Sábado, 6:00 de la mañana. Suena la alarma, es la hora de despertar, prepararme e irme a trabajar. Cuando me levantaba, sólo había una cosa en mi mente: “día de raya” y comenzaba a despertar en mí la ansiedad.
“Siempre me he dedicado a la obra y por lo regular en las constructoras siempre pagan a medio día, por eso cada sábado estaba desesperado por que se llegara la hora del pago. Con las ganas de beber en la mente, fingía trabajar. Me imaginaba, parado en la taquilla cobrando, para después irme a la cantina”.
“Todo el tiempo me mantuve pendiente de las manecillas del reloj, siempre avanzaba muy lento, más que trabajar, sólo esperaba que ese reloj marcara las 12 del mediodía para poder ir por mi pago. No debía permanecer tanto tiempo observando la hora, así que iba hacia cualquier cosa y regresaba a ver la hora”.
“Cada vez me ponía más ansioso. Pensar en la satisfacción de ir a despilfarrar el dinero a mi antojo, todo en la bebida, era lo que más deseaba”.
“Al fin se llegó el momento esperado, cobrar e irme al bar, siempre con mucha prisa. Mi grupo de amigos tomadores me acompañaban hasta altas horas de la madrugada. Me gustaba juntarme con los que eran más como yo, ‘los desobligadotes’”.
“En ocasiones anteriores llegué a notar que cada vez gastaba más, por lo que me propuse gastar menos en la cantina. El método que utilicé, en repetidas ocasiones, fue esconder el dinero en un calcetín, pero no funcionó, así que terminaba por sacarlo de ahí y comprar más alcohol”.
“Transcurrían las horas en el bar, mis amigos se comenzaban a despedir y yo aún ahí, estancado. Las cantidades que debía ingerir para sentirme mejor eran cada vez mayores, ya no me hacía efecto con facilidad, necesitaba estar en completo estado de ebriedad para poder estar feliz y divertirme, ya no lo podía controlar”.
“Si me iba bien, llegaba a mi casa, no sé de horarios, sólo sé que llegaba al día siguiente. Inventé todas las mentiras posibles para justificar mis acciones y aunque me lo propuse muchas veces, no lo podía dejar, era un adicto”.
“Mientras bebía, todo estaba bien. Después en estado inconsciente caía rendido y dormía, pero al despertar, sólo me quedaba un vacío, una cruda moral terrible, una sensación de culpa y un estado de depresión que sólo se me podía quitar con más alcohol”.
“No importa la cantidad de alcohol que tomes”.
Salvador es una persona que compartió algo de lo que vivió a causa del alcoholismo, relató lo que era un sábado para él y lo difícil que se torna la vida al caer en ese agujero de adicción, donde no se entiende de razones, ni de acciones.
A causa de esto, perdió a su familia (esposa e hijo) y la relación con sus padres se deterioró, sus amigos, incluso “los desobligadotes”, ya no disfrutaban de su compañía, ya que como él dice “cada que me embriagaba era un problema nuevo”.
Salvador tiene 20 años acudiendo al Grupo Sultana del Norte, en el que desde el día que ingresó no ha ingerido ni una gota del alcohol, asegura, pero se mantiene consciente de que si deja de asistir puede recaer.
“Yo soy un enfermo alcohólico, el alcoholismo es una enfermedad mental que a causa de problemas internos de cada persona, nos nacen las ganas de querer cambiar nuestra personalidad, por eso se recurre al alcohol”, comentó.
Es un círculo vicioso que los alcohólicos no vemos. Es hasta que los múltiples problemas que nos acosan, nos arruinan la vida y por voluntad propia se decide buscar ayuda.
Afirma que él comenzó a beber a causa de su personalidad, en la época de su adolescencia siempre fue una persona tímida, introvertida, por lo que le resultaba muy difícil relacionarse con las demás personas.
A los 14 años de edad, empezó a recibir algunas invitaciones a fiestas, pero ni ahí se animaba a platicar con una muchacha, ni mucho menos sacarla a bailar, por miedo al rechazo y a la burla.
