La noche del diez de agosto de 1995 el área juvenil del comité directivo municipal del Partido Acción Nacional en Ciudad Juárez reunió en la sede partidista, ubicada en el primer cuadro de la ciudad fronteriza, a simpatizantes y afiliados para una actividad social postelectoral.
A esa actividad acudieron Olga Alicia y Ana, dos amigas entusiasmadas por la efervescencia que entonces se vivía por el buen momento electoral que atravesaba el PAN en Chihuahua. El objetivo de la reunión era ya mas social que político, pues la elección municipal se había ganado apretadamente un mes antes.
Ese día Olga Alicia fue vista con vida por última vez. Fui yo el que redacté para el periódico El Diario de Ciudad Juárez la noticia de su desaparición, y fui yo quien, un mes después, presencié y documenté la localización de su cuerpo cercenado en un paraje desértico en las orillas de la frontera conocido como el Lote Bravo.
Fue así como inició lo que hoy se conoce en todo el mundo como los feminicidios de Ciudad Juárez.
Como periodista tuve la oportunidad de investigar de cerca la primera ola de desapariciones, homicidios seriales, ineficiencias oficiales y manifestaciones sociales ocurridas en Ciudad Juárez. Desde mi rol tuve la posibilidad de convivir con algunas de las madres de las jóvenes asesinadas; sentir su rabia y su desesperación. Primero por la incertidumbre, después por la ausencia y permanentemente por la falta de justicia. Algunas de estas valientes murieron sin saber ni siquiera el sitio donde los restos de sus hijas fueron abandonados por el o los asesinos, y otras sin la plena seguridad de que las osamentas entregadas por el gobierno eran en realidad sus familiares.
Tiempo después, desde mi posición dentro del servicio público estatal, conocí a hombres y mujeres comprometidos con la procuración de justicia, quienes a diario se esforzaron por encontrar las respuestas que por años muchas de las familias lucharon por conocer. También me crucé con los y las funcionarios opuestos: los corruptos, los ineptos, los negligentes y los perversos que por años se encargaron de manipular, fabricar o destruir evidencias y declaraciones, actuando con impunidad y con un estremecedor confort mientras violaban los derechos humanos.
En marzo del 2004, la primera cobertura que realicé como corresponsal en el norte de Chihuahua, Oeste de Texas y Nuevo México para El Norte de Monterrey fue la visita a Ciudad Juárez del entonces presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, José Luis Soberanes, para reunirse con las madres de las víctimas de feminicidio.
A los pocos minutos de que inició la reunión, ya con las madres instaladas en una larga mesa junto a Soberanes, mientras les tomaba las primeras fotografías, repentinamente se me vino a mente un inesperado recuento de lo que había sido y lo que había hecho con y de mi vida entre agosto de 1995 y marzo del 2004: cuantos lugares había visitado, cuantas personas había conocido, cuantos empleos había tenido y la familia que ya había formado. Mientras tanto, ellas, las que estaban al frente, mantenían sus vidas en una martirizante pausa desde el momento en que sus hijas no regresaron a casa, algunas desde 1995.
Ese fue un golpe brutal de realidad.
Desde mi posición como periodista empleado por una empresa con circulación nacional como Grupo Reforma/El Norte, mis notas y reportajes llamaban la atención en los primeros círculos del poder. Considero que mi extensa y persistente cobertura sobre la brutal tortura e injusticia cometidas en contra de Víctor García Uribe, un chofer de transporte urbano acusado de privar de la libertad, abusar sexualmente y matar al menos a 11 mujeres localizadas en un campo algodonero en 2001, influyeron en la presión internacional que llevó a un juez a reconocer las fallas en el expediente y decretar su inmediata libertad en 2005. Para todos y todas los que con algo contribuimos en exhibir los abusos del estado, la alegría nos duró muy poco. Seis meses después de la absolución de García Uribe, su incansable y valiente abogado defensor, Sergio Dante Almaraz, un hombre de principios, comprometido con la verdad y la justicia, fue acribillado en la zona centro de la ciudad.
Estos son apenas algunos de los muchos casos que me tocó ver y documentar sobre el feminicidio en Ciudad Juárez. Esa experiencia de vida y profesional, tanto desde la iniciativa privada como el servicio público, me lleva a lamentar lo que está pasando en Monterrey. También me lleva a considerar que las recientes acciones del gobierno del estado de Nuevo León son más reactivas que preventivas; son más con el ánimo de reducir la presión social que buscar soluciones permanentes. Basado en mi experiencia, el tema de la violencia de género es muy complejo como para resolverse con un decreto, programas sacados de la manga, inversiones extraordinarias y más policías, como históricamente se ha buscado atender.
Además, las circunstancias sociales que propician la violencia son diferentes en tiempo y espacio. Sí, la impunidad, el machismo, la corrupción y la inseguridad han sido y son constantes en todo el país, pero ni las redes sociales, ni la polarización ideológica de género, ni la conciencia de la comunidad sobre la protección a las mujeres existían en 1995. Igualmente, las dinámicas del crimen también se han modificado: hoy, la fragmentación y la brutalidad dentro del narcotráfico tiene más delincuentes desquiciados en las calles actuando con impunidad ante el miedo o los sobornos a cuerpos de seguridad pública y procuración de justicia. Todo, al conjuntarse, influye cuando ocurre una agresión.
Reaccionar ante la violencia de género es bueno porque se reconoce el problema, pero siempre será mejor cuando se acompañe de políticas públicas multidisciplinarias, inversión estratégica con planeación y la operación eficiente de los órganos de prevención y persecución del delito. La sociedad civil tiene hoy más herramientas y conciencia solidaria para acompañar, vigilar y responderle al gobierno de acuerdo a sus resultados. Ahora hay que hacer todo esto, al mismo tiempo, y pronto.
Horacio Nájera es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UANL y maestrías en las Universidades de Toronto y York. Acumula 30 años de experiencia en periodismo, ha sido premiado en Estados Unidos y Canadá y es coautor de dos libros.