Todos tenemos una inspiración para vivir o trascender. A todos nos motiva el ego un incentivo a veces muy visible y a veces muy oculto. Todos hacemos lo que hacemos porque hay algo detrás de la determinación de alcanzar una meta. Por eso no es difícil descubrir en Andrés Manuel López Obrador su afán de inmortalidad histórica. Su deseo vivo y manifiesto es ser considerado de los mejores Presidentes de México, al lado de sus ídolos Benito Juárez, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas. Tal ha sido su sueño desde que se le clavó en el cerebro cruzarse la banda tricolor y vivir en el Palacio Nacional. No es el dinero ni la acumulación de bienes, de tierras o residencias a su nombre ni de su familia. No. Lo tiene muy claro: lo suyo son los honores ahora y en la posteridad.
Sin embargo, la filosofía cotidiana nos lleva a una sabia reflexión: ¿De qué sirve pasar a la historia como lo que uno quiere? ¿Qué caso tiene que ya desaparecido de la faz de la tierra se hable bien de ti? Y no por eso debo ser calificado como enemigo de AMLO. No estoy en contra de él por sistema. Por tanto, no formo parte de los conservadores que tanto le irritan. Leo el fondo de sus buenas intenciones, pero no apruebo a ciegas sus decisiones u opiniones. No soy su opositor, aunque tampoco su seguidor. Simplemente soy un mexicano que, como él, deseo lo mejor para mi país, en todo, empezando por una buena conducción del mismo en todos los órdenes de la vida. Me “clavo” en las instituciones y no en las personas.
Sí le deseo lo mejor a AMLO porque si a él le va bien, a México le va bien en esta hora decisiva de la historia. No obstante, me preocupa su obsesión personalista de subir tantos videos de sus giras y su temor de la caída de su popularidad, al grado de pretender apantallar con sus encuentros con la gente, a pesar de las recomendaciones de las autoridades sanitarias, sin contenerse de dar besos y abrazos, en medio de tronantes porras de acarreados que lo impulsan en su vanidad política.
E inocentemente cree que el Coronavirus lo importaron los conservadores y neoliberales, sus opositores.
Curiosamente estamos viendo cómo se ha combinado la corrupción del PRI de Peña Nieto que hizo el gran negocio con los programas de salud y la construcción de hospitales, muchos sin terminar, con la mal llamada austeridad de AMLO, sin surtir medicamentos oportunamente y sin buena infraestructura ni equipo médico adecuado o en buenas condiciones de servicio.
La teatralidad de AMLO lo orienta hasta en sueños a ser visto en persona, tocado, besado, amado. Que la gente guarde un recuerdo de su gobierno porque estuvo con él y hasta convivió con él. Quizá eso lo anheló él mismo de niño en Macuspana, Tabasco, en tiempos en que los presidentes de México eran intocables, por lejanos. Quizá en el fondo de su memoria se le aparece el pequeño AMLO deseando lo imposible entonces: estar cerca del tlatoani al que el PRI cercaba de inmediato después de cada mitin multitudinario para llevarlo en forma exclusiva a las élites de las grandes ciudades. “¿Por qué a los pobres no? ¿Por qué a los pueblerinos no nos dejan tocarlo, saludarlo de mano, besarlo, amarlo en su propio espacio?”, eran, quizá, sus pensamientos. Y entonces fue cuando se le atravesó por la mente la idea de que algún día él sería presidente, pero no un presidente igual que todos. Sería muy diferente.
De ahí la fuerza moral que trata de impregnar siempre a sus homilías. Y la espectacularidad que busca en sus grandes decisiones y proyectos. De ahí el recurso de su pensamiento mágico: “Tengo mucha fe de que vamos a sacar adelante a nuestro querido México. No nos van a hacer nada los infortunios, las pandemias. Nada de eso. Vamos a sacar adelante al país”. Postura que le ha acarreado títulos de idealista, soñador, ingenuo o ignorante, impulsivo, ocurrente, incompetente e irresponsable. Dictadorcillo que, lejos de ser ejemplo de respeto a lo que sus especialistas señalan, es desobediente de sus indicaciones y provocador de malas conductas ante los señalamientos de los científicos en lo que a la política sanitaria se refiere, en pleno ataque de la pandemia del Coronaviris. Predicador y oficiante religioso en cada mañanera en Palacio Nacional. “La cultura es la que salva de terremotos, de epidemias y hasta de malos gobiernos”. Pero no incluye el suyo en este rubro, dicen sus adversarios. No cree que gobierna mal.
Yo, por mi parte, lo acompaño en las buenas y en las malas. Celebro que haya caído en la cuenta de lo que le aconsejaban sus médicos epidemiólogos en las siguientes fases de la pandemia. Pero no me convence que siga en campaña y menos que haya montado un espectáculo al ir a saludar a la mamá del “Chapo” Guzmán. Ni estoy de acuerdo en que saluda también a delincuentes de cuello blanco, pero no menciona jamás sus nombres. Estoy con él en sus sueños de trascendencia, y lo quiero seguir aceptando como un viejito gozoso de haber conseguido el juguete de sus sueños. Lo miro con compasión porque me conmueve su fe de que llegará a la inmortalidad con la aureola que desde hoy se ha fabricado segundo a segundo, minuto a minuto, hora tras hora y día tras día, regalando dinero a manos llenas a sus pobres, aunque en el fondo se sabe que es una táctica política para asegurarlos como buenos clientes a la hora de las votaciones o en encuestas a mano alzada. Allá él.
A ver en qué acaban sus sueños de inmortalidad, porque si llegan de nuevo al poder sus adversarios, escribirán la historia de otra forma, quizá muy cruel contra AMLO. Y de seguro le buscarán hasta debajo de las piedras lo que más detesta él: la corrupción. De su gobierno en general y la suya propia. El tiempo lo dirá.