Expresa que tenía algo de paranoia, pues se sentía vigilado en todo momento, que las personas lo observaban, como si fuera el ombligo del mundo y por eso se limitaba a hacer lo que los demás hacían (divertirse, platicar y bailar).
“Yo tomé alcohol como por accidente y me gustó mi transformación, me di cuenta que me atrevía hacer cosas que sin tomar no haría, así que me volví un bebedor social. Podía platicar, sacar muchachas bailar, podía hacer nuevos amigos(as)”, comentó
Salvador mencionó que al principio, cuando era bebedor social, todo iba bien, hasta que se llegó el momento en el que debía estar completamente borracho para disfrutar una fiesta o un día de campo.
Al ser un joven de apenas 20 años, necesitaba del alcohol en cualquier momento de su vida, pues dice que no tomaba sólo en una fiesta, un día de campo o en cualquier lugar que se desenvolviera sin ello no lo disfrutaba.
A partir de eso, comenzaron los problemas para Salvador, se le deterioraron sus relaciones con la familia, en el trabajo, con su pareja y reiteró que las cantidades que digería para ponerse borracho eran cada vez mayores.
“No importa la cantidad que tomes, sino el estado en el que te pones. Yo sabía que cada vez que chupaba, que me ponía borracho, era un problema nuevo”, dijo.
Afirma que a él lo quisieron ayudar muchas personas y que por su mente pasaba pedir ayuda, pero como no tenía información, sólo pensaba que era muy difícil dejarlo.
“El alcoholismo es un problema de conciencia, yo tenía muchos problemas con todo mundo, yo no veía lo que hacía, para mí yo era el que siempre estaba bien, todo mi entorno era el que está mal”, aseguró.
Comenta que para que un bebedor se dé cuenta de todo lo malo que ha hecho y de lo peligroso y nocivo que es el alcohol, se tiene que llegar a un grupo, de esta manera pueden reconocer que tienen un problema y que se necesitará de un completo compromiso para salir adelante.
“Yo llegué al grupo un domingo como a las 7 de la tarde, después de prometer tantas veces que no volvería a tomar al fin lo cumplí, desde que ingrese al grupo no he bebido.
“La vida sigue igual, soy yo el que la ve diferente, el alcohol era como el regulador de mis emociones, bebía por todo y por nada y ahora mis ganas de beber se canalizaron en una sala de juntas”, comentó.
Salvador asegura que sigue siendo un enfermo, ya que la adicción no se cura, por lo que asegura que debe acudir todos los días, mantenerse en contacto con el grupo y sobre todo con su enfermedad.
“Yo no me voy a curar nunca, esto no es gripa; si dejo de venir, bebo, porque al no acudir y no estar escuchando los testimonios y experiencias de mis compañeros, no estaré refrendando la conciencia que debo de tener.
“Vine al grupo por mí, ya todo lo que hice no lo puedo borrar, la relación con mi hijo ahora está bien, y pues la relación con mi familia es otra, con la gente, con mis patrones, con todos, es como si se te volvieran a abrir las puertas”, aseguró.
Habla con tus hijos
En ocasiones, los padres de familia, ocupados por el trabajo y demás responsabilidades, descuidan a los hijos o no se dan el tiempo para platicar con ellos y hacerles una simple pregunta: ¿cómo te fue? o ¿qué tal tu día?
Esto podría marcar un cambio significante en la vida de ellos y aunque muchos niños y jóvenes prefieran no ser tan comunicativos con sus padres, al menos deberían poder interpretar las señales que indiquen cuando las cosas con sus hijos no van bien.
Abel, un joven de 18 años, era una persona tímida, extremadamente temerosa y con un miedo terrible a enfrentarse a la vida. Desde temprana edad tenía comportamientos conflictivos (sólo en casa), era muy mentiroso y muy hablador.
“Yo siempre fui tímido, siempre estaba encerrado en mi casa, sin salir, sin amigos ni nada, todo triste, en depresión, ni siquiera podía salir a la calle y decir voy con mis amigos, para platicar o jugar”, comentó.
