Se llama Oribe Peralta Morones, pero le dicen “Cepillo”. La razón es que en el medio futbolístico se distingue por su pelo rebelde que en ocasiones no permite un peinado convencional. Sin embargo, su característica más sobresaliente, que el público masivo no descubre tan fácilmente, es su enorme fe en Dios y su conexión natural con la familia, a la que ama entrañablemente.
“Sí, sí, es cierto, confío mucho en Dios y frecuentemente platico con Él, cuando estoy a solas en las concentraciones”, afirma sin inhibiciones quien es uno de los seleccionados mexicanos que reconoce cómo en su hogar también le han insistido en no desanimarse jamás en su afán de escalar la cumbre del éxito en las canchas, lo que le ha permitido superar retos muy difíciles y críticas severas desde que, siendo un niño aún, soñó con ser profesional del deporte de las multitudes.
“Otro de los valores que nos inculcaron nuestros padres ha sido el de la unidad familiar, y procuro ser fiel a ese principio que es básico para que los seres humanos vivamos bien y en armonía”, dijo.
Oribe lucha día a día para que la fama que ha alcanzado como futbolista no lo aparte del camino que le enseñaron sus padres don Miguel Ángel y doña Julieta. Él, esforzado trabajador de una fábrica de metales en el ejido La Partida, en la zona lagunera, y ella modesta ama de casa. Pero el buen hombre se hizo aficionado, además, a la música, por lo que se enseñó a tocar el saxofón y el piano a fin de ganar un dinero extra para dar una mejor vida económica a sus hijos.
“Oribe es el mayor de nuestros hijos y el que más pedía que le compráramos lo que necesitaba para jugar futbol, porque Obed, Miguel Ángel y Julieta fueron niños que no pensaban en esas cosas”, comenta la mamá del ahora acreditado goleador del club América.
El atleta de hoy, con 1.79 de estatura y 75 kilogramos de peso, sigue fiel a su fe interna que lo impulsa a logros sorprendentes, como cuando le dijo a don Miguel Ángel: “Voy a traer la medalla de oro”, antes de partir a Londres, a los Juegos Olímpicos del 2012, con la Selección de México. “Ándele, mi’jo, Dios lo bendiga” fue la seca respuesta que escuchó y se la grabó muy, muy adentro. Al final, ya sabemos, la realidad superó a la expectativa.
“También acostumbro escribirle a mi esposa o le llamo para darle un mensaje de rutina: ‘Ya me voy al estadio’, para que ella me dé su bendición”, comenta con un sello de timidez en sus palabras. Y un día de esos, cuando Santos-Laguna parecía ya eliminado de la liguilla en el Torneo de Clausura 2012, le adelantó a su mujer que esperara algo bueno de su actuación, porque presentía que le iba a ir muy bien. Misión cumplida: en la agonía del partido contra el temible Tigres en el estadio de Torreón, explotó su fe y su poderío goleador, y en fracción de segundos anotó dos goles, a pase de Darwin Quintero, para mantener viva la ilusión de los aficionados de ver coronarse al equipo albiverde.
UNA RUTA
NADA SENCILLA
Oribe nació el 12 de enero de 1984 en el ejido La Partida, en Torreón, Coahuila. Y aunque la pobreza no clavó su colmillo en su niñez, porque su papá era muy trabajador, sí supo de privaciones porque la situación económica de su familia no era muy holgada.
“El recuerdo que yo tengo de aquellos años era que mi papá salía de trabajar y siempre estaba jugando con sus hijos. Y no olvido la fiesta de Navidad en que me cumplió el deseo de un balón y unos zapatos de futbol de baqueta con clavos en los ‘tacos’”, evoca con un timbre de voz temblorosa, pero que subraya con claridad aquella escena decembrina.
“Y también no olvido cómo andábamos en casa juntando los balones descosidos para arreglarlos y volver a patear a gusto en cualquier terreno”, asegura.
“Oribe siempre decía desde chiquito que iba a ser futbolista y que iba a ser futbolista, y por eso creo que ha llegado al sitio donde está”, añade su hermano Obed.
Complementan la misma percepción sobre el brillante jugador su amigo José Luis Maldonado y su entrenador Óscar Torres en cuanta entrevista participan, especialmente para el programa de TV Azteca de la presentadora del programa Historias Engarzadas, Mónica Garza. “Oribe nació con la pasión en las venas por el futbol”, asientan cada quien por su lado.
Pero el camino a las alturas no fue fácil. En el primer equipo del ejido La Partida, donde se inició, no fue llamado más. Entonces decidió ir a Lerdo, Durango, para ser parte del internado en un centro de alto rendimiento. Pero, aunque su papá estaba de acuerdo en apoyarlo, la mamá no aprobaba el plan porque deseaba que el joven siguiera estudiando. Finalmente, ambos aceptaron y lo dejaron irse a probar suerte. Sin embargo, a los 17 sobrevino la primera prueba, que es definitiva en el derrumbe de los aspirantes a esta competida profesión: sufrió una seria fractura de tibia y peroné, de manera que debió traer una férula durante un año, pues toda la pierna requería estar inmovilizada, a veces con dolores intensos.
“Ya no quería jugar más” -admite Oribe-, “pero me convencieron y, una vez repuesto, me propusieron para ir a los Alacranes de Durango”.
La sonrisa del destino y lo que Oribe llama “la gracia de Dios” estaban a la vuelta de la esquina. El recio exdefensa de la Selección de Argentina, Óscar Riggieri, entonces entrenador de las Chivas de Guadalajara, lo observó, y en febrero de 2002 lo llevó a probar suerte en el llamado “Rebaño Sagrado”.
