Corrían los años del “virreinato” en Nuevo León de Alfonso Martínez Domínguez, rescatado del limbo político por el “tlatoani” azteca José López Portillo, después de que el excelso priista había sido humillado por su jefe máximo Luis Echeverría, echándolo del gobierno del Distrito Federal y haciéndole cargar con la culpa de la matanza del Jueves del Corpus en junio de 1971.
Reinstalado en el poder que tanto disfrutaba, Martínez Domínguez se sentía un Ave Fénix moderno y con sus ínfulas de pavorreal se daba el lujo de despachar con su singular estilo. El Estado estaba a sus pies y ay de aquel que osara contradecirle o espetarle su falta de democracia y su autoritarismo despótico. Menos aceptaba que le llamaran corrupto.
Se defendía como gato bocarriba y enfrentaba las ofensas al tú por tú con sus adversarios de partido y sus opositores en general, incluyendo a los periodistas, entre los cuales figuraba mi nombre en la “lista negra” de los indeseables e indignos de pisar su trono.
Tenía a sus lacayos bien adiestrados, uno de los cuales asumió el atrevimiento de subir a la tribuna del Congreso local, siendo diputado, a defender a Martínez Domínguez, con tan mala puntería que el gobernador debió decirle a grito abierto: “No sea usted pendejo” en lugar de aplicarle con toda suavidad el “no me defiendas, compadre”.
La ocurrencia del legislador nuevoleonés estribó en usar el micrófono para presumir que la corrupción de Martínez Domínguez era una corrupción “de la buena”, porque “salpicaba” al pueblo con sus beneficios al traer el agua a Monterrey desde Cerro Prieto y al construir una hermosa Gran Plaza.
Se le fue la lengua al diputado del PRI como se me fue a mí en muchas ocasiones al grado de llegar a escribir casi diariamente en la prensa lo que no le gustaba al encumbrado político y hacer una pregunta que incomodó de a madre al gobernador en turno: “Si nació tan pobre, pobre, pobre como presume en su biografía y toda su vida ha sido de servicio a México empezando como elevadorista en el DF. Y si jamás ha trabajado en la iniciativa privada donde se pagaban entonces los mejores sueldos contra la miseria que se ganaba en el medio oficial, ¿cómo es que se hizo millonario de la noche a la mañana?
Porque ha de saberse que Martínez Domínguez amasó una inmensa fortuna y fue dueño inclusive de una colonia en el mejor sector de la colonia del Valle en San Pedro Garza García, además de ostentarse como un mujeriego irredimible y beneficiar con millonadas a sus amantes. ¿De dónde, si nació muy pobre y su sueldo legal nunca fue de potentado?
Lo escribí y lo reescribí hasta que obtuve respuesta directa de él, quien me mandó llamar con su jefe de prensa para que lo visitara en su residencia particular. Y el argumento se me quedó grabado como tatuaje hasta la fecha: “Nadie le trabaja gratis al sistema, mi amigo… Nadie le trabaja gratis al sistema”.
Hoy he vuelto a rememorar la anécdota porque Andrés Manuel López Obrador vino a Monterrey a sostener que “Martínez Domínguez era un bebé de pecho” respecto a la corrupción comparado con el actual gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina de la Cruz.
Es decir, para el izquierdista del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Martínez Domínguez era nada más un poquito corrupto, como aquella dama que, para defender su honorabilidad, aceptaba que solamente estaba “un poquito embarazada”. O, como dijera el diputado del PRI de entonces, practicaba una “corrupción de la buena”.
¿Martínez Domínguez, corrupto? Para nada. Corrupto Rodrigo Medina, según López Obrador, quien no tiene pelos en la lengua para señalar a otros especímenes de la política moderna como buenos aprendices de aquellos “bebés de pecho” respecto al saqueo del erario, quienes, seguramente como don Alfonso, tienen siempre el mismo argumento a flor de labios: “Nadie le trabaja gratis al sistema”.