Un día asistí a ver un partido de futbol de los Tigres, llamándome mucho la atención una persona de aspecto humilde que desaparecía para ir a comprar vaso tras vaso de cerveza y regresaba donde estábamos parados. Así, conforme fueron pasando los minutos, el alcohol empezó a hacer travesuras en su organismo.
Jugaba el equipo de casa contra los Jaguares de Chiapas antes del Mundial de Sudáfrica 2010, y me propuse ver a Adolfo “Bofo” Bautista en la media cancha, antes de su polémica convocatoria a la selección nacional de parte del técnico Javier Aguirre.
No intercambié conversación con mi vecino, de estatura mediana y que gritaba a los jugadores como si fuera el entrenador; manoteaba, maldecía a los rivales y apenas sostenía la cerveza que caía al piso cuando desbordaba el vaso plástico -claro, con la marca patrocinadora de la bebida,- que tiene actualmente un precio de 60 pesos.
Desde ese sábado esa anécdota la he contado muchas veces, porque estaba a mi lado de carne y hueso un hincha de los Tigres, de esos que también existen en los Rayados, que apenas tienen para darle vestido, comida y educación pública a sus hijos, pero que le sobra dinero para asistir al estadio cada 15 días.
La cuenta se me perdió de las mentadas de madre que dirigió al “Bofo” cuando el calvo jugador zigzagueaba frente al marco felino, como tampoco nunca sumé los vasos de la fría cerveza que entró a sus venas. Quizá terminó esa noche dormido en una celda preventiva ahogado en alcohol.
Ese recuerdo me lleva a un comentario que escribí en mi cuenta de Facebook una vez terminado el Clásico entre Tigres y Rayados el sábado 27 de abril, con victoria de 1-0 del equipo de Víctor Manuel Vucetich, y que enseguida transcribo:
“¿Qué ganaron los Rayados? Claro que no, ganaron las cerveceras, las refresqueras, los cableros, las marcas deportivas, las pizzerías, las carnicerías, los medios con la publicidad, los dueños de los equipos, etc, etc, etc… con el dinero de “la mejor afición de México”, miles de ellos que ganan el mínimo o menos pero orgullosos de comprar cada temporada la nueva playera e ir a embriagarse al estadio dejando sin comer a sus hijos. Esa es la realidad de Monterrey, aunque duela”.
Sin afán de ofender, aunque algunos se sintieron aludidos, es increíble que pocos nos demos cuenta de que los verdaderos ganadores en el futbol mexicano son los dueños del circo, que lucran con sus productos y que su voracidad no tiene límites ni excluye a las clases sociales de nivel bajo a muy bajo.
Y aclaro que no soy un amargado, pues me encanta el futbol como espectáculo; que me gustan los Rayados más que los Tigres, pero muy pocas veces compro un boleto para ir a los estadios locales. Me los regalan y los pongo en otras manos.
Tanto es mi gusto por este deporte que como periodista acudí a dos Mundiales de Futbol, en México 86 e Italia 90, siendo en esas ocasiones reportero y editor de El Porvenir y Diario de Monterrey – Multimedios, respectivamente.
Luego, durante casi cuatro años tuve la fortuna de vivir en Europa y comparar cómo se vive el futbol entre los clubes italianos y los mexicanos. Con esas cartas de presentación me atreví a abordar el tema, porque nadie me lo contó, lo viví.
Me tocó asistir a los juegos del calcio italiano de los clubes Roma y Lazio donde no hay consumo de cerveza, no porque los directivos no quieran hacer negocios con las marcas etílicas, sino para no embrutecer más a los radicales tifosis de por sí violentos, y para proteger a las pocas familias que acuden al Olímpico.
Una medida de seguridad que debería aplicarse en México y en Monterrey, sobre todo cuando hay cientos de aficionados que se emborrachan (por lo caro de la cerveza dentro), en sus casas, bares y en los estacionamientos adjuntos al Universitario, para después entrar al Universitario sin ninguna restricción.
En el negocio del futbol, considerado el deporte número uno en México, cuando hay una riña entre aficionados con saldos rojos, se le reza al difunto; los medios cubren los sepelios y se condena la violencia; se impone una multa de risa para los dueños de los equipos involucrados, y al día siguiente rueda el balón.
El balompié es un negocio redondo que protege grandes intereses donde marcas y compañías nacionales e internacionales nunca van a perder dinero.
En Europa y se da en otras ciudades de México, no en Monterrey, cuando un club tiene una temporada para el olvido, la taquilla la resiente: bajan los abonos, en las tribunas se puede hacer un baile masivo por vacías y la inversión de jugadores es mínima, sólo buscando no descender.
Los hinchas castigan a la Roma y Lazio; a Tecos y San Luis; pero cuando Tigres descendió el estadio registraba entradas de ensueño, donde los más contentos eran los dueños del balón que se enriquecían más con el dinero de ese vecino que maltrataba con su boca al “Bofo” Bautista.
Está bien que sea un entretenimiento sano, no el único que existe en Monterrey, pero si bien es cierto que Rayados ganó el Clásico 1-0, a quienes les duelen las palmas de las manos de tanto sobárselas contando sus ganancias, son otros, con el dinero que debió pagar deudas, comprar la despensa semanal y los zapatos nuevos que reemplazarán los pares rotos.
Gracias a Dios hay miles que consumimos el futbol con moderación, sin que llegue a ser una pasión o enfermedad; que paseábamos el sábado del Clásico por las calles y centros comerciales sin la playera nueva de la marca deportiva, y que entramos al cine cuando el árbitro pitó el inicio de las hostilidades.
No es un pecado estar exentos de la enajenación, de ese embeleso… de esa pasión enfermiza. Y me encanta el futbol, reitero.