
El arquero brasileño Moacir Barbosa murió dos veces. Sus funciones vitales cesaron en el año 2000. Pero medio siglo antes, en 1950 perdió la vida por vez primera, al recibir dos goles de Uruguay, y ser responsabilizado de la derrota de Brasil 2-1, en el mundial en casa. La afición nunca se lo perdonó y lo repudió para siempre, sepultándolo en vida. Cuando hubo remodelación en el Estadio Maracaná le regalaron la portería de madera donde recibió las anotaciones fatídicas. Moacir la trozó, para echarla a la hoguera sin arrepentimiento.
Declaró alguna vez con amargura: “La pena máxima para los criminales en Brasil es de 30 años, pero yo estoy cumpliendo cadena perpetua”.
Ahora le toca el turno de la sentencia al guardameta de Rayados Esteban Andrada, que el pasado domingo se comió enterito y de un bocado el gol con el que Pachuca avanzó en el repechaje, con marcador de 2-1. Algunos comentan la desolación del portero argentino al finalizar el encuentro, y su desconsuelo entre lágrimas, camino al vestidor.
Hizo su papelón en casa, el muchacho manos de dona, y los aficionados que ayer lo aclamaban, ahora lo llenan de dicterios. Fue doloroso atestiguar los abucheos en los últimos instantes del partido, cada vez que tocaba la redonda.
Es la suerte de los porteros. Los atacantes pueden errar mil veces, pero son aclamados como héroes cuando marcan el tanto definitivo. Salvatore Schillaci no hizo nada en toda su carrera más que brillar en el mundial de su país, en Italia 90, y se convirtió en el Salvador de la patria. Luego tuvo una carrera de altibajos, falló mucho y no mostró cualidades mayores, pero perdonado por siempre, pues se le recuerda por sus goles celebradísimos en aquella fiesta nacional.
Un arquero fallido merece el garrote, el cepo, la picota, el empalamiento, el sacrificio sagitario si falla en la hora cero. Luis Miguel Arconada, de España es uno de los más ilustres guardavalla del Siglo XX, pero será recordado por aquella pifia infame ante Francia, en la Eurocopa del 84, tanto que abrió la puerta para la coronación de los galos.
El pecado de Sabandija no es grande, pero sí vistoso. Hizo que su equipo regalara uno de los dos boletos disponibles para la liguilla del futbol mexicano, y ahora deberá su equipo enfrentar otro desgastante compromiso, con el peligro de caer y terminar su participación. Pero el futbol lo ha premiado con otra oportunidad, si el entrenador decide mantenerlo en la puerta. Lo más llamativo de su yerro es la técnica deplorable exhibida. El misal del portero indica que ante un tiro violento, el balón debe ser rechazado hacia los lados, para recudirle el ángulo al contrarrematador. Pero no, Andrada, la dejó muerta en el centro del área para que el rival la empujara al fondo de su meta. Le pidieron de tarea sencilla escribir las vocales, pero las mezcló con algunas consonantes.
Lo peor del ripio fue el pésimo timing, a cinco minutos del final. La Pandilla tenía el juego controlado faltando diez, con un tanto de ventaja y al final le dieron la vuelta los Tuzos. Como consecuencia, Rayados buscará el pase a la liguilla el siguiente domingo ante Pumas.
Pobre Andrada. La afición anhela echarlo a la hoguera, como a una bruja de Salem, para conjurar todos los males.
¿Es el único responsable del bajón del Monterrey? No, pero él sabe, al igual que el resto de los arqueros, que su actuación siempre debe ser inmaculada.
El peligro de evidenciar una falla tan grosera es el clamor popular de la guillotina.
Pero el futbol da oportunidad de desquite, siempre. Ojalá y, a la siguiente, salga en su noche.