
En los últimos dos años del nefasto sexenio panista de Felipe Calderón Hinojosa, una cantidad incalculable de mexicanos inocentes terminaron enterrados en fosas clandestinas, en hechos que no provocaron movilizaciones de repudio en ciudades del país ni llamaron la atención de gobiernos y organismos internacionales.
Y no fueron 43 los desaparecidos como los estudiantes de la Escuela Normal de Guerrero, sino miles y miles de compatriotas que, con la etiqueta de indocumentados y pobres, intentaban cruzar el río Bravo con destino a Estados Unidos, previa escala en la frontera norte.
Pero esos pasajeros de los autobuses nunca llegaron a su destino. Fueron bajados en retenes del crimen organizado en las carreteras de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, y también cuando las unidades llegaban a las centrales camioneras.
Sobre aquellas escalofriantes versiones de que pasajeros, hombres y mujeres, eran secuestrados por personas armados en los primeros meses de 2011, y que maletas, mochilas y chamarras llegaban sobre los autobuses sin ser reclamadas por sus dueños, lo pude comprobar personalmente en Matamoros. Y nadie me lo contó.
En marzo de ese año reporteros y camarógrafos de Hora Cero producíamos un documental sobre 23 hombres que días antes salieron de un poblado de Guanajuato de nombre San Luis de la Paz, expulsor de migrantes durante décadas. Iban a cruzar de manera ilegal a Estados Unidos intentando llegar a Houston, Texas, la mayoría.
En los pasillos del edificio de la Subdelegación de la Procuraduría de Justicia de Tamaulipas en Matamoros, en esos días se podían ver largas filas de entre cientos, o quizá miles, de familiares que solicitaban información de desaparecidos tras el hallazgo de cuerpos en fosas clandestinas de San Fernando. Las cifras de cadáveres encontrados rebasaron los 200 conforme continuaron las excavaciones.
Una oficina fue habilitada como bodega para apilar las pertenencias de pasajeros que nunca llegaron a su destino: la Central de Autobuses de Matamoros. Como experiencia personal y profesional admito que ha sido una de las más impactantes de mi carrera como periodista, porque pude ver que eso que surgió como un rumor, resultó ser verdad.
Las semanas pasaron y las esperanzas de cuatro familiares de esos 23 guanajuatenses que llegaron a Matamoros queriendo localizar a sus hijos, hermanos cuñados, tíos o amigos, simplemente se desvanecieron. Con ayuda de personas caritativas, quienes los hospedaron y solventaron el viaje de vuelta, llegaron a San Luis de la Paz con las manos vacías.
Así, en 2011 se destapó una nueva cloaca en el sexenio calderonista que no tuvo tanta atención mediática, menos provocó indignación en la opinión pública ni se organización movilizaciones a manera de repudio y pidiendo justicia: la desaparición de migrantes mexicanos que iban en ruta hacia Estados Unidos.
Meses antes, en agosto de 2010, 72 indocumentados, la mayoría centroamericanos, fueron secuestrados en San Fernando por hombres armados y fusilados en un rancho. Esa noticia provocó la condena internacional. Un año después, por miles de desaparecidos mexicanos, ni una vela, ni una antorcha se ha encendido en El Zócalo de la Ciudad de México.
En cambio, familias de Guanajuato, Michoacán, Oaxaca, Estado de México, Veracruz, Morelos, Tlaxcala, Puebla y San Luis Potosí, entre otras entidades, siguen de luto y esperando que el gobierno de Enrique Peña Nieto mueva un dedo, igual como está sucediendo con los 43 estudiantes de Guerrero.
Porque desaparecidos y mexicanos son los normalistas de 2014 como los migrantes de 2011, víctimas de organizaciones criminales que actúan en complicidad con las autoridades.
En los hechos recientes de Guerrero que provocaron la caída del gobernador, la Presidencia de México ha puesto toda la atención, mientras por los 23 migrantes de Guanajuato -y miles más en el anonimato- que nunca volvieron con sus padres, esposas e hijos, la Procuraduría General de la República apuesta al olvido. ¿Cuántas veces hemos escuchado esa frase?