En el 2006, un amigo español me envió un libro de periodismo con un título provocador: “Oficio de fracasados”. Me sentí aludido al pensar en lo referente a la precariedad laboral y en las quejas de los malos sueldos que en todo el mundo se asocian a nuestra profesión, llamada, por eso, “apostolado social”. Pero me convencí de que no iba por ahí el asunto al leer en un par de días las 150 páginas escritas por Rodolfo Serrano (1947), quien fue uno de los iniciadores del prestigioso diario El País, en Madrid, en mayo de 1976. Me imaginaba un libelo de algún colega fracasado contra el periodismo y sus oficiantes. Pensaba en una diatriba más de las muchas que se ha acarreado desde sus inicios el que, sin embargo, Gabriel García Márquez consideraba “el mejor oficio del mundo”. Creía yo que me iba a enfrentar a las retahilas de acusaciones e improperios contra los profesionales de la noticia.
Pero, oh sorpresa, el texto amable tiene un sabor agridulce que le da la pluma experta del periodista que durante 25 años ejerció en El País y convivió con toda clase de personajes del medio. Así, con toda claridad aborda la grandeza del periodismo cuando se desarrolla con honestidad (ética e imparcialidad), sin dejarse absorber por los poderes que siempre están a su acecho para utilizarlo cuando les conviene o para patearlo cuando pisa los callos de las élites de esos poderes, por lo cual hay que mantenerse a distancia aunque se conviva con ellos a diario. Pero también da cuenta de las lacras que denigran el papel de los medios y de los profesionales de la noticia como la difusión de hechos sin su respectiva comprobación, la manipulación, la corrupción, el plagio, el sometimiento a las presiones políticas, etcetera.
El autor confiesa que su breve texto no es un manual de periodismo, ni constituye unas memorias o un relato ordenado de vivencias, pero a mí me ha servido tanto en mis reflexiones periodísticas, que lo he releído varias veces no solamente por su contenido sino por el estilo tan sabroso en lo referente a las anécdotas y conclusiones que refuerzan sus ideas centrales. Y respecto a su título lo justifica en dos vertientes: Primero porque evoca la conocida historia del ilustre estadounidense Mark Twain (1835-1910) quien decía que “después de haber fracasado en todos los oficios, decidí hacerme periodista”. Como ocurre hoy mismo con muchos colegas que llegan de otros frentes de la sociedad. Y segundo porque Rodolfo Serrano considera un fracaso que los periodistas honestos quieran cambiar el mundo con su trabajo, y no lo consiguen. No obstante él mismo sigue viendo bonito y apasionante este oficio y se mantiene firme en su fe de que los ciudadanos aceptan al buen periodismo como una herramienta muy útil para defenderse de los abusos del poder y consolidar la democracia, junto con la rendición de cuentas y transparencia de los actores políticos.
No hay ni siquiera una indirecta en que los periodistas sean unos fracasados en seguir este llamado en su vida. Al contrario, deja claro cómo los reporteros gozan la adrenalina de la autorrealización en sus correrías por la calle y todos los espacios donde sienten el pálpito de la noticia, incluido el rastreo de la sangre y el desastre que dejan las guerras y conflictos armados. Por eso tiene valor de símbolo la anécdota contada por una maestra de literatura: “En una remota isla de un mar todavía más remoto, un volcán amenaza hacer explosión en cualquier instante y destruirlo todo en cuestión de minutos. En medio del caos y del desaliento que semejante cataclismo ocasiona, sólo existen dos clases de personas: los que quieren abandonar la isla de inmediato, a cualquier precio, y unos locos que luchan desesperadamente para que las autoridades, socorristas y funcionarios de protección civil los dejen entrar. Estos últimos se hacen llamar periodistas”.
Valoro en toda su extensión el libro de Rodolfo Serrano, igual que lo he hecho con “Los nuevos perros guardianes” del francés Serge Halimi, porque todo enfoque o crítica sobre nuestra profesión va iluminando el camino de las nuevas generaciones, y exhibe a aquellos que se aferran al cordón umbilical que hay entre el poder y los medios de comunicación masiva, volviéndose cortesanos de quienes lo saben comprar y no servidores fieles de las audiencias que todavía confían en ellos.