Los europeos mostraron su incredulidad ante la impensable renuncia de Benedicto XVI, provocando enseguida un debate en el espacio público acerca de las expectativas respecto al sucesor del Papa dimisionario. A grandes rasgos, se puede afirmar que las opiniones públicas europeas fueron gratamente sorprendidas por el gesto de humildad del Papa, quien reconoció sus limitantes físicas sin vergüenza ni temor a la comparación con su antecesor. Después de todo, las sociedades europeas se enfrentan a diario a la cuestión del trato de los ancianos y se le reconoce a Benedicto su derecho al descanso. En cierta medida, se ha considerado también su renuncia como un signo de modernidad en la Iglesia católica, cuando una de las grandes críticas que se escucha tradicionalmente es su desfase para comprender lo que vive la sociedad. De hecho, los medios europeos se apresuraron a recordar que el Cardenal Ratzinger había considerado como una obligación moral la renuncia de un Papa en caso de impedimento físico o espiritual para ocupar el cargo.
Los políticos también opinaron y como buenos representantes de sus respectivas tradiciones políticas, las reacciones fueron variadas; empezando con la natal Alemania de Benedicto, un país en el que religión y política siempre han estado estrechamente ligadas. A pesar de los momentos de desencanto de los alemanes – especialmente cuando salieron a la luz pública los escándalos de pedofilia en la diócesis que ocupaba anteriormente el arzobispo Joseph Ratzinger (sin olvidar el sinfín de casos en Estados Unidos, Canadá, Australia, Irlanda, Países Bajos, Bélgica…) – Angela Merkel recordó el “orgullo” de los alemanes en 2005 (el periódico Bild había publicado en su portada “Somos Papa”), y saludó “uno de los pensadores religiosos más ilustre de nuestro tiempo”. La canciller se acordó también del discurso del Papa en el parlamento alemán; acontecimiento que sería totalmente inconcebible en la muy laica Francia vecina, donde la religión se considera invariablemente como un asunto estrictamente privado que no debe interferir en el dominio público. Por eso el presidente Hollande se conformó con explicar que “no tenía comentario particular sobre esta decisión”, y recordar que “la República (…) no debe hacer comentarios sobre lo que pertenece a la Iglesia”. En Italia, los comentarios fueron lógicamente más efusivos, con el presidente Napolitano que subrayó “el valor” de Benedicto XVI y el presidente del Consejo Monti que reconoció sentirse “muy sacudido por este anuncio inesperado”. Hasta el Primer ministro británico recordó con “gran respeto y afección” el “evento histórico” que constituyó la visita del Papa en 2010 después de cinco siglos de ruptura entre anglicanos y católicos.
Ahora se perfila la incertidumbre del futuro. En su penúltimo Angelus, Benedicto XVI llamó a la Iglesia y a sus miembros a “renovarse” en el espíritu de las grandes orientaciones del Concilio Vaticano II. Una gran mayoría de los europeos quiere ver en este testamento teológico un reflejo de su deseo de mayor apertura de la Iglesia católica, especialmente sobre los temas de debate que más eco han tenido en sus sociedades contemporáneas (y más que todo que ya han sido validados en otras religiones): el celibato de los sacerdotes, el uso razonado de los anticonceptivos, la feminización de la Iglesia… No hay que olvidar que estos debates existen dentro de la misma Iglesia, como lo demuestra por ejemplo la postura pública que tomó el cardenal Meisner – arzobispo de Colonia y cercano a Benedicto XVI – a favor de la píldora conocida como “del día siguiente” en caso de violación (ya que esta última no es abortiva, pero simplemente impide la fecundación). En el mismo sentido va la declaración de la Conferencia de los obispos de Francia que considera el preservativo como preciso, aunque de eficiencia limitada para luchar contra el VIH.
Las encuestas demuestran que hasta los europeos católicos practicante apoyarían estas reformas que permitirían sin duda a la Iglesia católica entrar de lleno en el siglo XXI. La capacidad del nuevo Papa a atender estos reclamos sociales sin alejarse de los fundamentos de la tradición bimilenaria de la Iglesia constituirá sin duda su mayor reto; tendrá que aprender a “renovar” la Iglesia como institución pero asegurando su continuidad, so pena de seguir pareciendo en el Viejo Continente únicamente como una religión que “suma prohibiciones” como lo deploraba Benedicto XVI en una de sus primeras entrevistas como Papa.
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