“Un día discutiendo con mi mamá, se molestó mucho conmigo, ya estaba cansada de mis mentiras y me dijo que me fuera de la casa. Me fui con una tía y estaban tomando, así que le pedí una cerveza y me la dio”, dijo.
Comenta que a los 12 años de edad, cuando cursaba sexto grado de primaria, fue la primera vez que probó la cerveza y que le gusto mucho el sabor y el efecto.
Después de tres cervezas se puso borracho. Recordó que en el día anterior, al salir de la escuela, lo habían amenazado con una navaja y lo habían intentado robar un niño de su edad que vivía cerca de donde estaba.
“Me arme de valor para ir a hacérsela de pleito, porque siempre dejaba que se aprovecharan de mí. De ahí me gustó, era otra persona, empecé a platicar más y en mi punto de vista, llevaba una relación mejor con todos.”
Asegura que su mamá nunca estuvo de acuerdo y que muchas veces trató de hablar con él y hacerlo entrar en razón pero ya era tarde, Abel encontró una escapatoria a sus problemas, una forma de ser que le gustaba a la gente y a él, principalmente.
“No bebía constante, era de vez en cuando, le pedía a mi hermano, a mi papá o mis tías, sólo un trago de lo que estuvieran tomando, así empecé”, aseguró.
Cuando tomaba se olvidaba de sus miedos, pero ya estaba a punto de entrar a la secundaria y más que miedo, estaba nervioso todo el tiempo. Le decían y escuchaba que en la secundaria les pegaban, que habría gente más grande que él, etc.
Abel era blanco fácil de los aprovechados, pues como era miedoso, tímido y con pocos amigos, no se sabía defender, ni tenía quién lo hiciera por él.
“A veces me pateaban, me pegaban, así que siempre estaba triste, incluso una vez me rompieron el labio, yo no sabía si decirle a mi mamá, me daba vergüenza”.
“Empecé a inventar cosas, como siempre fui mentiroso, inventaba historias, sobre todo cuando tomaba, por ejemplo, lo del labio dije que me había peleado con un chavo mayor que yo y le había ganado”, dijo.
Este joven menciona que al hacer una rutina de tomar los fines de semana, se ponía ansioso porque se llegara. Le decía a mi hermano, vamos a tomar, vamos a comprar y si me decía que no tenía dinero, yo le daba de lo mío para que él fuera a comprar cervezas.
“Terminé la secundaria y muy apenas la pase porque era bien burro, a mí no me interesaba la escuela, siempre pensaba para qué estudio, siempre seré un fracasado, así que en mis planes no estaba seguir los estudios.
“Un día de borrachera le dije a mi mamá que quería estudiar la prepa y al día siguiente ella me lo recordó y pues sentí que no debía decepcionarla, si lo había prometido, tenía que cumplir, pero no quería”, comentó
Comenta que sólo duró un mes estudiando, que la responsabilidad de levantarse a cierta hora de la mañana, hacer tareas y tener obligaciones le resultó muy complicado.
Los lunes no se presentaba a la escuela, porque si tomaba en domingo se desvelaba hasta las cuatro de la mañana y asegura que aunque los depósitos no deban vender tan tarde, se consigue donde sea.
“A mis padres nunca les gustó la idea de que yo bebiera, pero era otra persona y me gustaba ser así, ya no era ese tímido, miedoso que no quería ni salir.
“Con mi familia siempre estuvieron los problemas, yo era muy rebelde, si me decían algo al respecto, yo me molestaba y les contestaba mal. Todo mundo me dio consejos para que lo dejara, pero a mí no me importaba y no quería dejarlo”, afirmó.
Comenta que el dinero para comprar alcohol lo conseguía gracias a su trabajo. Abel ayudaba en una tortillería de un familiar, con las charolas, la limpieza o lo que se ocupara. Tenía un horario accesible, entraba a las 2pm y a pesar de esto, llegaba tarde.
“Cada que me pagaban me iba directo a comprar cerveza. De repente eran a diario las ganas de beber, unas ansias y desesperación incontrolables.
“A mi mamá siempre la hacía llorar y siempre me decía ‘¿por qué tomas tanto, qué te falta, qué necesitas?’ y aunque no necesitaba nada, simplemente tomaba porque me gustaba”, comentó.
