Es sorprendente cómo funciona la memoria.
Me fascina darme cuenta que un olor y -en este caso- un sabor, puede llevarte a lugares que desde hace años permanecían guardados en el cajón de tus recuerdos felices.
Recientemente estuvimos en Orégano, un restaurant rústico, especializado en la comida norestense tradicional que se encuentra ubicado en las afueras de Higueras, Nuevo León… sí, leyeron bien: Higueras.
Recién llegado a estas tierras, debo reconocer que ni siquiera sabía de la existencia de este pequeño municipio considerado “la capital del orégano” que, de no ser por un colorido monumento ubicado en su entrada, me hubiera pasado completamente desapercibido por lo que nunca hubiera estado en mi lista de lugares por visitar.
Sin embargo, unas publicaciones en Instagram de este negocio que apenas inició sus operaciones en junio de este año llamaron mi atención.
Las espectaculares fotografías de un empalme de fiesta, un asado negro, una carne empedrada y unos cuajitos estilo Cadereyta despertaron mi curiosidad y, por ello, decidimos embarcarnos en un viaje de 55 kilómetros hacia el noroeste de Nuevo León.
En sus redes sociales, los encargados de esta maravillosa locura explican que su concepto está basado “en la gastronomía del noreste, tanto lo tradicional, lo que quedó en parcial o total desuso, y una propuesta evolutiva sin maltratar la raíz de nuestra región”.
¿Qué quiere decir esto? Simple: sus platillos siguen las recetas tradicionales, “las de rancho” (dirían algunos), con preparaciones donde la estufa de gas no existe, todo se prepara con leña de mesquite.
Y si creen que el concepto es extremo tienen que llegar al restaurante, ubicado en una hermosa finca llamada Casa Rebeca, a la que solo se puede acceder por un camino de terracería que inicia cruzando el vado de un río hoy seco. La duda de cómo llegan a esta propiedad cuando el afluente revive me sigue molestando.
Aquí los lujos no existen… o sí existen, pero no como las esperabas. Son sillas y mesas sencillas, repartidas estratégicamente para regalarnos la increíble experiencia de disfrutar una cerveza bajo la sombra protectora de un mesquite. ¿Hace cuánto lo que no lo hacía? Es más: ¿Cómo han vivido quienes nunca han experimentado este sencillo, pero enorme placer?
El ruido de las chicharras y los acordes de la música de los Cadetes de Linares, Carlos y José, entre otras leyendas de la música de estos rumbos, amenizan la experiencia donde, si te das la oportunidad de dejar a un lado el maldito teléfono celular, te permite recordar lo hermoso que es platicar con tu esposa y tu hija, saber qué piensan y qué sienten.
Ladino, poco a poco el lugar te va embrujando con su belleza pues, de la nada, un travieso perro se acerca a tu nena de seis años y la invita a jugar a lanzarle un palo que nunca regresará a las manos de la niña, provocando que la pequeña busque feliz otra vara que aventar.
Ver a mi hija correr tras un chucho me hizo recordar las decenas de “firulais”, “solovino”, “lobo”, “negro” o simples “perros” con los que compartí las más felices horas de juego en mi niñez. Si alguien no lo hizo, siento mucha pena por él.
Sin embargo, el verdadero mazazo a la cabeza viene cuando te sirven el asado negro, la barbacoa de chicharrón, los cuajitos de pecho de res.
¿Recuerdan esa escena de la película animada Ratatouille, cuando el implacable crítico gastronómico prueba un platillo y de inmediato se transporta a su niñez? Bueno, por un momento yo fui el vampiresco personaje.
Un bocado de los cuajitos de pecho de res me llevaron a mi infancia, cuando mi padre nos llevaba a mi hermano y a un servidor a acompañarlo en los servicios de la garita del kilómetro 22 en la carretera Matamoros-Monterrey.
La dinámica en estos servicios, es que los aduanales debían de cumplir turnos de 24 por 24 horas, lo que significaba que dormían, desayunaban, comían y cenaban en el puesto de vigilancia.
Como ninguno de ellos podía cocinar un huevo frito y el dinero no era problema, recurrían a los servicios de un cocinero cuyo nombre no recuerdo, pero estoy seguro conocían como “Don Gume”.
Pues bien, “Don Gume” era un amo de la cocina y de sus manos y su mente salían platillos lo suficientemente vastos para alimentar a una docena de hambrientos aduanales, pero con una sazón que sería la envidia de cualquier chef con estrellas Michelin.
La carne en salsa (hasta ahora supe que en realidad se llaman cuajitos) eran una de las especialidades de “Don Gume”. Comerlos significaba que estábamos en una garita en la carretera, cobijados por el cielo estrellado y la libertad de correr a donde las piernas nos llevaran.
El sabor de la res cocinada en una deliciosa salsa de tomate, cebolla y chiles, quería decir que mi hermano y yo estábamos pasando un tiempo junto a mi padre quien, feliz, nos enseñó a disparar una pistola, nos dejó acompañarlo en la persecución de unos contrabandistas, nos compartió lo mucho que sabía de la vida.
Esos cuajitos no me hicieron extrañar a mi padre, hicieron que sintiera que estaba sentado a mi lado, con su mirada buena, sus palabras amorosas, su sonrisa abrumadora, su orgullo por ver que sus hijos no han salido (tan) mal.
Sí, la cocina de Orégano está de poca madre y por ello felicito a quienes decidieron saltar al vacío para jugársela bajo sus términos.
Sin embargo, lo mejor de este espacio tan tradicional, tan de rancho, es que nos lleva a un lugar en la memoria de cuando éramos felices; sin Covid, sin likes, desconectados del mundo, pero unidos con los que nos rodean.
Cualquiera que logra eso, es un triunfador bajo mis estándares..