Por Graciela Ramos
Esto es algo que escribí en 1995 y fue publicado inicialmente en la Revista Literaria de la UAT. Reynosa ahora en 2019 es otra, otra muy diferente, otra que nunca imaginamos. Lejos estábamos de adivinar el dolor y la impotencia cotidiana de quienes aquí seguimos resistiendo. Lejos estábamos de sospechar un Siglo XXI de duro exilio, a veces doloroso exilio, de muchos amigos y familiares. Lejos estábamos de imaginar que los reynosenses viviríamos como hoy vivimos: aterrados día y noche y en total indefensión, refugiados apenas en la leve dignidad del peligro y aferrados a la esperanza.
Hoy, alguien me preguntó:
—¿Por qué vives en Reynosa?— y añadió adjetivos que prefiero pasar por alto.
Para mí lo sustantivo fue la pregunta. ¿Por qué vivo en Reynosa?
El hecho de que mi esposo, nacido en la Ciudad de México, haya elegido mi ciudad natal para ejercer su profesión médica y formar nuestra familia es una razón, obvia y feliz, pero no sería mi respuesta.
—Porque la fundaron mis antepasados—. De entrada, se me antoja contestar así, como inveterada romántica.
Y sí, tuve treinta y dos tatarabuelos que venían de aquellos Sepúlveda, Ballí, Treviño, Garza, Cavazos, Cantú. Acto seguido llegaron los Domínguez desde la capital de la Nueva España y Querétaro. Los Ramos y Barrera y Peña ya se habían establecido en las Villas de Mier y Camargo, procedentes del Nuevo Reino de León. La Historia dice que las tareas pobladoras de los colonizadores tenían una meta: trabajo y vida familiar.
Es bien sabido que el colonizador de estas tierras no era el bandido a la deriva. Los valientes hombres venían con esposa e hijos en la mayoría de los casos buscando la tierra perdida en España, o tratando de reponerse de la gran sequía, flagelo de la agricultura y la ganadería del centro de la Nueva España. Algunos eran sefarditas que salvaban sus vidas y las de sus familias. Y así, llegaron a poblar las Villas de la Costa del Seno Mexicano.
Admiro su coraje y decisión. Supieron andar por los caminos, leguas y leguas, con la mirada fija en un destino al norte. No venían a un vergel y lo sabían. Deseaban establecerse en estas regiones aun sabiéndolas hurañas e inhóspitas. Viajaban con estoicismo y valor, en grupos de civiles y militares. Me contaba mi abuelo Florencio Domínguez Cavazos de un antepasado suyo que llegó por acá como capitán de la milicia virreinal. Pero finalmente todos venían a lo mismo, y todos llegaron buscando la tierra. Familias completas deseaban trabajarla con sus propias manos.
La escasa población indígena era indómita y los colonizadores también lo sabían. No pretendían utilizar esclavos para labrar, todo sería esfuerzo y lucha tenaz. Eran tierras sin rienda ni arrendador, tierra bronca para ser amansada por quienes la trabajaran y quisieran ser sus dueños. Y aun así vinieron.
Me pregunto: qué clase de refinamiento, arte o industria se pudo entonces desarrollar en aquella pequeña villa pobre que fue Reynosa. ¿Minería, orfebrería, o quizá artesanía, cerámica, o telares? No, tales funciones y oficios estuvieron ausentes. El desarrollo tenía que ser para la supervivencia en estas regiones, principalmente sirviéndose del campo. Esa fue la meta de sus primeros pobladores.
Significó ser agricultor donde hay caliche y no llueve; ganadero donde hay heladas y aridez. Nos hicimos mexicanos de espíritu, no mexicanos de folklore, que siendo algo tan bello no pudimos tener en ese entonces.
Trabajo duro y poco descanso, vida campirana y rigurosa, así se hicieron productivas estas tierras… así era entonces. Por generaciones se trabajó arduamente. La tierra daba su fruto: algodón, maíz, frijol, pasto para el ganado.
A través de mi madre que hasta hoy vive añorando la vida del campo, aprendí a amarlo. Ella cuenta que antes casi toda la gente tenía su casa del pueblo y su casa del rancho y que ella nació en esta última por afortunado accidente. Con orgullo dice ser originaria del rancho de San Juan del Río, Tamaulipas, a orillas del Río Bravo, más o menos por los rumbos del actual puente a Pharr –el mismo rancho que aparece en los mapas tamaulipecos de mediados de 1800- ella recuerda haber pasado allí los días más felices de su niñez, sólo comparables a las vacaciones con su abuela materna Teófila Garza Moreno de Sepúlveda, en Charco Escondido, luego llamado Congregación Garza, Tamaulipas.
