecimientos que marcan sus vidas. A Rodolfo González parece que todo se le descompuso en un accidente automovilístico, como si a partir de ese percance, en el que lo dieron por muerto y sus cuatro acompañantes perdieron la vida, también quedara destrozada su fortuna. Desde entonces, y con la temeridad de un felino kamikaze, el Gato gastó cada una de sus siete vidas.
LA CARTOGRAFIA
DEL SUFRIMIENTO
En Rodolfo González hay un litoral de carne herida, una cartografía de sufrimiento surcada por cicatrices y tatuajes. Accidentes, peleas y mala suerte dejaron huellas en el cuerpo correoso del casi tres veces campeón. Los tatuajes en la piel también son marcas de dolor, recuerdos de lo perdido: el nombre de la esposa inquebrantable, los hijos, los padres muertos. Y también los símbolos que representan las fuerzas que lo mantienen vivo: los felinos y los guantes de boxeo.
Los ojos del Gato son chicos y negros. Parecen todavía más pequeños por las cejas aplastadas y casi peladas a golpes en el cuadrilátero; tiene un aspecto de animal desvalido, con esa mirada triste con la que los tigres ven a los visitantes de los zoológicos.
El cabello cortísimo, tipo militar, brilla por las canas. “Antes no tenía, pero en los últimos años, cómo me han salido”, dice con un suspiro demasiado largo.
Está impaciente por esta cita, espera recargado en un pilar del área administrativa del Reclusorio Oriente; de pronto reacciona y se acerca tímidamente: “Gracias por acordarse de mí”. Lo dice con una alegría que apenas puede disimular.
En una oficina prestada por algún empleado del penal, el ex boxeador relata esas historias inverosímiles que cobran absoluto realismo al contrastarlas con el testimonio de su cuerpo herido. Ofrece asiento como si estuviera en una reunión en la sala de su casa y, sólo hasta el final, ocupa una silla en el despacho con muebles viejos y destartalados. Es demasiado cortés.
El Gato espera con la impaciencia de un niño la oportunidad de contar su vida, o sus vidas, porque la biografía de Rodolfo González está repleta de experiencias anómalas que un ser humano cualquiera no habría sobrevivido. “He tenido suerte”, suelta con un optimismo incomprensible el ex peleador que ha mirado siete veces a la muerte: “Creo que ha de ser por algo, por eso estoy vivo”.
SIETE VIDAS
Era noche de fiesta en la vecindad donde vivía la familia del Gato González, en 1981. Como casi todo boxeador novato tenía una aspiración por la que peleó hasta conseguirla: regalar una casa a su madre. Antes de salir hacia el nuevo domicilio Rodolfo pidió que se organizara una comida para despedirse de los amigos del barrio.
“No se lleve nada –sugirió a su madre–, regale a la gente de la vecindad todo lo que necesiten, que al fin son puras cosas viejitas, allá vamos a llegar con puras nuevas.”
En aquel entonces el único lujo de González era un Mustang amarillo, en el que montó para buscar a cuatro amigos que había invitado a la reunión de despedida, pero en el trayecto de regreso chocó el deportivo contra un camión pesado. Los acompañantes murieron al instante. El Gato… aparentemente también. Los servicios de emergencia lo trasladaron a la morgue del hospital de Xoco.
Estuvo en la plancha forense cubierto con una sábana junto a los cadáveres de sus amigos. En esa atmósfera con los olores que recuerdan a la muerte, el padre del boxeador acudió a identificar el cuerpo; le descubrió el rostro y el viejo se deshizo en llanto.
“Sí es, arreglen los papeles para que nos lo llevemos”, apenas pudo balbucear. De entre los muertos, el Gato González emitió un profundo y espectral lamento. “¡Ayyyyyy!”, apenas se escuchó y el padre del peleador dio la voz de alarma: “¡Esta vivo, está vivo, mi hijo está vivo!”
El milagro no dejó intacto al peleador. Las secuelas fueron demasiado graves: una mano rota por la mitad, luxación de cadera y el primero de varios derrames pulmonares –esta vez en la parte izquierda.
Tardó año y medio en recuperarse y, después de varias cirugías, estuvo listo para volver a subir al cuadrilátero. Quizá la peor parte de este percance fue que a partir de entonces la vida del Gato González se fue cuesta abajo.
Tras el accidente en el que fue dado por muerto la carrera del pugilista parecía que había recuperado el camino: consiguió disputar, aunque sin éxito, el título de los superligeros ante el napolitano Patrizio Oliva, en 1987. Un año más tarde tuvo la oportunidad que espera todo boxeador: enfrentar a un campeón mundial en la cima del éxito, el estadunidense Roger Mayweather. Todo estaba listo para tocar el parnaso de los que escriben a golpes de puños.
