Lo acontecido antes, durante y después del proceso electoral me deja una impresión de claroscuro. La misma ley electoral demuestra tener contornos borrosos y una autoridad limitada. Se descubren lagunas legales que ocasionan pleitos entre las diversas instancias políticas y electorales (véase como ejemplo el conflicto ubuesco que se vive actualmente en el municipio de Monterrey entre cabildo, congreso y tribunal).
Estas imprecisiones legales contribuyeron a generar un clima de desconfianza hacia las autoridades electorales que avivó la fuerte contestación que nació al darse a conocer los resultados de la última elección presidencial.
Con estas protestas, no me cabe duda que estamos entrando – otra vez – en un proceso destructivo del que saldrán muy pocas cosas buenas. No que las considere injustificadas o sin sustento, al contrario, pero la completa oposición y la falta de apertura al consenso de las diversas fracciones me hace temer una esterilidad de las reivindicaciones de la calle.
De un lado se encuentra un poder electo – legal pero no necesariamente legítimo – que no tiene interés en soltar lo que la mayoría de los gobiernos extranjeros ya reconocieron; y del otro coexiste una amplia ola de oposición que pide anular una elección que parece difícil de anular legalmente.
El nudo central de esta polarización se ubica en la cuestión de la (in)equidad de la elección. De hecho, me parece que el conflicto postelectoral proseguirá en razón de la dificultad a evaluar y juzgar objetivamente la equidad de un proceso electoral (es decir sin tomar en cuenta las ideologías ni las opiniones personales, pero sólo los hechos).
¿Con qué instrumentos comparar las prácticas para influir el voto que aplicaron a diversos grados todos los partidos? ¿Cómo medir la influencia del apoyo de ciertos medios a EPN en comparación con de los casi 6 años de precampaña de AMLO?
Considero que estamos atrapados en un círculo vicioso que cada protagonista juzga únicamente con su subjetividad y siguiendo sus propios intereses, cuando para el bien del país, habría que salir de este mecanismo autodestructivo lo más pronto posible. No podemos permitirnos otro conflicto como el del 2006, que no dejó resultado positivo alguno y que sólo llevó a una campaña 2012 llena de rencores entre candidatos y simpatizantes de los partidos.
A este nivel, la presencia de la calle pueden resultar fundamentales para presionar a los dirigentes a que encuentren lo más pronto posible un compromiso. Invito a observar lo que sucede a menudo en Europa, donde la presión de las protestas populares pueden ser tan fuertes que los partidos tienen que dejar a un lado sus pequeños intereses electorales – y en cierta medida también los poderosos intereses privados que los animan – para abandonar medidas impopulares y encontrar soluciones de compromiso con sus oponentes políticos, con el fin de sacar adelante las reformas vitales para el porvenir del país.
Así como en Grecia, Bélgica e Italia últimamente (y como en Francia, el Reino Unido y España en épocas anteriores), llegó el tiempo de instaurar un acuerdo de unión nacional en México. Por difícil que parezca, considerando las tensiones actuales, no creo que sea imposible. ¿No existe el ejemplo de la Ley de Víctimas que está negociando el movimiento por la Paz de Javier Sicilia a base de diálogo y negociación?
Concretamente, ¿qué forma podría tomar tal acuerdo? Un gobierno de unión nacional podría formarse en torno a un calendario preciso de reformas para enfrentar la crisis económica mundial, la inseguridad y la pobreza, que son temas que trascienden las ideologías políticas. Dicho gobierno abarcaría todas las corrientes políticas de los diferentes estratos de la Federación, las ONG, las instituciones educativas, los intelectuales, la iniciativa privada, los medios de comunicación, las organizaciones sociales, y obviamente los ciudadanos, con el único fin de construir el mejor futuro posible para el país.
Esperemos que la calle sepa persuadir los actuales dirigentes de la urgencia de una transición hacia un funcionamiento normal del sistema político, minimizando así las consecuencias nefastas de las tensiones sociales que perjudican la gobernabilidad del país.