Muchos reynosenses forjaron su carácter y el de sus familias en esa unión de fuerza y sensibilidad conferida a través de una peculiar vida de campo llena de contrastes.
Mi madre, por ejemplo, aprendió a observar y a amar la naturaleza en esos parajes, como cuando veía que en el barbecho del alto se quedaba la humedad hasta medio año, luego que en octubre se salía el río; comprobó que ese limo enriquecía la tierra y daba mejores cosechas. Escuchó el trino del cenzontle en las mañanas y rezó por la noche oyendo el canto triste del cuclillo; y al despertar, cuando recién amanecía, iba a caminar, olía la fresca jara a la orilla del río y solía encontrar entre la maleza huevecillos de chachalaca. Algunas veces, durante semanas quedó incomunicada por aguaceros torrenciales e inundaciones. Y cuando el diluvio pasaba, de vuelta llegaba la aridez. Y en cada época de sequía, notaba que el sabor de la leche y de los quesos era amargo, porque las vacas comían la única hoja verde y a prueba de agostamiento: el árbol del amargoso. En la canícula, para evitar que las abejas murieran de sed, sacaban artesas con piloncillo picado y rociado con agua. También fue testigo de la trasquila de los borregos y vio como los trabajadores metían la lana en ceniza caliente para limpiarla. Vio a los hombres, tanto peones como patrones de esas tierras, salir con el ganado cuando aún no se iluminaba el día y regresar con la puesta del sol. Sufrió cuando nadie hallaba la becerra perdida y escondida en el monte, la que, rasguñada de alambre de púas huía de las compañeras que la atacaban al verla herida, una extraña costumbre de las bestias. Y así como en los inexorables ciclos de la naturaleza se formó un carácter fuerte pero sensible, así se formaron cientos más. Con vivencias así se comprende el gran triunfo que significaba para las familias reynosenses levantar la cosecha, criar el ganado, formar familias y prevalecer a pesar de los sinos más oscuros.
Me gusta la historia, los cuentos, y este tema, pero me provoca una sonrisa que me vengan a contar algunos despistados sobre prosapias, blasones y realeza de nuestros padres fundadores. No hubo tal, y me siento más orgullosa de su espíritu audaz y su fuerza de carácter. Austeridad, nobleza, integridad, ese fue su equipaje. Era gente sencilla. Los había analfabetas, muchos sólo contaban con estudios básicos, y los más pocos, que eran los letrados, se dispusieron a dar a los jóvenes instrucción escolar. Nunca estuvo el sentido de comunidad e identidad social más arraigado en este pueblo como en aquel entonces.
¡Ay, Reynosa, cuánto te amaban tus habitantes! Eras tan pequeñita. Dicen que los presidentes municipales de siglos pasados no tenían sueldo, sus cargos eran puestos honorarios. Que te daban una arregladita con recursos propios y de los vecinos. Obras mínimas. Todo era tan modesto. ¿Te acuerdas?
Bien sabemos lo fácil que es irse de ti y desde lejos censurarte. Lo difícil es vivir aquí y trabajar, disentir, enfrentar, proponer, hacer oír nuestras voces y luchar por mejorarte.
Reynosa, quien decide vivirte se está enfrentando al desafío venturoso de conquistar la vida y vencer tu destino geográfico, inclemente y fiero, que va de la canícula a los huracanes, de la sequía a las granizadas, de las trombas a las heladas. Y eso y más hemos vencido por más de dos siglos y medio.
Pero la naturaleza nos ha dado también bellísimos cielos azules de límpidos matices. Con auroras y ocasos coloridos que embelesan nuestros sentidos de ocre, naranja y rojo, de rosa, violeta y carmesí. Tenemos aquí un paisaje que ilumina y da consuelo al que sepa levantar la cabeza para admirarlo.
Quizá el cielo, que muestro a mis hijos, el cielo que me enseñaron a ver mis padres, sea algo que vemos los reynosenses para sobrevivir. Vemos hacia arriba, vemos la esperanza en nuestro pueblo, en nosotros mismos.
Reynosa, tu áspero sino es ingénito y sólo ha de afinarte nuestra devoción. Vivir en ti, Reynosa, es un reto… y yo lo asumo.
Y volviendo a la pregunta que alguien me había hecho, contesté:
—Vivo en Reynosa porque la amo entrañablemente.