Una semana antes, mientras manejaba su auto rumbo a su casa, chocó contra un vehículo de transporte colectivo. El Gato descendió de su coche y empezó a discutir con el otro conductor. Las palabras subieron de tono y no tardaron en lanzarse los primeros puñetazos. En medio de la disputa, alguien sigilosamente se deslizó hacia la espalda del boxeador y le asestó una puñalada. “Me dejó ir la daga y me atravesó el pulmón izquierdo”, dice Rodolfo mientras hace una
contorsión para mostrar por dónde el acero entró en su cuerpo: “Dicen que también ya iba muerto; yo no supe nada”.
Cuando recobró el conocimiento estaba en el cuarto de un hospital en el que pululaban los reporteros que esperaban la primicia de la muerte del Gato. “Escribieron que me habían dado 12 puñaladas. Si fue una… sólo con esa tenía”, dice sarcástico y por primera vez su broma lo hace sonreír.
A Mayweather lo enfrentó el 22 de octubre de 1988; perdió por decisión. Tal vez con la decepción de quedarse a medio camino del éxito, poco después manejaba completamente borracho su motocicleta.
Quería volar, en un acto desesperado por alcanzar la gloria que le negó el boxeo. No vio cuando se le cruzó el autobús de pasajeros contra el que estrelló la moto. El Gato salió rebotando como una pelota de carne. Otra vez la sirenas de emergencia y los trayectos en ambulancia.
“Todavía el chofer me estaba cobrando una lámina que se rompió. Sólo tuve derrame pulmonar; ahora en el derecho”, dice aliviado ante el descanso del maltratado pulmón izquierdo.
La muerte y la resurrección del pugilista continuó en episodios que ponen a prueba la imaginación más desaforada. Con esos antecedentes de que a cada paso al Gato podía sobrevenirle el apocalipsis, la prudencia debió ser su arma de supervivencia.
No para Rodolfo. Sólo a él le pareció una buena idea subir a un árbol de seis metros para atrapar un pequeño loro que quería regalar a su madre; aunque algunos aseguran que la verdadera intención era robar los huevos del nido de un pájaro. Llegó a la cima del árbol; la rama en la que se sostenía no resistió y con un sonoro crujido se vino abajo. La mezcla de lamentos es sobrecogedora: la ramas que se quiebran y el grito de terror de un hombre que cae desde las alturas. En el pavimento quedó el cuerpo inconsciente de un boxeador con mala suerte. Alrededor, un charco de sangre.
“¿Y qué creen? Otra vez derrame pulmonar”, pregunta y responde sorpendido, porque El Gato sabe que ya resulta increíble cada anécdota que sale de la bolsa turbia de su pasado y estalla en una carcajada: “Fue del lado izquierdo… ah, no es cierto, fue del derecho. ¡Siempre los pulmones! Yo creo que, al final, de eso me voy a morir, ¿verdad?”
De eso o del vidrio que literalmente le cayó del cielo, cuando una daga transparente se desprendió de una ventana y estuvo a punto de matarlo. Una cicatriz de más de 20 centímetros en un costado le revive el incidente. “No, mi vida era un de-sas-tre”, remarca mientras sacude la cabeza como si tampoco él pudiera creerlo.
Para el Gato hasta un día de supermercado era potencialmente una situación de riesgo. En 1990, durante un asalto recibió un balazo en la rodilla mientras hacía las compras de la despensa. “Cuando intenté caminar me salió un chorro de sangre. Estaba quieto, sin decir nada porque me preocupaba que mi familia estuviera espantada.”
Hace una pausa, porque cuando habla de su familia las palabras se le atragantan. El dolor le recuerda de pronto que una broma en 1995, conduciendo un Corvette a gran velocidad en la carretera, terminó en una volcadura. En el auto viajaba su familia. Todos salieron ilesos.
Dice que fue buena suerte, porque a pesar de todo aún cree en ella. Lo expresa con su colección de amuletos y objetos que lo acompañan. Un dije con la cabeza de un tigre de jade, del que supone recibe la fuerza y agilidad de un felino, collares de santería y, sobre todo, el tatuaje de un trébol de cuatro hojas.
–¿Cómo entender la idea de la buena suerte con una biografía como la suya?
“Pues por eso. Creo que si no tuviera buena suerte… ya estaría muerto, ¿no?”, lo expresa con ese tono de hartazgo ante una pregunta que le parece inncesaria: ahí está él, un peleador con probada resistencia al infortunio. Antes de marchase a entrenar con sus alumnos acomoda su billetera, de ahí se desprende un papel arrugado; lleva inscrito la Oración del justo juez. En la tarjeta se alcanza a leer: “Las personas que llevan este cuadernillo serán liberadas de cualquier peligro en que se vean”.
Publicada el sábado 15 de enero de 2011, en contraportada del periódico La Jornada