
Tanto se habla en el balompié mexicano de la transición entre generaciones que hasta parece que los directivos han olvidado que los chicos, que apenas comienzan a aproximarse al juego, carecen aún de poder adquisitivo. Como clientes potenciales, muchos de ellos son hoy estudiantes, que no trabajan, no producen, y no tienen metálico para aportar al negocio.
He acudido con frecuencia a los partidos de Tigres y Rayados con un amigo y su hijo. El papá es quien hace la aportación completa de los gastos de los dos en la tardeada. El muchacho, en época de preparatoria, goza el juego sin gastar. Me sorprendió hace algunas semanas cuando, al medio tiempo de un partido, se expresó con desdén: “A veces el futbol es aburrido”.
Para quienes, como él, han crecido adorando los espectáculos en vivo, con la posibilidad de acudir a ellos en calidad de becados, llama la atención un rechazo espontáneo ante un mal primer tiempo.
Recuerdo que en mi infancia un partido en vivo era una experiencia única atesorada para siempre. Ahora, según veo con el muchacho, la expectativa es mayor. Y las directivas deben estar alerta porque el nuevo público es más exigente, y con poca capacidad para aportar dinero en taquilla o esquilmos.
Los aficionados adultos ya no dimos para más. Se nos ha ofrecido un futbol con una calidad topada, sin posibilidad real de incrementarla. Se necesitaría una lluvia de estrellas sobre las canchas de México para subir un par de peldaños en la vistosidad de un espectáculo que ya se ha convertido en una costumbre de mediano calibre, y tácitamente aceptada por todos.
Es nuestro futbol y hasta aquí llega. La misma difusión cada vez más abierta de los partidos en la pantalla casera, los añadidos en redes sociales con resúmenes de las mejores jugadas, ya hacen que el juego sea hasta predecible. No ha perdido su belleza ni su plástica, pero se puede convertir en un show repetitivo, si los sistemas de juego no se revitalizan o no llegan futbolistas de mayor renombre y con más habilidades.
Hasta ahora, el entretenimiento ha alcanzado su punto máximo con jugadas de argentinos o brasileños, o algún europeo, que rompe con el orden y exhibe alguna genialidad. Pero los trucos se han ido acabando. Y de eso se da cuenta el nuevo cliente.
Se trata de formar paladares, me dijo una vez un amigo directivo del deporte de paga. Esto es hacer que acerquen los chicos a apreciar el juego, con un determinado club, para que, al crecer, se convierta en un degustador del producto ofrecido. Así se van formando los simpatizantes, transformados en aportadores a las arcas de la organización.
Pero los nuevos públicos, que nos relevarán a los viejos, se han tardado en crecer, e integrarse a las filas productivas. Un sociólogo podría encontrar razones más específicas que las mías, pero lo observado hasta hoy, por mi ojo de mortal simple y descolocado de las teorías de marketing, me hace considerar una disminución en la base de clientes en el balompié mexicano.
Es un hecho verificado la disminución a la asistencia a los estadios. Esto provoca, también, merma en el consumo de la marca del club. Tal vez el público maduro ha dejado de interesarse en el espectáculo y se ha alejado del juego en directo. Esto va a aparejado de la paciencia de los chicos, sin prisa para obtener una ocupación formal e ingresos propios, para convertirse en un agente de interés pecuniario para la empresa futbolera.
De cualquier manera, soy optimista. Aspiro a una transición estable entre generaciones. El futbol seguirá vivo, aunque exista un bache de algunas temporadas, como el que se experimenta ahora. Espero que los muchachos sepan valorar el balón que les será heredado.