Lo más sorprendente del Pico Independencia es ese aire de inocencia que engaña al escalador cuando lo mira desde abajo. Porque desde la cima, a 800 metros del suelo, todo se aprecia completamente distinto.
Una de las advertencias de Adriana Jacobo, la intrépida guía de la empresa Emotion Team, fue: “vean bien el pico ahorita que vamos comenzando, porque cuando estemos de vuelta va a ser muy diferente”.
Y tenía toda la razón. De las 8:00 horas, cuando inició el ascenso, a las 16:00 que terminó, hubo un cambio en la percepción de cada uno de los visitantes a esa cumbre enclavada en el cañón de La Huasteca.
Todo gracias al trabajo en equipo, a la responsabilidad de los guías y a los temores personales que debieron vencerse para completar el viaje.
La recompensa fue darse cuenta de lo que uno es capaz y vivir una experiencia tan extrema y tan enriquecedora que quedaron ganas de repetirla.
EL ASCENSO
Despertar el sábado en la madrugada para estar a las 7:00 horas en la entrada del parque La Huasteca, en Santa Catarina, fue lo menos complicado de la jornada.
De la caminata tampoco hubo quejas, pero al llegar a la falda del Pico Independencia, la pared vertical impuso su respeto.
El casco, el arnés con la polea y los indispensables mosquetones (que mantienen unido al escalador a la línea de vida) estorbaron un poco al principio pero después ya no se sienten, porque el vértigo de ir subiendo la pared que pasaba de los 45 a los 90 grados de inclinación lo inunda todo.
Paso a paso -y golpe a golpe- la montaña se va dejando conquistar y todo va bien hasta que la mirada se va hacia abajo. Cae uno en cuenta de lo alto que está y el cuerpo se estremece un poco. No queda sino abrazarse a la roca para sentirse más seguro.
La golondrinas pasan zumbando como balas de plumas y una aguilila, a lo lejos, trata de alcanzarlas. El silencio es impresionante, solamente se escucha el viento cuando sus ráfagas alcanzan los 60 kilómetros por hora y refrescan la piel.
Hay un tramo en el cual no hay grapas metálicas en forma de escalón y hay que aferrarse a la roca, procurando no desprender piedras que causen daño a quienes vienen más abajo.
El ascenso es como la vida: no se trata de llegar rápido a la cima sino de disfrutar el viaje.
También se aprende a vencer el miedo de dar el siguiente paso; a dejar que la mente domine al cuerpo y lo convenza de que una caída es imposible por las medidas extremas de seguridad supervisadas por los guías y a entrar en comunión con esa inmensidad llamada naturaleza, donde una persona es apenas una mínima mancha en el paisaje.
Otro reto a vencer fue el tramo donde la pared está tan empinada que la única forma de subir es a través de tres escaleras unidas entre sí pero no pegadas a la roca sino suspendidas en el vacío, por lo cual los 30 metros de escalones se mueven a merced de los fuertes vientos y uno siente que, para subir al cielo, se necesita más que una poca de gracia.
Finalmente, luego de un par de horas de recorrido -normalmente es menos tiempo, pero en esa ocasión el grupo era grande- el piso volvió a estar plano: habíamos alcanzado la cima.
La vista es increíble. Abajo se ven las golondrinas como líneas oscuras, y más abajo la mancha azul de una alberca apenas se divisa y los autos son del tamaño de un pulgar.
El horizonte lo conforman los picos de otras montañas que, afanosas, buscan alcanzar el cielo inconmensurable que se derrama en diferentes tonos de azul.
Apenas vamos a la mitad del recorrido y ya el viaje valió la pena.
EL DESCENSO
Una tirolesa es un cable de acero suspendido en el aire, por el cual los escaladores se deslizan con la ayuda de una polea.
Físicamente, no requiere ningún esfuerzo, pero a nivel mental cuesta muchísimo dar ese paso de la seguridad de la roca hacia el vacío, sobre todo cuando el piso está casi a un kilómetro de distancia.
Nerviosismo, preocupación y miedo fueron los tributos exigidos por esa línea de 200 metros cuyo extremo más cercano estaba anclado a la roca, mientras que el otro simplemente no se alcanzaba a ver.
Hubo quien se encomendó a algún santo antes de lanzarse al vacío y quien preguntó si podía desandar el camino para evitar ese cruce de un pico a otro.
La respuesta fue simple: no es posible regresar, la única manera de continuar es por la tirolesa.
Es un viaje de apenas tres minutos pero la sensación es impresionante: estar entre dos moles rocosas, mecido por el viento y sin apoyo para los pies.
El cuerpo se tensiona al máximo y luego, a los cinco segundos, cuando se confirma que el cordón umbilical que sujeta el arnés a la tirolesa es seguro, el relax es total.
Una vez en la siguiente cumbre, el descenso se realiza a rapel -cuerdas atadas al arnés- y en rapelesa, que es como una tirolesa pero el descenso lo controlan los guías con una cuerda.
La adrenalina va abandonando al cuerpo. La tierra firme se va acercando poco a poco y el último tramo es una caminata de una media hora admirando la flora y fauna y comentando las emociones vividas.
Ya de regreso al punto de partida, mientras se despoja uno del casco y el arnés, es inevitable voltear la vista al imponete pico Independencia y pensar “yo estuve allá arriba”.
Y, como lo advirtió Adriana Jacobo, todo se ve diferente. v