Mis alumnos de las primeras generaciones que iniciaron su carrera de Ciencias de la Comunicación en la UANL a partir de 1979 me preguntan con frecuencia qué diferencias noto más entre ellos y los jóvenes inscritos actualmente en el área de Periodismo. Tienen la curiosidad de saber en qué grado las nuevas tecnologías han beneficiado a los chavos en el proceso enseñanza-aprendizaje y en su formación integral.
Obviamente no se puede negar los alcances de todos los nuevos recursos que ahora están a la mano en el mundo de la comunicación en general. Imposible no reconocer lo que los nacidos en el siglo 20 hubiéramos realizado en nuestro trabajo y en la vida diaria con la ayuda de internet y la telefonía móvil. Cuánto hubiéramos logrado con la velocidad de las transmisiones de textos y fotografías. Con qué facilidad nos hubiéramos movido apoyados en los artilugios electrónicos de moda.
Pero desafortunadamente no todo lo nuevo es miel sobre hojuelas en cuanto a aprovechamiento escolar. Lo puedo constatar año tras años después de la aparición de Facebook y de Twitter o You Tube principalmente, además de Instagram con su sofisticación. No todo lo nuevo ha beneficiado en conocimientos a los nativos digitales, aunque sí ha sido un esplendor para ellos en cuanto a entretenimiento. Por eso sigo sosteniendo desde hace tiempo que son víctimas también de las circunstancias históricas.
Llegan mis alumnos al aula -mientras deban asistir a clases presenciales todavía, porque no tarda en desaparecer este sistema escolarizado al imponerse la educación a distancia, nos guste o no nos guste a los profesores de más edad-, y veo su ansiedad de estar más atentos a su teléfono celular que a la proyección en la pantalla. Y esa ansiedad de consultar a cada instante las redes sociales los consume interiormente y les hace daño, al chocar con la exigencia de captar la exposición de una materia curricular. Así es que, si les es posible, se ponen a “textear” con los dedos gordos el mensaje que no quieren dilatar en su interacción con alguien que les está provocando la respuesta.
Víctimas de las nuevas tecnologías y del tsunami digital, son jóvenes perdidos en el laberinto de los circuitos de hoy, en medio de cierto aire de confusión por la sobreabundancia de información y noticias falsas que desequilibran a veces el cerebro. Pero, más lamentable aún, son víctimas de la mala costumbre de escribir como les da la gana, de acuerdo con la permisividad de las redes sociales. Por tanto, son muy pocos los alumnos que en mi clase pasan un examen mínimo de ortografía y de redacción. No hablemos de las reglas elementales, sino del sentido común para darse a entender como Dios manda en caso de desear trabajar en un medio tradicional de comunicación masiva o multimedia. La mayoría está para llorar y es sorprendente que sean admitidos en una escuela universitaria sin superar lo básico para competir en una profesión tan demandante.
Hay mínimos no negociables. Así es que no es posible llegar al final de la carrera, en muchos casos, con deplorables deficiencias en la expresión oral y escrita, si se trata de Ciencias de la Comunicación o si se desea ejercer el periodismo. Sin embargo, mucho de ese déficit cultural viene, igualmente, de la conformación mental que los muchachos de hoy tienen debido a las nuevas tecnologías, al grado de que no les gusta leer. Ni en e-Books, ni en PDF ni en papel. Ese es mi lamento y tristeza. Porque no hay como leer, leer, leer y escribir, escribir, escribir con claridad y orden para dominar la ortografía y la redacción calificada.
Por otra parte, considero a las nuevas generaciones víctimas también del sistema educativo mexicano actual, tan lleno de carencias y de problemas fundamentales. Y no es que haya maestros, con la imagen de muchos de Oaxaca, Chiapas y Guerrero, flojos y vándalos porque no tienen vocación definida y están ahí solo por lograr tantas vacaciones y prestaciones a lo fácil. No todo está referido a ese enfoque, pues hay maestros con el gusto por su trabajo, pero, asimismo, muy mal formados, víctimas igual que mis alumnos universitarios. Pero no solamente es eso, sino que también la masificación le ha hecho mucho daño al proceso enseñanza-aprendizaje. Porque no es posible entrar al salón de clases y enfrentar a 61 chavos y chavas que ya de por sí para ordenarlos en difícil, con mayor razón para revisarles sus trabajos y tareas. No obstante, en esta explosión demográficas que padecemos en las escuelas públicas, los grupos menos numerosos son de 40 y los maestros, por muy buenos que sean, tienen poca maniobra para el éxito.
Ya sabemos que no hay como la enseñanza personalizada. Los especialistas recomiendan grupos no mayores de 25 alumnos y si son menos, mejor. Pero entonces surgen los cuestionamientos acerca de los sueldos que se tienen que pagar si se contratan más maestros, y no se diga si se requiere de la disposición de mayores espacios. De esta forma, año tras años, salen de las escuelas primarias, secundarias y preparatorias públicas montones de jóvenes a saturar todas las carreras habidas y por haber, aunque al final no haya trabajo para todos en cualquier área profesional, además de que la robotización e inteligencia artificial surgidas de la última revolución tecnológica le está dando en la torre al esfuerzo humano.
Y si a eso le agregamos que las nuevas generaciones de alumnos son víctimas también de la rampante inseguridad social en todo México que desestabiliza las relaciones sociales y emocionales, además del abandono o poca atención de sus madres porque ellas pertenecen a la nueva ola de mujeres trabajadoras, por necesidad económica o profesional para superarse, pues entonces hay que concluir que sí hay mucha diferencia entre mis alumnos de 1979 y los del 2019. Eso es innegable.