Por primera vez los vi como a las seis de la tarde, y me llamó la atención que ninguno tenía en sus manos un celular. Todos corrían detrás de una pelota desgastada por el asfalto que debía entrar a unas porterías de fierro colocadas sobre la calle Marco Polo, esquina con Galeana, en la colonia Treviño de Monterrey.
Era septiembre del año pasado, cuando empieza a oscurecer más temprano por el cambio de horario de otoño. De nuevo una decena de chiquillos corriendo detrás de un balón en un barrio popular de la capital de Nuevo León, donde conviven las familias y los clientes de estanquillos, taquerías, estéticas y talleres mecánicos con moteles y un table dance sobre la calle Guerrero.
Pasaron los meses y siempre vi a ese grupo de pequeños futbolistas sin uniforme, acaso alguno con una playera -no oficial- de un equipo local; nunca distraídos como la mayoría convertidos en rehenes de las nuevas tecnologías, y siempre gritando “¡dámela!”, “¡tírala!”, “¡pásala!” y “¡goooooool!”.
Esa estampa urbana de la Treviño me hizo recordar mi infancia, cuando leíamos cómics, tirábamos piedras con una resortera, jugábamos con luchadores de plástico y salíamos a la calle a patear una pelota que en tiempos críticos se hacía con trapos viejos y amarrada con gruesas ligas.
Siempre que observaba a los niños quise detener mi auto para proponerles hacer un reportaje que en mi mente se iba a titular algo así como Los niños retro, Los niños del futbol, Los niños del pasado, y que finalmente se llamó: Los niños de antes.
Pero también pensaba que en estos tiempos de inseguridad, independientemente de que me iba a identificar como periodista y director editorial de Hora Cero, habría normal desconfianza de los padres de los futbolistas callejeros cuyas edades oscilan entre los siete y los once años.
Esa reacción de cuestionarse de inmediato: ¿y éste quién es?, ¿qué quiere de los niños?, ¿por qué quiere tomarles fotos y sus nombres? iba a ser normal en la colonia Treviño de Monterrey o en la Del Valle de San Pedro.
Y un mediodía de abril, cuando iba a mi casa, me decidí. Estacioné mi carro y pregunté en un modesto estaquillo color azul. Con un ejemplar del periódico Hora Cero en mis manos me presenté y les dije cuál era mi plan de hacer un trabajo periodístico sobre una escena futbolera en extinción.
No de niños impecablemente uniformados entrenando sobre césped natural o artificial dentro de instalaciones privadas; no de niños detrás del balón oficial de la Champion League, del Barza o del Real Madrid en un parque con verde pasto bien cortado de un colonia pudiente metropolitana.
Lo que cada tarde camino a mi casa veían mis ojos era un “flashback” de mis años en Torreón, Coahuila; de niños que juegan futbol en las calles en un rincón de Monterrey, bajo el sol y con el objetivo de atravesar el balón en unas porterías de tubo soldadas seguramente en un taller del barrio.
La señora del estaquillo llamó a su esposo para que conociera de mi voz la intención de hacer un reportaje. Con playera de los Tigres salió un adulto de cabello largo quien, atento, me escuchó sin interrumpir. Después supe que uno de los niños es su sobrino.
Me comentó que él, junto a un ingeniero de nombre Ramiro que tiene un negocio sobre la calle Marco Polo, se encarga de fomentarles la práctica de ese deporte para alejarlos de cualquier otra distracción.
La colonia Treviño está ubicada en un sector popular y no está exenta, como el resto de la zona metropolitana y de cualquier clase social, de algunos vicios que empiezan a edad temprana, como la ingesta de alcohol y el cigarro.
Una vez que el reportaje en la calle se concretó, el sábado 29 de abril la mayoría de ellos asistió por primera vez a un partido de los Tigres en el Estadio Universitario invitados por el alcalde de Monterrey Adrián de la Garza, quien supo de la historia.
Aunque nunca me pidió mencionarlo, quiero dejarlo claro, el director de Comunicación Social del ayuntamiento, Edgar Federico Guerrero, fue quien impulsó esa posibilidad que se hizo realidad.
Supe que dentro del estadio unos aficionados de Tigres conocieron el por qué de su presencia, cediéndoles sus asientos, y pichando las pizzas y los refrescos.
Quienes jamás han transitado por esas calles no dejen de hacerlo un día, porque esos niños crecerán y la posibilidad de viajar al pasado será cada vez menos probable.
Como tampoco escucharán ese grito de “¡gooooooooooool!” con voces infantiles, corriendo sobre el asfalto… pero sobre todo: sin celulares en sus manos.