Asegura que gracias al alcohol hizo amigos en muchas partes, pero por lo mismo los perdió. En estado de ebriedad hacía pleitos y por eso otra vez se quedó solo.
“Empecé a fallar en el trabajo, entraba a las 2 y aun así llegaba tarde o no iba, por lo mismo que había estado bebiendo el día anterior.
“Me endeudé con todos, a veces no tenía ni dinero para ir a trabajar y le pedía a mis vecinos, pero mejor iba y me compraba una botella de las baratas”, explicó.
Abel empezó a tenerles envidia a sus hermanos y les hacía pleito por cualquier cosa. Los envidiaba porque tenían amigos, que tenían novia, un trabajo, etc.
“Mi familia, cansada de tanto insistir en que dejara de tomar, llegó un punto en el que se hartaron y ya en vez de decirme que dejara el alcohol, me decían que ya me fuera de la casa”, dijo.
Él descuidó su higiene personal, ya no se bañaba ni se cambiaba. En ese entonces, él pensaba que no iba a salir adelante, que sería un fracasado en lo que le restaba de vida. Cuando tomaba decía que se veía la vida bonita, pero después de que pasaba el efecto era cuando sentía todo lo contrario que hasta se quería morir.
“Ya después el alcohol no me daba eso, ya no veía la vida bien, la mayor parte del tiempo me ponía depresivo y cada vez con más problemas, cada vez les hablaba peor a mis padres, en el extremo de gritarle maldiciones a mi padres y aun así yo seguía pensando que yo estaba bien”, aseguró.
“En una ocasión que andaba muy borracho aventé a mi papá, fue lo peor que hice. Siempre les dije que no volvería a tomar y me creían, no sé por qué, y hasta ellos terminaban disculpándose conmigo, siendo que yo era el de la culpa”, comentó.
Después de tres años de tratar de ayudarlo hablando con él, sin saber las causas y motivos de su problemas, su mamá empezó a buscar un grupo de autoayuda, fue la única solución que se le ocurrió.
“Me dijo: ‘es lo último que voy a hacer por ti porque ya no sé qué hacer’, me trajo al grupo de La Sultana y me dijo ‘no te salgas, quédate ahí de perdido uno o dos meses, déjame descansar tantito’.
“Yo pensé que no tenía problemas, pues borracho yo me sentía bien y sin problemas. Me interné, porque yo quiero estar aquí para no tener problemas”.
“La relación con mi familia ha cambiado mucho, es una relación muy bonita, las mejores platicas, la mejor convivencia la he tenido estando aquí, ya no hay gritos, ni peleas”, dijo.
La familia de Abel lo visita los domingos y comenta que es una relación a distancia, que se ven con gusto, porque ahora se extrañan.
“El día de hoy sé qué es lo que hice ayer, que desde que entré no he bebido y que no he causado ningún problema, ya tengo aquí casi tres años”.
“Yo lo decidí, vi lo que hacían en un día y de ahí decidí quedarme, por mi propio bien, para llevar una vida mejor, una vida más sociable, ya cuando esté listo me iré y sólo vendré a las sesiones”, aseguró.
Grupo Sultana
del Norte
Es un grupo de autoayuda para personas alcohólicas, perteneciente a un movimiento llamado “24 horas de Alcohol”. El movimiento tiene grupos en todo el mundo y cada año realizan congresos en el que se reúnen las personas que pertenecen a este conjunto (24horas).
Sultana del Norte tiene 31 años de experiencia y mantienen las puertas abiertas los 365 días del año. Tiene un anexo (internado) para las personas que requieran o necesiten una rehabilitación completa.
Actualmente hay cuatro personas que se encuentran internadas y durante el transcurso del día acuden a sesiones con sus compañeros y pláticas de terapia ocupacional.
No hay tiempo definido de su estadía, depende de la persona y el completo compromiso que tenga para afrontar su enfermedad.
La matriz está ubicada en Matamoros 1002 en el municipio de Monterrey, N.L. Para mayores informes comunicarse al teléfono 8344-9821.