Sí, estoy convencido de que el periodismo no goza de buena fama y se le asocia en gran medida con el chismorreo, la “grilla”, la corrupción, el tremendismo, la mentira, la manipulación y hasta la difamación. Y, sin embargo, es mi pasión de vida y si volviera a nacer elegiría el mismo camino de la información de masas, a pesar de que mi misma esposa fue muy firme en su deseo de que nadie siguiera mis pasos y se enrolara en la prensa, la radio o la televisión.
“No diga usted que es periodista, mejor diga que es escritor”, me recomendó un amigo ocasional al encontrarnos en un avión durante un vuelo internacional. Y no desconozco la frase lapidaria de Salvador Novo en 1948 y repetida burlonamente después por Renato Leduc: “No se puede comparar el santo ministerio de la maternidad, que es la literatura, con el ejercicio de la prostitución, que es el periodismo”, igual que desde hace siglos, por ejemplo, los ilustres franceses Voltarie, Montesquieu, Juan Pablo Marat, Honorato de Balzac y otros han despotricado contra la prensa y contra el periodismo, considerado por Clemenceau como una “ocupación ínfima que hay que saber dejar a tiempo”. Y, a pesar de todo, amo ser periodista sin temer al juicio de la posteridad y de mi familia.
Sí, estoy convencido de que alzar la voz para disentir en los medios masivos, o para criticar a las personas que se sienten importantes en una sociedad, conlleva riesgos y más si se tiene el atrevimiento de mostrarle y decirle al poder político lo que no quiere mirar ni escuchar. No sé ni por qué pero en el sistema arbitrario en que se formó mi generación soñé, como joven idealista, con despojarme de mordazas y censuras para tener la libertad de gritar que no había libertad.
“Para ser periodista no se necesita estar loco, pero ayuda un poco”, dicen los críticos que, además, ven en “el mejor oficio del mundo” un riesgo de naufragar en la pobreza económica por los bajos sueldos con que retribuyen las empresas de medios masivos la entrega al trabajo diario, como si no hubiera ejemplos de éxito laboral en este gremio, o como si en profesiones socialmente bien cotizadas no se dieran también innumerables casos de raquítica paga.
Criticado por su poca credibilidad al inclinarse demasiado ante el poder político cual vil lambiscón de gobernantes, así como por su bajo nivel de aprobación y confianza, el periodismo es –debe ser– la mejor salvaguarda de un proceso democrático vigoroso al cumplir su papel de perro guardián que vigila y exhibe celosamente los actos de los personajes públicos (no los privados e íntimos), para convertirse en el termómetro de la opinión pública respecto a los temas más trascendentes.
Pero –y aquí hay un enorme pero– al mismo tiempo que declinan los medios tradicionales por la aparición de internet y asistimos a un cambio de era, no es raro que se plantee un cuestionamiento central: ¿qué es ahora el periodismo?, sin encontrar una definición única porque ahora las primicias y los datos duros los manejan muy bien las redes sociales y cualquiera puede ser periodista en una franca democratización de la información porque todo ciudadano puede dar a conocer sus noticias, y hasta en nuevas plataformas o vehículos. Y, sin embargo, amo ser un periodista de ayer y un aprendiz de hoy.
CUESTIONAMIENTOS Y CRÍTICAS
Hoy, en el cambio de era del periodismo (del tradicional al digital y multimedia) y cuando se acrecientan los serios cuestionamientos y críticas al periodismo profesional, sostengo que si volviera a nacer optaría de nuevo por “el mejor oficio del mundo” (como dijera el gran Gabriel García Márquez <1927-2014>), por el embrujo de salir a la calle cada día con una gran curiosidad y capacidad de asombro e ir por la ciudad buscando hechos noticiables, llegar a los museos y a los campos deportivos para encontrar historias y contárselas al público, bajo el rigor de la precisión y la contrastación, o para documentar pruebas y evidencias bien verificadas en denuncias que sean testimonio de que la sociedad no está indefensa frente a las fuerzas del mal y los embates de los poderes que creen tener libertad de pisotear los derechos de las personas e instituciones. Para dar paso a la crítica o para aplaudir lo plausible de los funcionarios públicos.
Quien escribe testimonios sella un pacto con la verdad. Y para acercarse a ella debe hacerlo con la túnica y la convicción de la ética, a fin de cumplir cabalmente con el derecho a la información que tienen las masas. Por eso la sociedad confía en el periodismo que, como “perro guardián”, investiga los hechos que cualquier poder trata de mantener ocultos y en su esencia lleva la misión de desenmascarar a los corruptos y abusivos que lucran con los cargos públicos o que atropellan a los indefensos.
No importa la plataforma en que circule ni los nuevos lenguajes digitales, el buen periodismo –ético, serio y profesional–, con la investigación reporteril por delante, es el baluarte que enarbola el pueblo cuando se sabe arropado por la actitud profesional de quienes ejercen con pasión, con compromiso y con vocación social su tarea cotidianamente. Por eso, los cínicos, como escribiera Ryzard Kapuscinski (1932-2007), no tienen cabida en este oficio y ay de aquel que no lo sabe dignificar ya que se debe practicar con más apego a los hechos y menos a la estridencia de las descalificaciones, el sensacionalismo o la espectacularización de las noticias.
Con mi innata curiosidad y capacidad de asombro, quise ser de esos periodistas que cuentan historias verdaderas pero también denuncian con pruebas en la mano y que, a la vez, elevan el espíritu con informaciones constructivas del periodismo cultural. Quise hacer del oficio una pasión irrefrenable. Viajar, salir a la calle, correr tras los hechos de interés público, perseguir al que tuviera que decir algo digno de difundirse, reportear mi verdad y confirmarla hasta dónde es posible confirmar algo en el efímero lapso que el propio periodismo impone.
Sí, sí me duele la historia real del periodismo en que los dueños de los medios utilizan su influencia, en un contexto de lisonjas y conveniencias, para congraciarse con los políticos de alto nivel a fin de negociar privilegios e impunidades que les permitan hacer enormes negocios y acumular un gran ascendiente público para reafirmar su propio poder, de acuerdo con sus filias y fobias, y en franco desprecio a la imparcialidad noticiosa, lo cual sigue ocurriendo entre quienes buscan en el oficio la ganancia personal y no satisfacer el derecho a la información de las masas.
Sí, sí me duele que alguien todavía cuestione tanto nuestro oficio en esta segunda década del siglo XXI e inclusive lo asocie con la mentira o el “chisme” y se pregunte si es periodismo el que ejercen aquellos que están en las nóminas de gobiernos municipales, estatales o el federal, sin justificar por qué, y el de los que se amafian con los intereses de los políticos en la difusión de las encuestas amañadas sobre todo en épocas electorales.
Espero que mis hijos y mis nietos digan con plena satisfacción que fui periodista, a pesar de que mucha gente me increpa cómo puedo optar por un oficio emparentado con la pobreza económica y cómo puedo defender a algunos medios de la rampante frivolidad y podredumbre moral de sus dueños, y a varios periodistas poco éticos que utilizan su “pluma” para la difamación y la descarga de odios vesánicos o para chantajear, mentir, manipular y lanzar veneno sin ningún escrúpulo.
Cada quien su conciencia. A mí me honra todavía ser periodista. Periodista con muchos errores y desaciertos en el largo camino que he recorrido en los medios, pero sin la mala fe de manchar a alguien con la tinta de la prensa o el latigazo de la voz en la radio y la TV.
Por eso, al reposar en el sitio definitivo que un día me preste esta tierra, no habrá mejor epitafio que reconocerme como periodista, sin amarguras ni resentimientos.
Y ya.