“Todo estaba bien, con tal de foguearme con jugadores consagrados, pero, aunque vivía en la casa club, no tenía dinero a veces ni para lo indispensable”, sostiene el lagunero, sin dejar de mostrar gratitud por esa oportunidad.
No obstante, el director técnico argentino fue cesado de las Chivas y Oribe, debiendo parar 15 días antes de finalizar el torneo por una fractura en la clavícula, también dijo adiós al Guadalajara.
POR FIN UN SUELDO…
Y EL AMOR
A sus 18 años, en una lucha sin cuartel contra la adversidad, el argentino Rubén Omar Romano lo integró a los Monarcas Morelia, pero estuvo dos meses sin contrato, y sobreviviendo sólo por habitar en la casa club y con el poco dinero que juntaba su familia, que le enviaba para que la pasara mejor de la estampa que su madre dibujaba en su mente cuando lo escuchaba decir: “Ando muy sucio”.
Hasta que debutó profesionalmente en el Torneo Clausura 2003 contra el América y le empezaron a pagar diez mil pesos mensuales, pero lo primero que hizo fue pagar una intervención quirúrgica que necesitaba su hermano Obed.
“Es que Oribe siempre ha sido muy entregado a la familia y hasta la fecha nos exige que le digamos cuando necesitamos de su ayuda”, reconoce Obed.
Finalmente, se le acabó pronto la temporada con los michoacanos y se fue a León, donde el amor por una joven lo flechó de buenas a primeras. Se prendó de la belleza de Mónica Quintana, con quien se portó como un buen caballero, atento y complaciente en cinco meses de noviazgo.
Sin embargo, con lo que no contaba Oribe era con que en 2004 sería firmado por los Rayados por dos temporadas y que una noticia, mayor que la de un buen contrato con cualquier club, le cambiaría la vida: Mónica le comunicó, vía telefónica a Monterrey, que estaba embarazada. Sin dudarlo, se comprometió a esperar el desenlace feliz del nacimiento del bebé y apoyar a la joven en todo el proceso. Pero necesitaba algo más que el raquítico sueldo que tenía, hacía cuenta de las necesidades familiares que se veían venir, por lo cual se propuso luchar denodadamente, a fin de ser tomado en cuenta y no estar siempre sujeto al puesto de relevista.
“Tenía una dura competencia en el ídolo de los aficionados, ‘Guille’ Franco, y el equipo estaba en peligro de descender. Como quiera, participé en 22 juegos y anoté cinco goles”, recuerda sin resentimiento su paso por la urbe regiomontana, de donde salía “volando” a ver a Mónica cada vez que podía, porque no se conformaba con llamarle por teléfono.
Increíblemente, la satisfacción de ser convocado el 9 de marzo de 2005 por Ricardo La Volpe para que formara parte de la Selección Nacional contra Argentina, la mediaba con la frustración que debió superar al no haber estado en el nacimiento de su hijo Diego, quien vio la luz primera el 12 de abril de ese mismo año, en León.
“Lo conocí 15 días después, y admiro a Mónica porque supo sobrellevar mi situación, con tal de que yo no me distrajera de mi carrera”, sostiene el hoy famoso “Cepillo”, quien, al no ser reconocido plenamente por los Rayados de Monterrey ni encontrar ahí a alguien que tuviera visión de futuro en su olfato goleador, pasó en 2006 al Santos-Laguna, sólo para ser relegado también en otros cuatro torneos. Aun así, hizo 10 goles en 79 partidos, y le sirvió para dedicarle más tiempo a su familia y casarse por todas las de la ley con Mónica, además de vivir de cerca el nacimiento de Lía, el 17 de marzo de 2008.
Luego encontró una aceptación en los Jaguares de Chiapas, porque el entrenador argentino Miguel Ángel Brindisi confió en él, con la seguridad de que llegaría muy lejos como centro delantero, y le dio continuidad en la cancha. No lo defraudó, pues anotó 12 goles. Y al terminar el préstamo por un año, retornó a Torreón, donde durante el Torneo del Centenario 2010 volvió a vivir a la sombra de dos extranjeros que tenían preferencia en la cancha: Matías Vuoso y Christian Benítez. Como quiera logró meritoriamente hacer el gol número mil del cuadro lagunero, con una chilena espectacular.
Vendrían enseguida los llamados a la Selección Nacional y la medalla de oro en los Juegos Panamericanos. Pero lo mejor lo cosechó en los Olímpicos de Londres en 2012, convocado en lugar del “Chicharito” Hernández, llevando en su ánimo el impulso que le dieron sus hijos dibujando al equipo tricolor como campeón. Oribe anotó los dos goles con los que el conjunto azteca, a las órdenes del “Flaco” Luis Fernando Tena y “Yayo” de la Torre, venció a Brasil para subirse a lo más alto del podio, cumpliendo el pronóstico que le hizo un día a su padre: “Voy por la medalla de oro”.
A partir de ahí todo ha sido cosecha buena, como resultado de su fe en Dios y de la confianza en sí mismo para vencer cuanto obstáculo se ha atravesado en su camino. Retornó a darle a Santos lo que pocos esperaban en aquel juego memorable del 2013 contra Tigres y, finalmente, en mayo de 2014 se anunció su pase al América, al que se integró después del Mundial en Brasil, e hizo 8 goles en el torneo de apertura.
Hoy sigue el vuelo del águila y va en pos de los sueños de un cierre de carrera que consolide la seguridad de Mónica, Diego y Lía, sin descuidar tampoco a sus padres y hermanos, quienes reconocen su valía en la cancha, pero más en el seno familiar.
“La familia es primero, porque creo que es más fácil ser futbolista que ser papá, ya que hay que enseñar a los hijos el camino del bien y darles ejemplo de las cosas buenas”, concluye Oribe con su característica sencillez, que lo distingue tanto como su cabello de cepillo.