De aquí a prácticamente el lunes 9 de marzo será una pregunta que muchas mujeres se harán a sí mismas y a quienes estén a su alrededor. La respuesta sólo nos toca a nosotras. Y no se vale ninguna artimaña mediática puesta en marcha para banalizar una acción impulsada desde, por y para las mujeres. Tenemos noticias: desde lejos las costuras se les notan.
Desde el surgimiento de la propuesta, que no es nueva ni exclusiva de México, hemos presenciado esta curiosa campaña de “solidaridad” a la que se han sumado gobiernos, congresos, instituciones educativas, empresas, grupos conservadores, la Iglesia católica y desde luego, algunos varones. Visto así suena tan considerado, tan sensible, tan… paternalista. Como un permiso concedido por una graciosa potestad que al mismo tiempo que se adhiere, subraya que no debemos temer por consecuencias como descuento de un día de trabajo o despido. Parafraseando un dicho popular: troyanas, cuidado con los griegos que traen regalos.
El paro del 9 de marzo es una acción para visibilizar la indiferencia y desdén social por el valor de la fuerza de trabajo femenina, que con sólo un día de ausencia (incluido no realizar trabajo doméstico cotidiano, que no se paga) representaría pérdidas de aproximadamente 37.7 mil millones de pesos, más de lo recaudado por ingresos petroleros en diciembre pasado, según una estimación de El Universal. Porque la realidad es que históricamente el trabajo de las mujeres se ha considerado de segunda, prescindible, descartable.
Tan desechable como nuestras vidas en un país donde, aunque aumenten las penas por feminicidios, sólo 3 de cada 100 se esclarecen y condenan, de acuerdo al sitio web Animal Político; un país cuyas estructuras de todos los niveles, órdenes, ideologías y partidos han fallado a las mujeres en su obligación de garantizarnos seguridad, desarrollo y acceso igualitario a oportunidades. Y la que esté libre de falta, que se comprometa ahora sí a aplicar la legislación vigente, o lance la primera iniciativa honesta, inteligente, contundente y desinfectada de intereses de grupos económicos, religiosos y de poder.
Paramos porque México considera nuestras vidas como prescindibles. Por agredirnos, acosarnos, violarnos, matarnos en hogares, calles o sitios de trabajo y además, culparnos por ello. En lo privado, por someternos a violencia física, psicológica y/o patrimonial; por asignarnos la exclusividad de las tareas domésticas, de crianza y administración del hogar. En lo público, por imponernos desigualdad salarial, discriminarnos por nuestro físico, edad o estado civil. Por ser evaluadas con base en principios morales. Por aprobar leyes que criminalizan nuestro derecho a decidir cuándo y cómo deseamos ejercer la maternidad. Por ser revictimizadas por policías, ministerios públicos y jueces que nos señalan culpables sin un debido proceso, y que cuando lo hay, se acabe pudriendo en la fango de la impunidad.
Por favor, pregúntese seriamente en este momento: ¿Qué haría si desapareciéramos? ¿Que al denunciar, la autoridad le diga: calma, ha de andar con el novio? Que si nos encuentran muertas, ¿los medios y redes sociales hurguen y cuestionen nuestras vidas, forma de vestir o comportamiento? ¿Que al exigir avances en la investigación, se dé cuenta que ya nadie busca justicia y seamos una carpeta numerada más, arrumbada entre toneladas de papel?
Paramos para que los enjundiosos apoyadores se comprometan a erradicar las prácticas culturales, laborales, económicas y sociales que impiden que vivamos en igualdad y libres de todo tipo de violencias de género, incluida la derivada de la no despenalización del aborto. Porque nada de esto es negociable. Sólo así se verá si el apoyo es genuino o no.
Y créanos que si no lo es, se los recordaremos.
NOTA: La autora es comunicóloga,
periodista y feminista.